Campo Chico
Gibraltar o la tergiversación de valores (V)
Campo chico
Del mismo modo que Los Rosales y el Moya se daban mutuamente la réplica, también lo hacían Fillol y Ramírez, dos bazares enfrentados en las esquinas de General Castaños. Nada que ver con La Africana, una tienda de tejidos clásica, donde se podía encontrar la tela deseada para el traje a la medida, que era lo que se llevaba entonces. Ya me referí a los sastres, pero debo añadir a Ocaña, pues formaba parte de los del entorno y pertenecía a una de las familias de mayor solera de Algeciras. También hay que aludir a Cardona, que es de una etapa posterior. Creo recordar que este gran profesional y gran persona, que se instaló en el tramo bajo de la calle Rocha (Primo de Rivera), vino a Algeciras con Cabezón cuando éste se instaló en la calle Ancha. Si Fillol, con un plantel de excelentes profesionales, era ese establecimiento elegante orientado hacia el turista, en el que siempre hay algún objeto que llevar como recuerdo de la ciudad, Ramírez era una especie de mercería en la que había de todo. Tal que ocurre con la legendaria Mi Tienda –aún hoy, gracias a Dios, participando de la vida de la ciudad– no había botón o encaje que no pudiera ser repetido o asimilado al que buscaba el cliente. Los Ramírez eran parte del paisanaje más genuinamente algecireño y su escaparate, exactamente en la esquina, podía servir para ilustrar el paisaje urbano de una película de misterio en blanco y negro, permanecía invariable año tras año, desafiando al tiempo. Uno de los Ramírez, Adolfo, administrador de fincas, fue durante muchos años presidente del Casino.
Ese espacio, hoy lleno de entidades financieras, que es el tramo alto de la calle Real y el remanso en el que en 1995 se instaló el monumento de homenaje a la madre, tuvo pues tres establecimientos relacionados con el corte, la confección y la moda: La Africana, Fillol y Ramírez, con enfoques distintos y asociados a actividades afines. Lo mismo podríamos decir de la industria del calzado. La Ideal que, como otros comercios, tenía su par en La Línea, era espectacular. Bien podría haber servido su local para un salón de baile o de recepciones. El actual director del Instituto Cervantes, poeta prestigioso y catedrático de universidad, Luis García Montero, menciona esta histórica zapatería al referirse en un artículo (El País, 16.05.2009) a “Pretérito Imperfecto”, del psiquiatra y también catedrático sanroqueño Carlos Castilla del Pino. Escribe Montero que “en sus memorias, recuerda muchas cosas, quiero decir muchos objetos, como un calzador metálico, con un bajorrelieve de Calzados La Ideal, Precio Fijo, la Línea-Algeciras, que su padre pidió en 1932 para que se lo llevara al internado de Ronda”. Recuerdo a Simón, su encargado, un gran personaje de la época. Muy popular era la zapatería de los Maruenda, a quienes ya tuvimos ocasión de referirnos en un anterior Campo Chico, y la de Sebastián Moreno, alargada y con un magnífico mostrador de madera que utilizábamos con frecuencia nuestro querido e inolvidable Juan Mari Ríos, el de la casa, el comandante Manuel Pérez Vigo, y yo para jugar a los botones. Delimitábamos un campo, colocábamos unas porterías de cartón y desplegábamos nuestros equipos de botones preparados para competir noblemente en el improvisado estadio. Allí les gané una pequeña copa que compramos en la platería de don Emilio y en un torneo triangular que fue muy reñido. Manolo había nacido en La Coruña, pero muy niño, con menos de tres años, vino a vivir con su abuelo, Aurelio, y su tío, Paco, que eran de Ubrique y se habían establecido en Algeciras. Gente de bien, doy fe de ello. La zapatería Sebastián Moreno, que era como se llamaba, estaba en el número 7 de la entonces calle José Antonio, en la misma finca (de los Méndez) que la de Maruenda.
Junto a la zapatería de la familia de Manolo, estaba la tienda de Curro López, un pequeño despacho de turrones que sólo abría en temporada y la funeraria Paine. La barbería de Domingo Gutiérrez, ya marchando hacia la cuesta, formaba un saliente enfrentado al sur, y tenía un aspecto singular en medio de esa maraña de tiendas, bares y zapaterías. La familia Gutiérrez Serrano aportó al Algeciras C.F. un magnífico defensa, Pedrito. Su hermano Domingo fue un gran amigo mío y su hermana Nieves una de esas niñas con las que daba gusto soñar. Era guapísima, trabajaba en el quiosco de La Alicantina en la Plaza Alta y no éramos pocos los adolescentes que pululábamos por los alrededores para verla y, con suerte, hablar con ella. Yo, que era poco de playa, me pasaba la mañana de los domingos de verano con Manolo Natera junto al quiosco, apoyados en la balaustrada. A Manolo no le gustaba ir a la playa, pero si debía de gustarle el mar porque acabó haciendo la milicia universitaria en un cuerpo de élite de la Armada y recibió muchos reconocimientos y parabienes en su fugaz paso por ese querido cuerpo armado.
Se da la circunstancia de que justamente donde estaba la barbería se construyó el edificio que albergó a la primera Redacción de Europa Sur. Eso sí cometiendo el error de roturarlo aludiendo equivocadamente al cortijo en donde se asentaron los primeros repobladores de Algeciras que, como ya he dicho en repetidas ocasiones, no era de los Gálvez sino de los Varela. Cuando ese tramo alto de la calle Real pasó a llamarse Dato (1930) ya la cuesta se llamaba Cánovas del Castillo (1897). Tras la guerra de 1936 se le cambió el nombre al de José Antonio, fundador de Falange Española, condenado a muerte y fusilado en noviembre de 1936, bajo la autoridad republicana. La última finca de la acera izquierda bajando desde la Plaza Alta, tenía el número 9. De modo que el número 1 de Cánovas del Castillo estaba a continuación y el 3 era la panadería de Ríos. Ese número 1 hoy no existe y la calle Cánovas del Castillo empieza en el número 3. La Falange era la cara política del régimen surgido de la guerra y José Antonio la personificación del heroísmo para los vencedores. Un yanito, de los muchos que vivían y trabajaban en España y, particularmente en la Comarca, llamado Enrique Recagno, tenía una relojería en el número 1 de Cánovas del Castillo. Hete ahí que este buen hombre, por alguna razón prefería que su negocio estuviera en la calle José Antonio, tal vez suponía que en aquellos tiempos el nombre de José Antonio le procuraría, si no mejores clientes, sí mejor trato. Una noche sin luna, esperó a que las luces de Los Gallegos –una freiduría de la que hablaremos en la próxima entrega–, ya de por sí tenues, estuvieran completamente apagadas y armándose de un buen bote de pintura negra añadió un 1 al que ya estaba, convirtiendo el número 1 de la calle Cánovas del Castillo en el 11 de José Antonio.
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