Campo Chico
Gibraltar o la tergiversación de valores (V)
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Viene a cuento ahora −la explicación del porqué está en el título− referirse a la Asociación de Emprendedores del Patrimonio Algecireño, que añade a su nombre los dígitos del año de su fundación, 2015, seguramente para evitar confusiones y parecidos. Aunque no se explicite, una entidad como esta tiene el valor añadido de actuar como reservorio de caudales históricos, importantes para sus funciones. Quien esté interesado en descender a detalles, ahí está su web y su boletín, que periódicamente da cuenta y razón de las tareas y actividades que desarrolla, además de acoger artículos y comentarios relacionados con su actividad.
Estas iniciativas, que merecen el respeto y la admiración de todos por cuanto se significan en el conocimiento de la realidad a la que pertenecen, se deben a la generosidad de unos cuantos y a su voluntad de servicio, y no son fruto de una ocurrencia sino de un propósito que va tomando forma desde mucho antes de la que acaba siendo su fecha fundacional. Bienvenida sea pues y larga vida para los paisanos que constituyen sus órganos y alimentan sus motivaciones; su ser, en definitiva.
Los meses de junio y julio de 1999 se cerraba una larga etapa de presencia social (oficial) del Campo de Gibraltar en Madrid. No sabría dar con la cifra exacta de constitución de un primitivo y premonitor Círculo Linense, pero bien podría ser que anduviéramos allá por los años sesenta. Paisanos de la Línea, sobre todo, fundarían más tarde la Casa del Campo de Gibraltar en un espléndido local de la calle Fomento, a espaldas de la Gran Vía y en las proximidades de la Plaza de España, de la que durante un tiempo sería presidente nada menos que el gran sociólogo linense y catedrático entonces de la Universidad Complutense Salustiano del Campo. En 1976 la Casa empezó la publicación de una revista de actualidad, Carteya (Revista de Estudios Gibraltareños), cuyo delegado en la comarca fue José Riquelme Sánchez, un escritor jimenato admirable y muy querido por todos, linense de adopción y profesor de primaria, y cuyo relaciones públicas era el conocido periodista Fernando Segú. Un elenco de alto standing, que mantuvo la calidad de la revista mientras fue posible mantenerla a flote. La Línea, y un poco también Tarifa, eran sobre todo las localidades que aportaban la gran mayoría de socios y simpatizantes. El día 4 de julio de 1999 se reunía su directiva con un punto en el orden del día que decretaría su cierre definitivo.
Las huelgas de hostelería de los últimos años setenta obligaron a un profesional formado en el Miramar, de la Acera de la Marina, a emigrar a Madrid. Él había nacido en la calle de la Aduana, cerca del río, y su esposa, Amelia, en Setenil de las Bodegas. Tenían tres hijos pequeños y terminaron en poco tiempo por abrir un modesto bar en Madrid, en un barrio llamado Estrecho del distrito de Tetuán, no muy lejos de Cuatro Caminos y ya relativamente cerca de la Plaza de Castilla. En una estrecha calle llamada Juan del Risco, se instalaría el que pronto sería una leyenda, el Mesón Algeciras.
Juan Guerrero Soriano fue compañero mío en aquella magnífica promoción del Instituto que ingresó en el primer año del bachillerato de seis (de los diez a los dieciséis de edad) del curso 1951/52. Casi una década después de su improvisada inauguración en 1942 cuando el edificio Kursaal del Chorruelo, habilitado hasta entonces como centro de enseñanza, ardió por los cuatros costados. Yo llegué en segundo, después de haber hecho ingreso y primero al mismo tiempo. El padre de Juan, que era camarero del Miramar enfermó y él se vio obligado, a los trece años, a ocupar su puesto y a dejar, consecuentemente, los estudios. Trabajaría largo y tendido hasta llegar a ser encargado en el magnífico Río Grande cuando acababa de cambiar de dueño, de Paco García Trevijano, que lo convirtió en una referencia, a Salvador Barberán, dos ilustres sanroqueños.
El Mesón Algeciras se abrió en octubre de 1982 y se cerró el primer sábado de feria, en 1999. No es posible contar su recorrido en este recuadro. Pero hay paño para cubrir un par de hectáreas. Fueron numerosos los momentos mágicos que se vivieron en aquel pequeño bar abierto a toda la comarca, desde donde se le buscó trabajo a no pocos y en donde todo el que lo necesitaba tenía el plato puesto. De lo que se trata ahora es de celebrar una gestión iniciada por Antonio Haro, de AEPA, y José Luis Vázquez, que supondrá la custodia de la numerosa documentación, sobre todo gráfica, acumulada por el Mesón Algeciras a lo largo de sus más de veinte años de existencia.
Haro es autor, junto a Roberto Godino, del libro, El Convento de la Merced, donde se desgrana la historia de una institución fundamental para conocer algunos de los más señalados aspectos del discurrir social de Algeciras. El convento estaba en la calle Alfonso XI, popularmente llamada por eso, del Convento. Frente a la embocadura de la calle San Antonio, casi esquina a un deteriorado callejón llamado Trafalgar que descendía hasta el Murillo. Fue, después de su desamortización, instituto, asilo, juzgado, cárcel y hasta sede provisional del Ayuntamiento. Su estructura finalmente demolida en 1959, adelantó la del centro histórico y advirtió del imperio de mal gusto en que convirtieron la ciudad en los primeros años de su camino hacia la modernidad.
José Luis es el del Chez, profesional formado en el histórico Cristina de míster Lieb, creador de un celebrado reducto hostelero en la calle que se abrió donde el callejón. Aquella callejuela, que terminaba en una caseta de vigilancia costera de la Guardia Civil, se convirtió tras su reforma y transformación en calle en la protagonista de la noche algecireña, albergando establecimientos como La Tecla, Ipanema, el propio Chez José Luis y otros de grato recuerdo. En una esquina de su tramo principal abriría el inolvidable Alejandro Fernández Gavilán el pequeño restaurante Marea Baja, en el que consiguió –con el diseño de Valdés− colocar una de las enormes anclas que adornaban la entrada del primitivo Los Remos.
José Luis, pariente de Juan Guerrero, ha mantenido como depositario, durante veinte años, las cajas que guardaban el legado de este. Un inmenso reportaje de otros dieciséis acogiendo a los paisanos que buscaban ayuda, incluso económica, o compañía y sirviendo de encuentro y memoria a cantidad de personajes, relevantes o supuestamente irrelevantes.
La aparición en aquel escenario de un tarifeño excepcional, Ignacio Villaverde Valencia, fue decisiva para el progreso y la popularidad del Mesón. Juan e Ignacio acordaron, apenas empezada la década de los ochenta, celebrar una erizada cada año en fechas de carnaval. Juan pondría el lugar e Ignacio se encargaría de los erizos, traídos ad hoc desde Tarifa. Fueron diez las erizadas celebradas en los dieciséis años vividos en aquel islote venturoso de la comarca en el corazón de un barrio obrero de Madrid.
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