La Bajadilla: frágil tregua donde la ley llega tarde
Entre calles sucias y miradas esquivas, el barrio mantiene sus propias reglas, como un salvaje Oeste donde la normalidad apenas comienza a hacerse notar tras las últimas detenciones de la Policía Nacional
Tiroteos en La Bajadilla, "guerra abierta" por el control de la droga en el corazón de Algeciras
Algeciras/La mañana de sábado en la barriada algecireña de La Bajadilla se desliza con la misma pesadez que el polvo que cubre las calles, donde hace tiempo que no pasa un barrendero y las huellas de la desidia marcan las aceras. Entre los recovecos de sus callejuelas, los ojos de los vecinos, como el barman del saloon de Tombstone en aquella vieja película de John Ford, lo dicen todo sin decir nada. No hay espacio para las confidencias; en la zona más alta de la barriada algecireña, los rostros se bajan al cruzarse con un desconocido y las palabras se evitan. A veces, incluso los portones se cierran al paso de una sombra ajena.
En la zona más alta de la barriada algecireña, los rostros se bajan al cruzarse con un desconocido y las palabras se evitan
Cerro arriba, un anciano se detiene. Antiguo obrero, el único que parece dispuesto a hablar, con la advertencia contenida en su voz y una mirada que busca posibles testigos. “Desde las últimas redadas de la Policía Nacional, hay menos meneo por aquí”, dice, mientras señala con un ademán de su mano las esquinas desmoronadas. Su testimonio es valioso, cuenta una historia de tensiones que aún se palpan en el aire: “Solo falta que trinquen a los del otro clan, que siguen sueltos. A menos que haya pronto nuevas actuaciones, se expandirán como malas hierbas. Como esas que ves en los solares abandonados”.
Cada frase tiene la firmeza de los años vividos. “Si vas a subir, llega hasta la calle Teruel o la calle Huesca, pero ten cuidado, no preguntes mucho”, aconseja. Señala, sin decirlo, las amenazas invisibles que pesan en el ambiente. “Ya habéis contado todo en los periódicos: el clan rival quemó un coche del otro, hubo denuncias, una pequeña investigación y después vinieron las detenciones. Han encerrado al patriarca, a su madre y a su mujer. Han desmantelado casas de los secuaces donde vendían droga, sobre todo en la de un yonqui al que tenían coaccionado. No sé si queda algún dinero por ahí escondido. Pero tú no te metas en berenjenales”, remata con un leve susurro, como si sus palabras pudieran despertar algo en las sombras.
“Solo falta que trinquen a los del otro clan, que siguen sueltos. A menos que haya pronto nuevas actuaciones, se expandirán como malas hierbas”
En la calle Santander, dos agentes de la Policía Local multan a un coche que prácticamente corta la vía. Son nuevos en Algeciras y aún memorizan rostros. Evitan patrullar en moto, mejor en coche: aquí arriba, desde las azoteas, les pueden tirar piedras u otros objetos. Mientras hablan, un gato flaco se asoma a una ventana y maúlla desesperadamente, como un espía alertando desde su puesto.
La barriada tiene ese aspecto de abandono que se convierte en costumbre: las aceras sucias y descuidadas, los plásticos atorados en los portones y el eco de un silencio que late con fuerza. La Navidad, sin embargo, empieza a notarse tímidamente. Al lado de la iglesia de Santa María Micaela, un puesto de flores ofrece sus primeros pascuelos; en la panadería, los boniatos y panetones sugieren un resquicio de fiesta, aunque la temperatura fuera es tan suave que parece un espejismo de primavera.
El lejano Oeste de Algeciras
Calle arriba, el cerro sigue en pie, un reducto donde la desconfianza es moneda de cambio. Las redadas han aliviado la tensión en parte, pero como las palabras que el anciano deja entrever, cada paso en La Bajadilla sigue siendo un eco de sus propias reglas, a pesar de que el cerco de la ley ha llegado por fin, como el sheriff al viejo Oeste, pero con un retraso que en esta barriada parece eterno. Aquí, al oeste del centro de Algeciras, las calles se habían transformado en un escenario de cuentas pendientes, donde la droga y la extorsión gobernaban, y donde la violencia era la única ley que se respetaba.
Cada paso en La Bajadilla sigue siendo un eco de sus propias reglas, a pesar de que el cerco de la ley ha llegado por fin, como el sheriff al viejo Oeste
La operación Ramad, en su primera fase, fue como el primer golpe seco de una puerta que se abre de par en par. Diez detenidos. Siete de ellos duermen ahora en Botafuegos y sus nombres se murmuran entre los vecinos que, al pasar junto a las casas clausuradas, cruzan rápido la calle. Para quienes han visto el clan actuar, el fin de esta organización es un alivio, aunque la sombra de su control persista. Durante meses, sus líderes manejaron sus negocios ilícitos como un reloj suizo, al estilo de las mejores empresas, con turnos, controles y una estricta cadena de mando. Pero la sombra del incendio en septiembre, cuando prendieron fuego a la vivienda de un clan rival con cuatro menores dentro, atrajo la atención definitiva de la Policía Nacional.
Como en la novela de Oakley Hall, Warlock, que viene a la mente al recorrer La Bajadilla, los rostros de los hombres en la entrada del bar La Bahía relucen bajo el pálido resplandor de los cigarrillos. Son hombres de manos curtidas, los que aún trabajan, mezclados con los que la vida dejó atrás, apoyados en las fachadas desconchadas, donde antaño los mineros y vaqueros aguardaban en el lejano Oeste. Aquí y ahora, los "minerales" son otros, y el negocio, mucho menos visible.
La Bajadilla ha sido testigo de un fuego cruzado que no cesa, un ajuste de cuentas silencioso pero constante. Desde el cerro, el clan desarticulado manejaba sus puntos de venta como auténticos “supermercados” de droga, disponibles las veinticuatro horas, cada vivienda con una función específica: un almacén para la mercancía, una oficina para el efectivo y otras dedicadas a la entrega al comprador. La policía describe el control férreo de los implicados, cuyas funciones rotaban de casa en casa y de rol en rol, en un juego que, al cambiar constantemente, complicaba la persecución de sus responsables.
La segunda fase de la operación, Feriante, arrasó con el último de estos puntos negros, cerrando seis casas convertidas en almacenes y despachos de la banda. Dentro, el botín: 150 gramos de heroína de alta pureza, lista para ser cortada; 18.000 euros en efectivo y un arsenal de armas blancas y de fuego que congelan el aliento de cualquier testigo. Para muchos, el registro final trajo un atisbo de tregua en una barriada a la deriva, donde las noches se llenan de rumores y, cada tanto, de un estallido sordo que corta la tranquilidad de quienes viven en estas calles empinadas.
Los vecinos de La Bajadilla sienten que el peso de la ley llega tarde, siempre demasiado tarde.
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