El Campo Chico, los Acosta y Luis el lechero
Campo chico
Cuando desaparecieron las barracas, se nos quedó la tierra prensada y nació un campo de fútbol para la chiquillería
Luis era un sabio grandullón que escribía sobre los márgenes de hojas de periódico, en un sobre usado o en una servilleta

Los más jóvenes debieran saber que el Campo Chico fue un minipoblado situado a orillas del mar, en Algeciras, entre las actuales embocaduras de la avenida de Blas Infante y la calle Trafalgar.
El maestro en artes del pensamiento y la cultura, que es Juan Ignacio de Vicente, lo conoció bien en su infancia. Porque los terraplenes en los que acababa su calle, de oeste a este, eran una invitación al misterio. Su casa estaba en el número diecinueve de la que hoy se llama Alférez Villalta Medina y entonces era la calle de la Cruz Blanca. Esos terraplenes daban al Campo Chico y en la casa de al lado de la de Juan Ignacio, la número 17, había un patio con acceso a un túnel subterráneo a través del cual se accedía al mar en la zona de Campo Chico. El niño Juan Ignacio se encaramaba al muro de la azotea de su casa desde donde podía ver el patio en el que, se decía, que por las noches cabalgaba un moro montado en un caballo blanco. En el Campo Chico, en la barraca número 2 –dice él mismo– fue niño Juan Casal, maestro también, éste de la comunicación y el costumbrismo, del relato oral, del carnaval (pregonero en 1993) y del toreo.
El Campo Chico dejó de ser un día asentamiento de barracas. Los años cuarenta –los del hambre– no daban para más. Cartillas de racionamiento, jornales de miseria, una enorme brecha social, entre una reducida burguesía de funcionarios, civiles y militares, unos cuantos comerciantes y unos pocos bares, y un pueblo llano de escasos posibles, sin protección social alguna y sin apenas nada de atención sanitaria. La década que albergó una larga posguerra de privaciones y aislamiento que se fueron disipando lentamente, dejando atrás secuelas de todas las hechuras. Cuando desaparecieron las barracas, se nos quedó la tierra prensada y nació un campo de fútbol para la chiquillería. Más a mano que el del Polvorín, detrás del cementerio, pero con menos cuerpo. El Campo Chico servía a los más pequeños que no se aventuraban a ir allá a las proximidades de la Torre del Almirante, que no pasaba de ser entonces un nido de ametralladoras, que es como llamábamos a estos ingenios militares de los que saben tanto nuestros admirados paisanos Ángel Sáez, César Sánchez de Alcázar, Alfonso Escuadra y José Algarbani.

Mis campochicos, han sido llamados así en memoria y honor de aquellos niños que, como Juan Casal, corrían entre sus barracas y se bañaban y cogían cangrejos a pocos metros de sus casas. Un pequeño pantalán frente a la embocadura del Ojo del Muelle, daba más facilidades a los pescadores aficionados, bastaba una cuerda rudimentaria con un poco de pan mojado o de recortes de carne, si no había otra cosa, en su extremo, para que se agarraran los cangrejos que abundaban por esas lindes. Luego, cuando aquello se convirtió en un campo de fútbol a la medida de nuestras posibilidades, andábamos en él imitando a nuestros héroes del Campo del Calvario. Andrés Mateo, Mata, Loren, Tapia, Mendoza, los León, Tarro, Tuhami, Saborido, Rossi, Pilín, Periquito y qué sé yo de tantos otros que como ellos nos trasmitían sus emociones las tardes de los domingos en el ¡estadio! del Calvario, frente al lado norte del Casino Cinema.
Los futbolines y el fútbol
Junto al campo del Calvario había un tenderete con unas mesas de futbolín en las que los muñecos, ensartados sus cuerpecillos de costado a costado, eran de madera y terminaban en una forma plana a modo de ajuste de los pies, con la que se golpeaba la pelota, también de madera, y los más hábiles, hacían filigranas. En estas mesas la formación era, por líneas, de 2-3-5; es decir, obviado el portero, 2 en la defensa, 3 en la línea media y 5 en la delantera. Un señor mayor; me parece recordar que se apellidaba Peña, y una pareja de jóvenes, chico y chica, ambos de muy buen ver, guardaban las armas y cuidaban lo que parecía su negocio. Nunca supe si eran hermanos e hijos del señor mayor o si eran pareja sentimental y uno de los dos era hijo del susodicho señor. Muy educados todos. El ambiente de aquel modesto chamizo no tenía nada que ver con el de los futbolines de la calle Ancha, frente a la Comandancia de la Guardia Civil. Los muñecos, en este caso eran de plomo y terminaban en dos pies y no en pala como los de madera.

Enrique, el encargado de los futbolines de la calle Ancha tenía que ayudarse de una muleta: una de sus piernas estaba muy deteriorada. Como uno de sus ojos, en el que una mancha blanca sobre la retina sugería que su visión era monocular. No sé si a causa de esas limitaciones, pero la verdad es que tenía bastante mal genio. Claro que la clientela estaba todo el día gritándole: ¡Enrique echa!, y el hombre tenía que estar de aquí para allá arrastrando sus limitaciones. Tanto en el Peña como en donde Enrique, el juego se activaba con una peseta rubia que el encargado introducía por una ranura, luego activaba un tirador metálico y las seis bolas se depositaban en un cajón a disposición de los jugadores. Normalmente se jugaba en parejas, las barras del portero y la defensa para uno de los compañeros y la media y la delantera para el otro. A mí se me daba muy bien el futbolín; de hecho, ya luego cuando estudiaba en Madrid, gané un campeonato celebrado en mi Colegio Mayor, el Calasanz, en el muy estudiantil barrio madrileño de Arguelles, donde coincidí con José Luis Acosta Mena, gran persona y gran algecireño, además de gran economista, su familia fundó la cadena de supermercados SuperSol. Curro y Carmen, sus padres, Javier, su hermano mayor, sus hermanas, eran muy queridos por los míos. Vivieron muchos años en General Castaños, junto a Fillol, en una casa con patio que algunos señalan como la residencia del militar que le da nombre a la calle, cuando era Gobernador del Campo de Gibraltar. En el futbolín, lo mío era la delantera y cuando formaba pareja con mi inolvidable amigo Paco Moya, que prefería la defensa, no teníamos rivales. Sólo Alberto Blanco, rivalizaba conmigo en preciosismo (perdóneseme la inmodestia, pero no puedo resistirme a presumir de ello).

El fútbol de verdad no se me daba bien, debo confesarlo, sobre todo para compensar mi presunción con el de mesa. Ponía mucho interés, pero Dios no me había llamado ni para ese ni para ningún otro deporte. En cambio, Paco Moya podría haber sido un excelente futbolista si se lo hubiera propuesto. Era de los mejores, junto a Babi Navarro, Pepe Vallejo y Fernando Gallego, que fueron excelentes profesionales. A Fernando le veo todos los veranos convertido en una especie de icono del Rinconcillo, sentado en su sillita baja de playa, con su sombrilla, delante del Bahía. En la plazoleta tiene una casa que le compró a Bernardo, ese gran industrial de hostelería que tanto hizo por el Algeciras C.F., por su pueblo y por su playa. Luisito Santamaría siempre me lo recordaba, me decía: “Alberto, tú eras muy malito, el que era muy bueno era Paquito Moya”. Luis se nos fue a la Casa del Padre hace hoy exactamente un año y todos los que le conocimos le echamos mucho de menos. Celador de la Residencia y del Ambulatorio, sembró bondad y generosidad entre sus compañeros y entre los muchos enfermos a los que animaba, aconsejaba y hacía reír con sus ocurrencias.
Luis el lechero celador
Luis, el lecherito de la calle Real, era uno de los amiguitos de mi calle, de los más queridos. Su hermano José fue un camarero de espléndidas maneras, de aquellos que heredaron el estilo que creó Míster Lieb en el Hotel Cristina. Formaba parte del equipo que atendía el bar y el restaurante del viejo Club Náutico instalado cerca del puente de la Isla Verde, antes de llegar a la playa del Chorruelo. Su hermana era más pequeña y José era el mayor. Sus padres regentaban una lechería en mi calle, casi enfrente de mi casa, un poco más arriba y al lado de la carbonería, nada más rebasar, subiendo la cuesta, la zapatería de Fluxá, que cuando se instaló, en los años cincuenta, le dio un empaque inesperado a la calle sin que ésta perdiera su solera. Hoy, tal vez, sea la calle más castigada del centro histórico de Algeciras, por las torpes decisiones de los mandarines, no obstante ser, como fue, parte del eje más transitado de la ciudad. En mi infancia era como la calle San Felipe de San Roque, llena de cierros y de patios, a unos metros del mar. Hacía de arteria de llegada a la Plaza, donde se incorporaba dejando a un lado la tienda de ultramarinos de Oriente, cuya hija, bellísima, Lourdes, que estudiaría Medicina y se establecería en Jerez, fue, en 1962, con diecisiete o dieciocho años, la primera reina de la historia de la Feria de Algeciras. La calle Real tenía hasta torero propio, trianero, el gran Clavijo.

Luis era un sabio. Un grandullón que escribía de maravilla, muy barroco como buen andaluz, y lo hacía improvisando sobre los márgenes de hojas de periódico, en un sobre usado o en una servilleta de papel. Recortaba mis artículos en Europa Sur, cuando le sugerían alguna crítica y me replicaba escribiendo en los márgenes y aprovechando cualquier espacio libre en el texto, luego los dejaba en el casillero de cartas de mi hermano Ignacio. Le encontraba casi siempre en el camino de ida o de vuelta a la Plaza, generalmente delante de lo que fue Los Gallegos y después el Banco de Andalucía, que siempre hizo de mesetilla en la que detenerse tras subir cualquiera de las dos cuestas, la de la calle Real o la de la calle Sacramento. Hablábamos de todo y sobre todo de nuestra infancia en esos parajes, del olor a pan recién hecho del obrador de la Panadería Ríos, de las onzas de chocolate de la tienda del Tío del Bigote, del buen Bernardo, del ruido de los camiones descargando donde los Ortega, de Olga, una muchacha de nuestra edad, mas grande de lo habitual, de la tienda de Ferrari, de Doña Cari y de los nietos de la Chana que salían por la puerta grande del chaflán con el callejón Santa María e inundaban la parte baja de la calle, se metían por el Ojo del Muelle y volvían con barro del Murillo para ponerlo todo perdido.
La Chana y el Quili
La Chana era una bruja buena, de esas que imponen manos y curan las penas y el mal de amores. Los pacientes, por así decirlo, acudían a su consulta y luego compraban algo donde la Tangerina, una señora estraperlista de la élite de aquel tiempo, que tenía junto a la casa-consulta de la Chana su casa-tienda; ya en el callejón, antes de llegar a los muebles Amorós. Uno de los nietos de la Chana, al que llamábamos “Capitán Ávila”, era la personificación en miniatura del Guerrero del Antifaz. De mayor, abrió un bareto en la calle Fray Tomás del Valle, frente al costado de la parcela que acoge a la Escuela de Artes y Oficios Artísticos, una de nuestras instituciones de mayor solera y calado social. Por allí vivía y pasaba habitualmente Quili con su gran familia, camino del parque. Así le llamábamos, no obstante tener un nombre precioso: Francisco José Gómez de la Concepción. Era hijo del comandante Gómez, hermano de la Srta. Elvira, una institución en el magnífico elenco de maestros que preparaban a los niños en academias hasta que les llegaba la hora, a los diez años, de optar a ingresar en el Instituto, o bien de dejar de estudiar para llevar algo de dinero a casa, que buena falta hacía.

Quili habría querido ser militar pero, lo de ingresar en la Academia General no era fácil, ni mucho menos. Probó en la Policía y le fue bien, llegó a Comisario y estuvo algún tiempo como tal en Algeciras. Luego marchó a Navarra, creo que de Comisario Principal, y allí murió hace más de dos décadas. Paco Moya y yo le tuvimos de compañero de juegos en el Callejón de las Viudas, donde su tía Elvira tenía la Academia. También era vecino de esa zona de la calle Fray Tomás del Valle, mi viejo e inolvidable amigo Ramón García Gómez-Quintero, al que yo llamaba “El Marqués del Catavino” por su elegante forma de sujetar ese recipiente francés reconvertido en jerezano. Ramón fue durante años, secretario del Colegio de Agentes Comerciales, que le dio nombre a la calle donde estaba. Coincidió en su ejercicio con la brillante presidencia de Mario Segovia, cuando se empezó a organizar la actividad de los corredores de fincas, de viviendas y de ganado, intermediarios de la compra-venta que dinamizaban las relaciones comerciales en la Comarca y paraban en el Moya o en el Mercedes. Pepe Rivadulla, nuestro querido barman del legendario Bar Coruña, en la calle Convento, era para Ramón el chamán del ritual que envolvía al gesto de servirle la manzanilla de Sanlúcar sujetando el catavino por su base.
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