Barrios, barriadas y distritos (III)
El hospital se construyó en parte por una colecta entre la gente y los caudales de algunos ricos prohombres
Aquel lugar sería popularmente conocido por “La Caridad”, y también por “donde la posada de San Antonio”
Barrios, barriadas y distritos (I)
Barrios, barriadas y distritos (II)
Algeciras/Como quiera que Algeciras fuera diseñada por un ingeniero militar, Jorge Próspero de Verboom, de gran prestigio y autoridad, su primitivo trazado urbano tiene todas las connotaciones de adaptación del terreno a un uso fácil y práctico. La cota de la Plaza Alta es de 26 m sobre el nivel del mar y la de la Plaza Baja de 13 m. Verboom dispuso el entramado urbano, de modo que se desarrollara paralelamente al litoral entre las dos plazas, adoptando el eje de la calle Carretas, hoy General Castaños, como divisorio de sus asentamientos.
Las calles perpendiculares son cuestas que conducen desde ese eje al río que separa, en la historiografía, a las Algeciras. En la cara norte de la falsa fuente del centro de la Plaza Alta, hay una loseta que señala que esa meseta está a 17 m de altura sobre el nivel del mar en Alicante que es la referencia oficial. Las sucesivas reformas, algunas de lo más pintoresco, a que se ha sometido el centro del recinto han terminado por ocultar la leyenda que tal vez permanezca en el subsuelo.
Cuando aquellas brillantes promociones del Instituto egresadas en los años cincuenta, uno de nuestros condiscípulos, Payá, que tal vez gozaba de proximidad con los próceres municipales, se fue a estudiar la carrera de Perito Industrial a Sevilla. Las carreras técnicas medias eran muy requeridas a pesar de su dificultad; pero la duración de sus planes de estudio era de tres años y bastaba con el bachiller elemental que se completaba a los catorce o quince. Solo los muy buenos estudiantes las hacían en tres años pero, en cualquier caso, se acababan con vistas de empleo inmediato, mucho antes que las de aquellos que pusimos el ojo en las carreras llamadas entonces, superiores: cinco, seis o siete años tras el bachiller superior y el curso preuniversitario. Se acababa, en el mejor de los casos, a los ventialgo de años.
Pues a nuestro amigo Payá se le encargó, en un primer proyecto profesional, la remodelación de la “fuente” de la Plaza Alta, que tal era entonces porque las ranas eran surtidores de agua que supongo circularía en circuito cerrado. A Payá se le fue la mano en el intento de colorear los surtidores multiplicándolos hasta una cantidad que no puedo recordar por su magnitud. El caso es que aquello se convirtió en algo horrible, con tubos por todas partes y colores que recordaban a un puticlub de carretera. Se desmontó pronto y creo que, quizás como castigo, nunca más tuvo agua. Muchos años más tarde, otra remodelación sustituyó las ranitas del borde de la fuente por una especie de sapos.
No sé si fue en tiempos del buen alcalde Francisco Esteban Bautista, porque en la ciudadanía se decía que las ranitas se las había quedado el corregidor. Pero me consta que aquello fue un bulo sin fundamento alguno de esos que forman parte de las gracietas de mal gusto que corren de boca en boca. Nuestro admirado Paco Esteban, eso sí, se compró un piso en la esquina norte de la planta superior del recién construido en su tiempo, edifico Plaza Alta, con una espléndida vista hacia el interior del recinto, que luego vendió a Emilio Morón Ríos, marino mercante y nieto de Don Ventura, para irse a un lugar tranquilo de las afueras, a Guadacorte. A Emilio se le conocía por Lilí, tuve largas y muy interesantes conversaciones con él algún que otro verano en El Rinconcillo, sobre su periplo de embarcado durante meses. Se fue a Málaga. Pero no desapareció como ocurriría con Payá u otros que, al igual que no pocos, no volvieron ni siquiera de visita.
Payá vivía con su hermana Maria del Carmen, que estudió Medicina, y con sus padres precisamente en la casa actual de La Alicantina, un negocio camino ya de convertirse en lo que hoy es: una de las mejores heladerías, bombonerías y de surtidos de confitería de toda Andalucía. No recuerdo su nombre de pila, puede que fuera José Luis, pero tengo la impresión de que su familia no tenía nada que ver con los Payá que gerenciaron durante muchos años el Teatro Florida. Estos vivían en el edifico que desde el callejón Santa María, por donde se accedía a las viviendas, envolvía en la Plaza, a las oficinas del Banco Hispano Americano, que junto al Español de Crédito, en la Plaza Alta, constituían las referencias bancarias de la época. De Plaza Alta a Plaza Baja, los lugares en torno a los que se iba trazando el entramado viario del centro histórico. La esquina de ese edifico con la calle Real tenía en la azotea dos macizos ornamentales, uno de los que, el más al norte, presentaba una considerable hendidura visible desde el balcón de mi casa. Isabelita Luque me dijo una vez que se debía a un proyectil del Jaime I, uno de los buques de guerra que permanecieron leales a la República, que bombardeó repetidas veces a Algeciras en el verano de 1936; donde, por cierto, la contienda había pasado de largo, salvo en la represión que, desgraciadamente, sufrieron una buena cantidad de sus ciudadanos.
Los callejones y las calles que desde la Plaza constituyen los aledaños de la zona de influencia portuaria, son una unidad urbana integrada en el casco de la mal llamada Villa Nueva. Más al norte, también se incluye en el pretendido Barrio de la Caridad, a toda esa banda que desde General Castaños y hasta el Secano, constituye un polígono anejo a la mismísima Plaza Alta; es elemental que esa franja, en la que está la Capilla de Europa, no puede asociarse a un barrio; como lo son, por ejemplo, el Hotel Garrido, la Bajadilla, la Juliana o Pajarete.
En una ocasión me crucé en la Plaza con una concejala que se incorporó ya mayorcita a la vecindad algecireña. Mujer culta, de buen saber y de buen estar, pero ya en la parte alta de la juventud, rozando la madurez. No sé cómo surgió la alusión al pretendido Barrio de la Caridad, irreconocible en la toponimia tradicional. Le dije: "¡Pero mujer, cómo puedes decirme a mí, que he nacido a unos cuantos metros de aquí, en el casco histórico, en la arteria principal de la ciudad desde su trazado inicial de hace más de tres siglos, que ahora esto es un barrio y que se llama como si fuera el resultado de una cuestación!". Y ella me contestó, así, sin más y como el que le parece evidente lo que dice, que estaba “documentado”. Me dejó casi sin aliento y me encomendé a los clásicos en una cavilación que duró unos cuantos días. ¡Documentado! ¿Dios, qué me he perdido? Alguien más, también de la élite política municipal, unos días después y en un debatir entre él y yo, sobre el mismo objeto, me habló de un viejo libro del que nada pudo precisar, en el que se hablaba de ello y eso iluminó la oscuridad en la que me había sumido la gentil concejala a la que conocí en Madrid bastante antes de que se instalara en Algeciras.
Recordé, gracias al decir del segundo de mis interlocutores, que allá en los años ochenta, la Diputación publicó una serie de libros titulada Los pueblos de la provincia de Cádiz y uno de ellos, dedicado a Algeciras, lo tenía entre los míos, ya bastante dejado, en los anaqueles de mi bien dotada biblioteca. La imagen de la cubierta era el portalón y frontispicio con la leyenda “La Caridad me hizo”, de la capilla de San Antón que lo fuera del Hospital Civil, cuando aquello de la trascendencia importaba al personal. Como es sabido, el edifico se construyó en parte por una colecta entre la gente y los caudales y gestiones de algunos ricos prohombres civiles y clérigos. El tinglado hizo que aquella obra fuera llamada en adelante “La Caridad”. El nombre se aplicaba también a la zona inmediata circundante, aunque en ocasiones al mismo lugar se le aludía diciendo “donde la posada de San Antonio” que ocupaba todo el frente de la embocadura del Secano o “frente al hospital, donde el Coñac Oxigenado”. No lejos estaba la tienda de los Acevedo, muy frecuentada en la época, y el Colegio de Monjas que tanto ha aportado a Algeciras.
El edificio, parece que vacío y a la espera de alguna actuación pública o privada, con una espléndida fachada de cerámica blanca, que rodea la esquina de la calle Tarifa con la de la Alameda o Cayetano del Toro, tiene su historia porque allá en tiempos de los últimos alcaldes preconstitucionales, fue habitado por concejales de postín como Diego Corral o Joaquín García Rovira el Pichirichi, cuando era conductor del Ayuntamiento el inolvidable Rafael Falele, hombre servicial y amable donde los hubiere. Pero es que también fue el edifico en el que nació, sin que ninguna placa lo recuerde, José Alberto Gonzalo Platero, un oftalmólogo eminente, de una familia modesta, que alcanzó el grado de doctor en la prestigiosa Facultad de Medicina de la Universidad de Ginebra, en Suiza. Alberto Platero, que era como le llamábamos sus compis del Instituto, podía ser comparado sin reservas a quien tuvo gran ascendencia sobre él y sobre todos sus condiscípulos, don Rafael Power Alesson que había nacido en Aparrí (o Aparri), una importante población filipina, costera, situada al norte de la isla de Luzón, en el valle de Cagayán, en cuyo flanco suroriental está la capital Manila. Don Rafael nació el día 2 de septiembre de 1886, cuando el dominio español en Filipinas estaba extinguiéndose, y sería nombrado en 1931, en una España revuelta a la que pronto llegaría la tragedia, director del Hospital Militar de la calle Convento.
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