Decente sepultura (I)

Historias de Algeciras

El sepulturero de Algeciras Santos Caballero Mata debía de enfrentarse a una peculiar situación en sus últimos días de ejercicio en el camposanto algecireño, el entierro de Rafael Cintado

Vista de la calle La Marina, donde falleció Rafael Cintado.
Vista de la calle La Marina, donde falleció Rafael Cintado.
Manuel Tapia Ledesma

06 de junio 2021 - 03:00

Algeciras/Al mismo tiempo que nacía el nuevo siglo y mientras aún perduraba en la población algecireña el cercano recuerdo de aquellos jóvenes locales que dejaron sus vidas en la reciente guerra de Ultramar, teniendo como únicos consuelos y ayudas las proporcionadas por las sentidas plegarias que sus apenadas madres, novias o esposas ofrecieron a las advocaciones representadas en los diferentes altares de la Iglesia parroquial de la Palma, el importante hombre de negocios local Manuel Pérez Santos, a la sazón Alcalde de nuestra ciudad, atendiendo a los profesionales consejos de su médico y hermano Juan, había dirigido un escrito, en tiempo y forma, al secretario municipal Antonio González Nouvelles haciéndole constar, junto con el informe médico preceptivo: “La obtención de licencia para atender a su quebrantada salud”.

Sus múltiples ocupaciones, sus muchos negocios, y las no pocas preocupaciones que toda aquella actividad le generaba, le habían pasado factura. De seguro, previamente, su hermano Juan le habría hecho pasar por su consulta sita en el número 18 de la calle Cristóbal Colón, para hacerle las pruebas médicas necesarias, y que tras un concluyente diagnóstico, aconsejaron la temporal retirada de este buen servidor público de la primera linea política local.

Así que mientras jóvenes locales como Fernando Ortega Arjona, quien en el momento del llamamiento a filas se ganaba la vida como jornalero; o el también humilde trabajador del campo Jacinto Romero Rangel, quién tenía su domicilio en la calle Alta o prolongación de la calle Sevilla y que combatió en tan alejadas tierras como miembro del Regimiento Extremadura 15, se habían incorporado nuevamente a su cotidiana vida, tras ser de los pocos que volvieron sanos y salvos de aquel lejano conflicto. El prócer algecireño y primera autoridad local reseñada Pérez Santos, desde su particular trinchera como lo era su domicilio sito en calle Imperial, esquina Plaza de la Constitución, y contando con la inestimable ayuda de su esposa Amparo Pardillo, y su galeno hermano, se enfrentó en dura batalla a la enfermedad que le había retirado de la cercana Alcaldía algecireña. Jamás volvería a tener en sus manos la vara de Alcalde. El fallecimiento de su también hermano José, oficial muerto en combate en Ultramar, marcaría definitivamente su salud.

Pérez Santos, contaba, para proseguir con su proyecto para nuestra ciudad, con el que sería su sustituto y mano derecha, el ex comandante Enrique Alcoba de la Hoz, hombre de gran experiencia en la política municipal. Así que aquel día, el militar retirado y edil de nuestra ciudad Enrique Alcoba salió de su domicilio, sito en el número 4 de la calle Larga o Cristóbal Colón, para dirigirse hacia la Casa Consistorial, donde tras su nombramiento como Alcalde interino presidiría la sesión plenaria de aquel día junto a los concejales de la misma Corporación, los señores: Benítez, Ramírez, Román, Sangüinety y Rodríguez España.

Una vez tomado asiento, y tras la pertinente intervención del Secretario General, se abordaron entre otros puntos, los siguientes: “Primero. El Sr. Alcoba comunicó al Ayuntamiento, el haberse hecho cargo interinamente de la Alcaldía por hallarse enfermo don Manuel Pérez Santos. Segundo. Leyóse aprobada el acta de la anterior. El Secretario dio lectura á una solicitud del señor Alcalde pidiendo licencia para atender a su salud. Tercero. Se leyó una comunicación de la Alcaldía de Los Barrios remitiendo para su aprobación el expediente del aprovechamiento de la bellota de los montes comunales. Se aprobó una cuenta de aceite para los serenos, y otra de 117 pesetas con 10 céntimos, para la limpieza pública correspondiente al mes pasado”.

Y así transcurría la sesión en la Sala de Plenos algecireña, mientras un humilde empleado municipal esperaba desde su puesto de trabajo ejercido al norte del extramuros de la ciudad la aprobación de un punto de gran interés para él.

Y mientras el citado trabajador continuaba con su penoso quehacer, la Corporación presidida por el interino Alcalde De la Hoz, procedió a aprobar el siguiente punto: “Se admitió la dimisión presentada por el sepulturero Santos Caballero Mata y que se dé cuenta de la provisión de esta plaza con arreglo de las disposiciones vigentes”. En los próximos días, como era preceptivo, la Secretaría le haría llegar copia del acuerdo que ponía fin a su dilatada vida laboral en el Cementerio Municipal de Algeciras.

Pero dado que la sesión plenaria se había desarrollado a comienzos de mes de aquel caluroso verano, aún le restaban jornadas que cumplir a aquel buen panteonero o enterrador para finalizar su relación laboral con el Excmo. Ayuntamiento de Algeciras; según le había informado quién era su supervisor y nombrado conserje de cementerios, el popular José Larios, quién estaba casado con María Punta. Lo cierto es que la verdadera profesión de Larios era la de impresor, pues como tal tal estuvo trabajando con su cuñado Luis Punta en la imprenta de este, sita en la calle de Carretas y frente al callejón de San Pedro. Pero la búsqueda de una seguridad en el empleo, le llevó a aceptar aquel puesto relacionado con el mundo de Tanatos.

El Alcalde Manuel Pérez Santos, vivía muy cerca de la Casa Consistorial.
El Alcalde Manuel Pérez Santos, vivía muy cerca de la Casa Consistorial.

Sea como fuere, aquel sepulturero a la espera de una mejor vida, cosa deseable aunque no claramente pertinente para quién tal empleo realiza, afrontaría sus últimos días -nueva impertinencia-, en su trabajo con el mejor de los deseos de dejar una buena impronta. Pero como el destino no sabe de los recovecos administrativos ni de sus notificaciones, al bueno del enterrador algecireño le esperaba una última sorpresa en la que se vio, por razón de su aún activo oficio, implicado.

Y aconteció que una tarde, mientras realizaba una de sus múltiples tareas, parafraseando a Becquer "La piqueta al hombro, el sepulturero cantando entre dientes, se perdió a lo lejos", miró casualmente hacia el sur, hacia el pueblo, como él decía, y vio un cortejo fúnebre ascender la popular Cuesta del Cementerio, dejando la playa de Los Ladrillos a la derecha. Nadie le había dicho nada. Nada estaba preparado. Rápidamente acudió al conserje del camposanto y le anunció la mala nueva. Claro tenía aquel obrero, parafraseando a Antonio Machado, que difícilmente a aquel desgraciado "tierra le darían una tarde del mes de julio bajo el sol de fuego".

Un día antes, en la zona sur de la ciudad, concretamente en la Marina, había dejado de existir el vecino de Algeciras y militar retirado Rafael Cintado. Casado con Isabel Migueles Peldes, Rafael Cintado Infante, pues así era su nombre completo, había nacido en el sevillano barrio de Triana siete décadas atrás; siendo por sus padres cristianado en la popular parroquia de Santa Ana.

Rafael Cintado carecía de creencias religiosas, de ahí lo diferente de su cortejo fúnebre

Tras cursar sus estudios en el Real Colegio de Practicantes de Cádiz (centro que fue fundado en el siglo XVIII por Juan Lacombe, célebre sanitario que estuvo destinado en el Hospital Militar de nuestra ciudad, junto al también mítico galeno Pedro Virgili, precursor también del gaditano Real Colegio de Cirugía) ingresó en la Armada Nacional, alcanzando el grado de Primer Practicante. Tras pasar por varios destinos, siendo el último la ciudad de San Fernando, obtuvo plaza en el pontón que por aquel entonces se encontraba atracado en las aguas del fondeadero algecireño. El buen estado de su casco impedía que aquel pontón o barco fuese dado de baja, siendo utilizado para determinados servicios de la Armada Nacional.

Como era costumbre en aquella lejana Algeciras, la casa mortuoria o domicilio del difunto, se vería repleta con la presencia de los más allegados a aquel matrimonio sin hijos. Estando entre aquellos visitantes los vecinos circundantes, tales como: Juan Casero, que tenía su domicilio en el número 1 de la citada calle; el banquero Juan Forgas que residía en el 2; el importante hombre de negocios Guillermo Lombar, propietario del siguiente número 3; el conocido empleado José Céspedes que ocupaba el número 5; el número 7, residencia del industrial Antonio Morilla; o el 9, residencia del importante propietario Narciso García.

Ninguno de los allí presentes, conocedores del pensamiento del difunto, no se extrañarían de la falta de elementos religiosos en tan fúnebres momentos. Por aquel domicilio, ni aún a las horas previas a la expiración del difunto, se hizo presente la tradicional figura del sacerdote que acompañado de sus monaguillos, daba habitualmente la Extrema Unción al enfermo de turno, en sus horas postreras; siendo el capellán de la Capilla del Hospital Civil (San Anton) José Baca Ponce, el cura más cercano para administrar tal sacramento, si hubiese sido requerido. Tampoco se oían rezos de fondo, normalmente realizados por las mujeres -que recordaban a las antiguas plañideras latinas-, mientras el género masculino pitillo en mano, departía en el exterior de la casa velada. No, el difunto y hombre de ciencia Rafael Cintado, simplemente no era creyente.

En aquella España a caballo entre dos siglos, en el asunto religioso imperaba el artículo 11 de la, por entonces, vigente Constitución aprobada en 1876, estableciendo:"La religión católica, apostólica, romana, es la del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana". La aprobación del citado artículo trajo en su momento duros enfrentamientos políticos y religiosos; pues se entendía, que era un claro retroceso de las libertades conseguidas tras la revolución del 68 y establecidas en la Constitución aprobada un año después, reflejando, en palabras de Cánovas del Castillo: "Hay ciertamente, una gran diferencia entre este artículo que ahora se discute y el 21 de la constitución de 1869; en este último, se puede hablar de libertad religiosa, puesto que el Estado no se declara confesional y permite la total libertad de cultos, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y el derecho". Las presiones llegaron hasta la figura del mismo Alfonso XII, al que se le recordó por parte del alto clero, que era "un monarca católico, algo que le obliga a gobernar católicamente sus Estados; el carácter también católico de la dinastía de la que él es heredero, y las esperanzas que creó su restauración en el trono español entre los católicos de este país, quienes confiaban en una restauración religiosa similar a la política que enterrase la acción anticlerical del sexenio anterior".

En definitiva, este era el escenario religioso de “discrecional tolerancia social”, por el que iba a deambular en su último viaje, el cuerpo sin vida del marino practicante, vecino de nuestra ciudad. La viuda, tal vez por propia iniciativa, o quizá prevenida en vida por el que fuera hasta hacía unas horas antes su marido, decidió documentar los hechos que a continuación del cierre del féretro, pudieran desarrollarse, dando como resultado el texto que sigue: “Isabel Migueles Peldes, vecina de Algeciras, domiciliada en La Marina, viuda de Rafael Cintado, que con motivo del fallecimiento de su esposo que tuvo lugar en la tarde de ayer, se trataba como se trata, de dar sepultura a su cadáver en el Cementerio Civil de esta Ciudad, en razón a que el finado no profesaba la Religión Católica Apostólica Romana, por si en el trayecto que el cortejo fúnebre ha de recorrer, desde la casa mortuoria hasta dicho cementerio, ocurriera algún hecho digno de hacerse mención”.

Prosiguiendo el documento consultado: “En la repetida tarde y siendo las 5 y cuarto de ella, sacaron al cadáver de don Rafael Cintado con un numeroso acompañamiento, cuyo cortejo fúnebre recorrió las calles de la Marina, Pescadería, Plaza Baja, calle Real, Plaza Alta y calle Imperial al cementerio civil, á cuyas puertas llegó a las 6 menos cuarto”.

A diferencia del tradicional cortejo fúnebre católico, dado el contrario pensamiento del difunto, fue omitida la preceptiva y canónica presencia del cadáver en la Iglesia parroquial de la Palma; optando la procesión cívica, como bien especifica el texto, por una vía que si bien incluía a la céntrica Plaza Alta, el desfile -por lógica física y de pensamiento- tomaría por su lado de levante, dejando el poniente como escenario para los que profesaban la fe predominante.

(Continuará)

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