la realidad en fragmentos
Acantilado reúne un conjunto de textos clásicos del periodismo alemán publicados entre los años 1823 y 1934, un tiempo en el que el artículo se convertirá en un nuevo género de la modernidad
LA ETERNIDAD DE UN DÍA. CLÁSICOS DEL PERIODISMO LITERARIO ALEMÁN (1823-1934)
Edición de Francisco Uzcanga Meinecke. Acantilado. Barcelona, 2016. 408 páginas. 20 euros
Se recogen aquí, fruto de la inteligente labor de Francisco Uzcanga Mienecke, una buena porción de articulistas germanos que descollaron en su oficio durante más de un siglo. Un siglo largo que va desde la Europa posterior a Waterloo, y por tanto previa a la unificación alemana, hasta los años en los que emerge el nazismo. Un siglo, por otra parte, en el que el periodismo adquirirá una relevancia inusitada, y donde el artículo literario -el folletín- se convertirá en un nuevo género de la modernidad, junto con el relato y el poema en prosa. No en vano, el periodo que abarca esta selección, desde el París de Heinrich Heine al Berlín de Franz Hessel, no es sino el periodo en que los medios de reproducción mecánica, tan gratos a Benjamin, extendieron sobre la época una tupida red informativa, una trama cultural, ideológica y comercial, cuyos inicios recoge el propio Benjamin en sus Pasajes.
Sea como fuere, no es una historia de esta estructura, sobre la que descansa el periodismo, la que Francisco Uzcanga acomete en estas páginas. De modo más modesto, y mucho más literario, lo que Uzcanga recopila es una selección de escritores en alemán, cuya presencia en los periódicos supuso tanto una novedad cultural como un poderoso aliciente para los lectores. En buena medida, es posible relacionar el trémulo hemisferio de la bohemia con esta inserción del escritor en las páginas del papel prensa. Pero también es posible vincularlos a una masa lectora, que desde el romanticismo tardío de Heine y el áspero costumbrismo de Fontane, va variando el modo de observar el mundo, hasta llegar al artículo vindicativo de Rosa Luxemburgo o el pacifismo incómodo de Herman Hesse. Lo que se reúne aquí, por tanto, no es sólo el fragmento de realidad que cada escritor ofrece en un artículo, sino la marcha de una realidad, acaso más compleja y fragmentaria, que acabará sus días cuando el nacionalsocialismo triunfe en Alemania. Ese es el sentido profundo, y la obvia coherencia, de esta selección. No se trata sólo de autores que escribieron en alemán; se trata, de igual modo, de una historia de de la Europa central, que inicia su exilio en París, que alcanza su hora cenital en la Viena de Kraus, de Roth, de Zweig y de Alfred Polgar, y que llega a un espléndido y atormentado ocaso en el Berlín de Döblin, de Musil, de Benjamin y Bloch. Todo lo cual no tendría una explicación sin el origen judío de muchos de ellos, porque será el judaísmo, su milenaria mácula, la que dirija los pasos, y el destino mismo, de buena parte de los autores que aquí se incluyen.
Cuando acabe la guerra, todo ese mundo que ahí se encierra, y que en Heine no era sino fe en el Código Civil napoleónico, habrá muerto para siempre. También aquella época dorada del periodismo, que coincidió con cierto fervor tecnológico visible en Hessel, y que abrumó a su siglo de telegramas. Era la época del reporter, del entrevistador y el cinematógrafo que fascinó a Thomas Mann. Pero también era la época en que la cultura era una cultura principalmente libresca, musical, escrita. Sobre ese fondo de papel impreso se destacan estos artículos de La eternidad de un día. Cada uno de ellos atesora una visión de otra edad, que sin embargo es la nuestra. Y es esta precisa, esta sorprendente actualidad, la que de algún modo nos sobrecoge. La mirada de Benjamin, de Horváth, de Walser, es la misma mirada con la que aún calibramos el mundo. Incluso el extraordinario modo en que Heine ridiculiza y magnifica el arte de Paganini, es de una proximidad excesiva. Sin embargo, todo aquello de lo que hablan, los nombres que refieren, las calles que habitaron, fue minuciosamente destruido. Probablemente, la oportunidad del folletín, la necesidad del artículo literario, resida en esa facultad elíptica y fantasmagórica. En retener un aroma, en sustanciar lo vivo, cuando lo vivo ha muerto.
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