El Murillo, la luz y los maestros barberos
Campo Chico
Uno de los maestros barberos, Luque, ha estado activo hasta no hace mucho en los Callejones
La Conferencia de 1906 se convocó para evitar una tragedia que sólo pudo retrasar
Armiñán, Patricio y el barranco de la Escalerilla
Por el Secano y el Hotel Garrido
Tanto Manuel Patricio Ragel como Alberto Pérez de Vargas Romo, pioneros de la producción (fabricación se decía entonces) de energía para el alumbrado público, terminaron arruinados. El primero en Algeciras y el segundo en el flanco sur de la serranía de Ronda. Corrían los años treinta y aunque no eran las únicas causas de esos efectos, iban imponiéndose las nuevas formas derivadas de los avances tecnológicos. Andalucía estaba perdiendo la carrera de la industrialización y se anclaba progresivamente en la dependencia que todavía arrastra. Patricio, además, no se había recuperado del incendio, en 1912, de una de sus propiedades más conocidas, el Teatro Variedades, que no estaba protegido por seguro alguno y fue el primero en su género en la ciudad, como primera fue su fábrica de luz en el Murillo. El local estaba adosado al lado oeste del parque, donde estaría mucho después el edificio de los sindicatos verticales y ahora están los de clase, UGT y CC.OO.
Enfrente del teatro destacaba, en el esquinazo de la calle Ancha, el histórico Café Piñero. Uno de los antecedentes de los cafés cantantes, en el que se formaría el Trío Los Gaditanos, pioneros del cante flamenco en comandita. La iniciativa fue de Florencio Ruiz Lara Flores y estuvo compuesto por él, Chiquetete (padre de Isabel Pantoja) y Manuel Molina (padre de Manuel, el de Lole) que era el guitarrista, los tres naturales de Algeciras. Los fines de semana en los que el levante y la lluvia lo permitían, en ese lugar extremo norte de la ciudad, donde empezaba la calle Ancha y el Paseo del Calvario conducía desde el cuartel de Infantería hasta la Plaza de Toros de la Perseverancia, se concentraba el gentío; como en verano. Años después de desaparecer el teatro, el día 12 de junio, a poco de terminar la Feria, el Piñero instalaba en el solar, una terraza de verano, imitando a las casetas de feria, en las que actuaban artistas, por lo general, de poca fortuna.
Alberto emigró desde Casares a Algeciras con su esposa y su numerosa prole formada por seis hijos, tres hombres y tres mujeres. Muy deteriorado, a pesar de sus poco más de cincuenta años, murió pronto, y su familia quedó, en la práctica, a cargo del primogénito, Ignacio, que gracias a su amigo, Héctor Pelegrín, y a sus conocimientos como administrador de la fábrica de luz de su padre, había conseguido un puesto de contable en La Corchera Española. Sus hermanos, Alberto y Juan Jesús, el primero de ellos, padre del conocido pintor Vargas (Alberto PdV Saldaña) se colocarían más tarde, en los arsenales militares de Gibraltar. Con el tiempo, Ignacio acabaría siendo un conocido empresario de hostelería. A Manuel Patricio no le rodaban bien las cosas y aún así amplió y transformó su fábrica de luz, cuya inmensa chimenea sobresalía sobre una ciudad de casas bajas, en una fábrica de hielo. La recuperación no llegó y nuestro hombre murió arruinado en 1933. Las fincas fueron embargadas a los herederos y las adquirió en subasta José Roldán Hernández, tal vez pariente del primer estanquero que hubo en Algeciras, José Roldán Jiménez, que fundó la Expendeduría Nº 1, en 1939, en el flanco este de la Plaza Alta, donde se construiría el edificio Plaza Alta.
El estanco de José, que hacía esquina con la callejuela por la que se accedía a los altos del barranco del Murillo, y la barbería de Manuel; el padre, o quizás el tío, de Palmita, una de las vecinas, aunque mayor que nosotros, más jóvenes del Callejón de las Viudas; flanqueaban a la derecha, el cuartel de la Policía Armada y completaban ese frente hasta la esquina de la callejuela por la que se accedía a los altos del barranco. El cuartel estaba al mando del capitán Cuesta, padre de uno de nuestros compañeros del Instituto, lo que nos permitía satisfacer nuestra curiosidad accediendo al pequeño habitáculo de la entrada y, como entonces era la policía la que se ocupaba del tráfico de carreteras, siempre había grandes motos en sus proximidades. Delante del cuartel una parada de taxis concentraba muchos de ellos junto a la base de mampostería sobre la que estuvo la vieja fuente de agua potable.
En los años cuarenta no estaba todavía garantizada la disponibilidad de agua en las viviendas. Muchas de éstas no tenían agua corriente y cuando ya la red de abastecimiento estuvo razonablemente dispuesta, se producían restricciones. En mi infancia, en mi casa del número 10 de la calle Real, se instaló en el portón un grifo al que acudían los vecinos con sus cántaros. La circulación del agua adolecía de potencia suficiente para llegar a los pisos. Cuando se demolieron los edificios del lado este de la Plaza Alta para construir el actual que lleva el nombre de ese querido espacio urbano, una panorámica insólita se abrió a los ojos de los viandantes. Podía contemplarse en todo su esplendor, la Bahía, no ya sin grúas sino incluso sin obstáculos de ninguna clase, desde el corazón mismo de la ciudad.
El callejoncillo que, rodeando a la Taurina, una taberna adosada a la capilla de Europa, conducía al barranco y permitía el acceso al callejón del Muro, llevaba hasta las fábricas de sifones y gaseosas, de luz y de hielo, desde las que principiaba la bajada paralela a la de la calle Real. Ésta y el callejón del Muro eran representativos de la sociedad algecireña que se fue forjando a lo largo del siglo XVIII. La primera, entre las vías más antiguas de la Algeciras que se empezaba a hacer en los mil setecientos, tras la depredación de Gibraltar, acogía a parte de la pequeña burguesía y a algunas oficinas y entidades ligadas a actividades aduaneras y marítimas. La otra era una calle popular de casas modestas habitadas por trabajadores de la mar. En el Ojo del Muelle, que iba desde la calle Real a la orilla, terminaba la cuesta del callejón cuyas casas disponían sus ventanas hacia el horizonte. A su término se situó en los años cuarenta el formidable chalet de Tabacalera. Precisamente a esta entidad, salvaguarda de los intereses españoles ligados a la producción y protección de la industria tabaquera (pública), llegó destinado en la posguerra quien fue uno de nuestros mejores alcaldes, Ángel Silva Cernuda, y con él su hermano Juan que regentaría la Imprenta Silva, una de las pioneras de la nueva época. Para entonces ya estaba la muy antigua Imprenta Roca, que desde su emplazamiento en la calle General Castaños, frente a la embocadura del callejón del Ritz, fue una de las imprentas taurinas más importantes de España.
Ignacio el de Los Rosales era cliente tanto de Roldan como de Manuel, porque, fumador de picadura, alternaba el Jorge Russo de Gibraltar, muy recurrido en el ramo, con los Ideales y porque acudía a cortarse el pelo regularmente. Pero cuando se ponía en manos del maestro Manuel, un hombre serio e introvertido donde los hubiere, le pagaba –como él decía– tres pelaos, el suyo, el de mi hermano y el mío. No interrumpió esta costumbre cuando yo me fui a estudiar fuera y al volver de vacaciones en Navidad, semana santa o verano, me advertía de los pelaos que estaban por amortizar. Ni que decir tiene que no los amortizaba todos, pero eso suponía obligarme, sin remisión, a cumplir con algunos de ellos y así mantenerme presentable en todo momento. Uno de aquellos maestros barberos, Luque, aprendiz entonces, ha estado activo hasta hace no muchos años en su barbería de los Callejones. La pared, de color verde intenso, acotaba un habitáculo que desafiaba el sentido del equilibrio físico y la estabilidad estructural. En ella se tenía la sensación de estar siendo testigo de un terremoto, las grietas vivas y palpables, de por lo menos 4 o 5 en la escala de Richter. Luque vivía con su mujer en una pieza contigua al salón, dentro de la misma casa, a la que se accedía desde aquel a través de una cortina deshilachada acorde con el ambiente. Era algo digno de ver y es una pena que en el afán restauratorio de esta Corporación de ahora, aquel monumento a la inestabilidad se haya convertido en algo que pasa desapercibido.
El maestro barbero Juan González Olmedo tenía también, como Manolo, su salón en la Plaza Alta, en los bajos de la casa que compartían los Pérez Espá con los Lizaur, y ocupaba el edifico en el que estuvo Radio Algeciras, frente al quiosco de Rosa, antes de su actual emplazamiento. Juan fue alcalde de la ciudad por un breve período de tiempo, en los años 1919 y 1920. Pasó por ser un buen administrador de la cosa pública, si bien las reseñas que se tienen de él se refieren a su salida del cargo, lo cual las hacen poco significativas. En la barbería le sucedió su hijo, popularmente conocido por Juanito, muy querido en la ciudad, y en la Alcaldía, Juan Guerra Ríos, procurador, que fue alcalde en dos ocasiones en el mismo año. Entre 1914 y 1922, año del golpe de Estado incruento del general Primo de Rivera, ocuparon la Alcaldía ocho alcaldes, desempeñando una función más administrativa que política. Mientras tanto el mundo soportaba la gran guerra de 1914, que dejaría más de diez millones de muertos repartidos, sobre todo, por la insolidaria Europa de entonces. Precisamente, la Conferencia Internacional de Algeciras, de 1906, se convocó con la declarada intención de repartirse el Magreb y la oculta de evitar una tragedia que sólo consiguió retrasar.
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