Campo Chico
Gibraltar o la tergiversación de valores (V)
Campo chico
En Algeciras, los sábados y los domingos por la tarde y otros muchos días, todo se reducía a una ruta tácitamente establecida por todos. Desde el Calvario o desde San Isidro, la Fuentenueva o la Bajadilla, los callejones o los aledaños de la Plaza Baja, la gente acudía a pasear haciendo el mismo recorrido una y otra vez. Se tomaba la calle Ancha por cualquiera de sus bocanas y desde su extremo, donde el Piñero, frente a la Avenida y al parque, se llegaba a la conjunción de Mola (o Prim) con la calle Larga (o Cristóbal Colón).
La tienda de tejidos López, una de las mejores de Algeciras, era el otro extremo del paseo. Nena y Paquita, las hijas, me serían muy próximas. Nena casó con Leocadio Pérez de Vargas Quirós, un abogado de mucho prestigio, que asistiría jurídicamente a las navieras que iban operando en el puerto. El hijo mayor de ambos, Rafael, fue una figura notable de la sociedad de aquel tiempo. Murió en accidente de carretera con poco más de cuarenta años, cuando en el futuro inmediato se le presumía en la vanguardia de las iniciativas políticas y sociales de Andalucía. Gestionó, generosamente, la construcción del nuevo asilo de San José y presidió una fundación ligada al Colegio Los Pinos, una institución educativa importante que se planteó, tras su gran remodelación en la década de los noventa, la posibilidad de crear una universidad privada en el Campo de Gibraltar. Rafael se comprometió en la dura batalla contra el narcotráfico, colaborando y compartiendo experiencias con figuras relevantes del campo de Gibraltar, como Miguel Alberto Díaz y el inolvidable Luis Marquijano. Paquita casó con Juan, madrileño, hermano del gran alcalde Ángel Silva Cernuda. Paquita y Juan serían los padres de las que en el futuro estarían llamadas a ser relevantes personalidades de la ciudad, de la política y de la gestión municipal.
Cuando por la calle Ancha, se llegaba a la calle Rocha se tomaba el callejón hasta la Plaza Alta y se retozaba un poco por delante de la iglesia o, apoyados en los balaustres de cerámica, se cambiaban palabras con los muchos conocidos con los que uno se encontraba. El kiosco de nuestra querida Rosa, que llena hoy con su grata presencia ese paraje, estuvo un tiempo frente a la puerta principal de la iglesia y después en su sitio actual. Entonces era un despacho de helados de La Alicantina.
Luis López Miquel, el fundador con su esposa, Mercedes, una sevillana de buena hechura, empezó a servir helados de corte y de cucurucho desde un carro que él mismo manejaba manualmente, aparcado a la izquierda de la puerta principal de la iglesia, ante el muro de la torre y casi en la esquina con Ventura Morón. El kiosco contaba con un par de muchachas tan atractivas, que los helados eran lo de menos. Manolo Martín, andaba por allí con su padre, Antonio, originario de la Línea, y sus hermanos, Antonio y Jaime, haciendo fotos con cámaras de mano, a los viandantes y paseantes que se lo solicitaban. Pocos algecireños y visitantes de aquellas generaciones habrá que no hayan sido fotografiados por los Martín, bien en la plaza o, a veces, en los altos de la Escalerilla con el fondo abierto de la bahía y el peñón formando un espectáculo paisajístico espléndido. Creo recordar que se llamaba Loli, la empleada de La Alicantina que sería la esposa de Manolo, finalmente el primer jefe de fotografía que tuvo Europa Sur. Hermano entusiasta del Nazareno y una persona buena, ingeniosa y ocurrente a quien encontraría con frecuencia, muchos años después, en el Chic de Salvador, instalado donde estuviera Los Rosales.
El maestro Ruiz Miguel, Loren y Andrés Mateo, entre otros grandes paisanos se paraban en algún momento allí a regalarnos su conversación y su presencia. A Loli la acompañaba Nieves, cuya juventud era la apropiada para mí y los muchachos de mi edad. Manolo Natera y yo éramos fijos de los domingos de verano por la mañana, cuando nos quedábamos por esos alrededores evitando meternos en la bullas de las playas. Nieves la única hija (creo) de Domingo, el maestro barbero de los altos de la calle Real (o José Antonio), junto a Recagno y frente al callejón Bailén, nos hacía suspirar a todos; viéndola no pasaba el tiempo.
El paseo se continuaba por el callejón del Ritz (o Rit). Nunca tuvo este nombre, pero, como ya he contado en otro Campo Chico, fue el de un hotel el que acabó sustituyendo al suyo en el decir popular. El edificio aún se conserva, organizado en viviendas. Está en la esquina suroeste de la confluencia con el callejón de las Viudas y cuando era hotel pertenecía a don Cristóbal Navarro, abuelo de nuestro gran futbolista y entrenador, Babi, y de aquella excelente nadadora y bellísima mujer, Susana, que quitaba el sentío. El callejón se llamó primero San Pedro y desde 1911, Joaquín Costa, el nombre de un ilustre aragonés que tuvo una gran ascendencia política, científica, en el ámbito del Derecho, e intelectual en el último tercio del siglo XIX y primeros años del XX. En este pequeño tramo urbano, estuvo un bar muy popular, El Estrecho, de un pariente de Alberto Meléndez, el creador junto con nuestra querida e inolvidable Cristina, de uno de nuestros establecimientos de hostelería más selectos, Las Duelas.
El Estrecho tenía sobre su puerta una composición muy ocurrente, formada por un faro y un mero de buen tamaño. Como ocurría con el estandarte publicitario de las máquinas de coser Singer (literalmente, cantante) instalado junto a General Castaños, donde hoy está La Alicantina, el mero y el faro formaban parte del paisaje. Más tarde, Noni Benítez, lo convirtió en una pequeña librería y mantuvo la zeta de Ritz contra viento y marea. No hace mucho, me contó que el faro se perdió pero que cuando dejó aquello, se llevo el mero. Aquel pequeño reducto, librería, papelería y kiosco de prensa, era entrañable.
Junto a Nogue, al lado de Saavedra y de El Español de los Natera, aquella estancia era para mí un lugar de parada y encuentro. En ese corto recorrido que va desde la Plaza Alta hasta General Castaños, había un ambiente exquisito. La Bombonerita, por ejemplo, era una bombonería la mar de recoleta, insertada en el edificio que ahora llaman “de Millán”. En el recodo al muñón de la espalda de Correos, una tienda de discos era regentada por una mujer de extraordinaria sensibilidad, Elvira Fillol. Un buen día, apareció un artista, destinado a enseñar Dibujo en el Instituto y Elvira se enamoró de su obra y, durante un tiempo, también de él.
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