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La Isla de Algeciras (y IV)

Crónicas de la Isla de Algeciras

La Isla Verde fue ocupada y reforzada por fuerzas de la coalición anglo-hispano-portuguesa en 1810.

En esta época, la fortaleza concebida para dominar parte de la bahía pasó a tener otro cometido.

Frente sur de la isla. Las vigas indican el emplazamiento de la letrina del fuerte. A continuación, el fortín de hormigón Nº 290 que se excavó en su muralla durante la Segunda Guerra Mundial. / Erasmo Fenoy
Ángel Sáez Rodríguez - Director de 'Almoraima. Revista de estudios Campogibraltareños'

10 de abril 2020 - 04:00

Algeciras/Tras el reciente descubrimiento del pozo de Umm Hakim en la Isla Verde de Algeciras durante la intervención arqueológica de recuperación en el fuerte militar, Europa Sur reedita a lo largo de cuatro entregas un artículo del historiador Ángel Sáez publicado en la revista Almoraima en 2001.

La fortificación a partir del siglo XIX

Con el cambio de siglo, nuevas adversidades bélicas habrían de asolar el Campo de Gibraltar. España abandonaría la política filofrancesa practicada en las últimas décadas para oponerse a las pretensiones napoleónicas, no sin antes haber tenido ocasión los cañones de la Isla de las Palomas de cruzar sus fuegos con los buques de la escuadra inglesa de Saumare. El episodio, conocido como “Batalla de Algeciras”, tuvo lugar en julio de 1801, cuando los barcos del almirante francés Linois se acogieron a los fuertes españoles de la isla y de Santiago para eludir la persecución enemiga. La acción combinada de embarcaciones y piezas costeras, así como de las lanchas cañoneras del capitán Juan de Lodares, repelió la agresión británica y permitió la captura del navío Annibal.

La nueva coyuntura internacional que citábamos, obligó a los gobernantes españoles a alinearse junto a su tradicional enemigo, Gran Bretaña, para defender algunos rincones de la Península de la ocupación imperial. En este contexto se inscribe el conocido episodio de la destrucción de las fortificaciones costeras españolas por fuerzas británicas y portuguesas en 1810, con escasas excepciones, entre las que se cuenta la Isla de Algeciras. Su fortaleza, que había sido reforzado con obras provisionales en 1801, “montaba en el año de 1807 doce cañones de bronce de a 24, dos id. y otros de 18 de hierro y 4 morteros de 12 pulgadas”.

La isla, como la población e isla de Tarifa, no suponía un grave peligro a pesar de la proximidad de las fuerzas francesas por el dominio naval británico. La cercanía de la base de Gibraltar y la potencia de su armada garantizaban el control de las operaciones navales, de manera que la Isla Verde fue ocupada y reforzada por fuerzas de la coalición anglo-hispano-portuguesa en 1810. En esta época, la fortaleza concebida para dominar parte de la bahía pasó a tener otro cometido. Las baterías orientadas al este quedaron parcialmente arruinadas, mientras que los flancos oeste y norte, los que están orientados hacia tierra, fueron reforzados.

En concreto la “batería de San García” fue convertida en una amplia explanada, a la vez que se completaba el tambor defensivo de la puerta que, proyectado ochenta años atrás, nunca fue levantado por el Ejército Español. La nueva coyuntura bélica que había que atender propició la duplicación de la superficie del barracón principal, toda vez que debía albergar una dotación de infantería superior a la habitual para repeler cualquier agresión desde la costa algecireña, ocasionalmente en poder del ejército francés. También el ayuntamiento algecireño trasladó a la isla su archivo y objetos de valor en previsión de los estragos que pudiese ocasionar el enemigo, mientras que en octubre de 1811 serían los habitantes de la ciudad los que buscaron refugio en ella -a instancias del general español Ballesteros- ante la llegada de las fuerzas del general Godinot.

En 1810, su todavía eficaz defensa se confiaba a una fuerza de doce cañones de 24, dos de 18 de hierro y cuatro morteros de 12 pulgadas, organizada poco después en cinco baterías: una al norte, dos al oeste, una al sur y otra al este. Debía defender los fondeaderos y la población, al cruzar sus fuegos con las baterías de Santiago, la que había que construir en sustitución de la arrasada de San García y una nueva en la Torre del Espolón, de la Villa Vieja o de Don Rodrigo.

El “horno de reberbero para enrojecer balas” tan habitual en los fuertes costeros para atacar barcos, no aparece datado en el que nos ocupa hasta una fecha tan tardía como 1821. Entonces, la fortificación de la Isla de las Palomas se encontraba en muy mal estado tras su abandono por los aliados al finalizar la Guerra de la Independencia. Entonces requería reparaciones por valor de 122.900 reales, cifra difícil de satisfacer porque todo el interés que la zona concitó en el siglo XVIII se convirtió en olvido y despreocupación en el XIX. El deterioro del conjunto fortificado fue en aumento, pudiéndose constatar por el reconocimiento del estado de la defensa costera de 1823, que señala que “las murallas todas están inutilizadas”. Sólo tres años más tarde el presupuesto ascendía a 138.640 reales, “debiendo en realidad hacer toda nueva”.

En diciembre de 1825 se le desprendieron dos lienzos de murallas a causa de un temporal, síntoma inequívoco del escaso mantenimiento de la fortaleza. Bien por esta razón o por “los naturales deterioros, sin haverse ocurrido á su sostenimiento, como por algunos derrumbes causados por violentos temporales”, lo cierto es que el fuerte sufría un progresivo deterioro.

En diciembre de 1825 se le desprendieron dos lienzos de murallas a causa de un temporal, síntoma inequívoco del escaso mantenimiento de la fortaleza

En 1823 tuvo lugar el único episodio de la historia contemporánea en el que la isla acabó rindiéndose tras una batalla. El 13 de agosto de ese año, a punto de finalizar el trienio constitucional impuesto por el Ejército a Fernando VII, algunas tropas liberales copadas en Algeciras se refugiaron en el fuerte de la Isla Verde. Allí quedaron a salvo de las fuerzas absolutistas y francesas que ocuparon de inmediato la población, pero fueron atacados por una flota francesa -al parecer una fragata y una corbeta-. El duelo artillero se saldó con la entrega de los constitucionalistas, a costa de un muerto y un herido, aunque una bala naval perdida causó una masacre entre los algecireños que contemplaban la batalla.

Su defensa era, en 1826, de seis cañones de bronce de a 24, uno también de bronce de a 8, seis de a 7 de hierro, dos de a 8 de hierro y uno de a 6 del mismo material. Los siete morteros de su dotación se encontraban desmontados y eran, por tanto, inútiles. En ese año de 1826 disponía de tan sólo “24 soldados y un oficial de infantería,” lo que señala a su práctico abandono como enclave artillero. España había renunciado a ejercer el control de la bahía de Algeciras, posibilidad perdida de hecho tras los acontecimientos de 1810. Poco después, entre 1829 y 1830, se efectuaron reparos por 203.950 reales de vellón “con lo cual están hechas las necesarias reparaciones en los edificios que todos quedan de buen uso; y en el recinto se ha trabajado en las nuevas murallas de los frentes al N y E desde el arranque de sillares en la cantera, casas aviertas en piedra viva para cimientos, relleno de estos con los mismos sillares...”. Sin embargo, diez años más tarde sus murallas requerían de nuevo urgentes reparaciones, que fueron llevadas a cabo en 1845.

Plano de la plaza de Algeciras y sus contornos (1857). / SGE

Después, las novedades que en materia de artillería, fortificación y corazas de buques propició el tremendo desarrollo tecnológico del mundo de la Revolución Industrial obligó a replantear muchos de los principios que nacieron, al finalizar la Edad Media, con la eclosión de la fortificación permanente abaluartada. El dominio del tiro parabólico dejó desvalidas las baterías a cielo abierto, de manera que comenzaron a ser sustituidas por otras cubiertas. En 1829 se diseñó una nueva fortificación para la Isla de las Palomas de acuerdo con las nuevas tendencias. Iba a tener planta elíptica, salvo por la gola, que quedaría cerrada por un muro recto. El muro de la batería “a cielo cerrado”, terraplenado, debía forrarse de cantería. Su dotación, finalmente, constaría de veintiocho cañones y media docena de morteros, todos modernos. El proyecto, no obstante, no llegó ni siquiera a comenzarse, como también habría de ocurrir con los presentados en 1855 y en 1868. El primero, que ascendía a casi un millón de reales, contemplaba un reducto abovedado de piedra, ladrillo y hormigón, con dos cisternas y tres rastrillos para proteger su entrada. El segundo, un gran fuerte incluido dentro de la Propuesta del Cuerpo de Ingenieros para asegurar las costas del Mediterráneo. Durante todo el siglo XIX la preocupación de los responsables de la fortaleza se limitó a evitar su más absoluta ruina, parcheando ocasionalmente lo desperfectos que el paso del tiempo, las inclemencias meteorológicas y el embate de las olas iban ocasionando. A lo largo de la centuria encontramos algunas novedades sobre el proyecto base que en nada cambiaban el absoluto anquilosamiento del enclave. Señalemos las principales:

Tras el ensayo de las garitas de madera, se construye una de obra para los centinelas sobre el espaldón de la batería principal, en su extremo oriental. Los tratadistas de la fortificación moderna las consideran “indispensables a la buena defensa y a la composición de la fortaleza”. Ésta sigue el modelo neoclásico del siglo XVIII, compuesto por un cuerpo cilíndrico o linterna que se corona por una cúpula o chapitel. Disponía de aspilleras a tres ejes y puerta en el cuarto. Otra garita similar quedó situada sobre el primer rastrillo de la puerta de la fortaleza.

En el interior del tambor de la entrada del fuerte se construyó un cuerpo de guardia entre los rastrillos primero y segundo.

Sobre el extremo opuesto del espaldón se construyó un faro para guiar la aproximación de las embarcaciones al fondeadero de Algeciras.

Por fin se levanta una estancia para letrinas, aunque no en el emplazamiento previsto el siglo anterior. Quedará ubicada hacia la esquina sudoeste, junto al flanco derecho de la batería principal, con reservado para oficiales.

En el frente este del recinto se abrieron cuatro cañoneras -actualmente existentes-, con amplio derrame exterior.

Todas las baterías fueron dotadas de explanadas de losa que permitiesen el adecuado juego de la artillería, sin que quedase dificultada su entrada en posición por las irregularidades del terreno.

En el extremo sur del recinto se emplazaba un cañón giratorio, que podía actuar hacia la Punta del Rodeo o hacia el interior de la bahía.

Se levanta un tinglado para pertrechos junto al almacén de pólvora, en su cara meridional.

Anejo al tambor perimetral del polvorín, al norte, se construyó una pequeña estancia para las tareas propias de estos establecimientos (montar proyectiles, fabricar cartuchos...), aunque resultaba insuficiente por ser muy pequeño e incómodo para trabajar. También la defensa de este almacén era ineficaz, ya que en nada había variado desde su construcción en 1734, mientras que los disparos que podían dirigírsele eran ya mucho más eficaces.

También el espaldón que se construyera al este del almacén de pólvora fue reforzado. El muro de planta en “L” quedó cerrado por la parte del interior, formando un triángulo que quedó macizado con tierra y piedras.

Entrada al fuerte hacia 1930, todavía perfectamente conservada. / Archivo APBA

La cocina y el horno para enrojecer balas quedaron instalados en dos de las nuevas estancias que se construyeron en la ampliación del pabellón principal.

El faro de la Isla Verde se construyó en 1863, según proyecto de Jaime Font, quedando inaugurado al año siguiente. Al respecto, señala el Derrotero General del Mediterráneo en 1883:

“Se halla en la extremidad meridional de las fortificaciones y por 36º7'19'’ lat. N. y 0º46'8'’ long. E.: consiste en una torre blanca, redonda y de 9 m. de alto, con carácter de provisional mientras no se termine el malecón que se construye (...) que en buenas circunstancias puede avistarse a distancia de 9 millas.”

Al finalizar el siglo, Camilo Vallés propuso la fortificación y artillado de las costas del Campo de Gibraltar con modernos materiales y diseños. En su opinión, era inútil la conservación de la isla como enclave militar, proponiendo que “lo mejor fuera, tal vez, volar la isla”. Sólo cabría conservarlo demoliendo sus edificaciones, actualizándolas con obras subterráneas y renovando su artillería. Así exponía su estado en comparación con la base inglesa:

“Dentro de la bahía, a distancia próximamente de 1.100 metros de Algeciras, está la Isla Verde, fortificada y prevista de baterías. El material de artillería es el mismo que existía el año 1810 y anteriores, a saber: cañones lisos de 15 y 13 cm, obuses íd. de 21, morteros de 32, piezas totalmente ineficaces, habida cuenta de los grandes progresos realizados, lo mismo en artillería que en la construcción de buques acorazados; resultando que, dado el estado recíproco de los medios actuales de defensa de Gibraltar y Algeciras, mientras los proyectiles lanzados por los cañones de Gibraltar alcanzan más allá de Algeciras y atraviesan las corazas de mayor espesor de los costados de los buques o las cubiertas de éstos, los que podrían arrojarse desde el Fuerte de Santiago e Isla Verde no llegarían, con mucho, a la cuarta parte de distancia que separa Algeciras de Gibraltar y serían completamente inofensivas contra todo buque enemigo de medianas condiciones de resistencia”.

En el siglo XX, las grandes posibilidades portuarias de la zona ocasionaron que la Isla de Algeciras fuese contemplada desde una óptica diferente a la exclusivamente militar. Mientras se construía el muelle de Alfonso XIII, basado sobre la piedra de La Galera -que le confiere el nombre que se popularizó-, la posibilidad de utilizar la isla como apoyo a diques de abrigo comenzó a abrirse paso en los planes de la junta de Obras del Puerto. Inicialmente se levantaron algunos talleres entre los restos de la fortificación y, en 1926, quedó unida a la costa por un puente. Por él pudieron transitar los trenes de vagonetas que participaron en las obras del dique norte del puerto algecireño, que no quedaría culminado hasta 1932.

En la isla se construyó un varadero, aún existente, adosado al frente oeste de la vieja fortaleza. Las edificaciones parásitas han menudeado desde entonces, especialmente en las construcciones relacionadas con el faro y en los talleres conformados en torno al pabellón de la tropa. Las instalaciones de Campsa se encuentran al norte de la isla, sobre una zona de rellenos, sin que afecten de manera alguna al fuerte. A pesar de su absoluto abandono desde hace cien años y de la reutilización de su solar, se conserva en cierta medida su recinto, cañoneras y otros elementos, lo que posibilita la recuperación de este emblemático enclave defensivo, pieza fundamental de la historia de Algeciras y de su bahía.

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