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'El bibliotecario de Medina Azahara', el templo del saber de Al-Andalus que destruyó Almanzor

Novedad editorial

El doctor en Historia Medieval Antonio Torremocha narra en su última novela la historia Jalid ben Idris y cómo la intransigencia terminó con la Gran Biblioteca de Córdoba

El algecireño presenta este viernes la obra en el Centro Documental José Luis Cano

Antonio Torremocha, con un ejemplar de su novela. / Jorge Del Águila

Hubo un tiempo en el que todo el conocimiento de la humanidad se concentró en una biblioteca única levantada por hombres sabios en un pabellón del Alcázar de Córdoba. Pero ese gran faro del saber que iluminaba todo el mundo conocido, de Oriente a Occidente, se apagó cuando posó su mirada en él un fanático intransigente, cada vez con más poder, de nombre Almanzor. Y muchas de las obras más importantes del época acabaron consumidas entre llamas en una plaza cordobesa, mientras que las personas que las custodiaban y cuidaban fueron torturadas y muertas o, en el mejor de los casos, huidas.

La historia de estos hombres y mujeres que sufrieron y se enfrentaron a la intolerancia, encarnada por el militar de origen yemení nacido en algún lugar entre Algeciras y Guadiaro, es la que ha inspirado a Antonio Torremocha Silva su última novela, El bibliotecario de Medina Azahara (editorial Almuzara, 2022), una obra que se desarrolla en el siglo X pero trata temas de tanta actualidad como el Big Data y la cultura de la cancelación. Torremocha presenta el libro este viernes (19:00 en el Centro Documental José Luis Cano) como cierre de una tetralogía dedicada a la Edad Media (el autor es doctor en Historia Medieval) de la que forman parte La cruz de Belisario, La venganza del rey bastardo y La cautiva de la Alhambra.

El bibliotecario de Medina Azahara es Jalid ben Idris, al que Torremocha sitúa en sus últimos días, cuando comienza a escribir su autobiografía, que le lleva a recordar los años en los que fue director de la Gran Biblioteca de Córdoba. El inteligente de al-Andalus pertenecía a una ilustre familia de copistas y traductores y había sido estudiante de humanidades en la madrasa kabira de la capital de Califato. Tenía su taller de traducción de obras latinas cuando, en el año 962, el califa al-Hakam II le encargó que dirigiera la biblioteca que él mismo había fundado con los libros heredados de su padre, Abderramán III, primer califa omeya de Córdoba. Se encontraba en uno de los pabellones que habían formado parte del Alcázar emiral, abandonado desde que Abderramán III se trasladó a la fastuosa ciudad palatina de Medina Azahara. Con él se llevó el Gobierno y todas las administraciones.

Jalid ben Idris no estaba solo. Le acompañaban Talid al-Qurubí, un eunuco de vasta cultura que se convirtió en el conservador, y Ludna y Fátima, dos esclavas cristianas manumitidas que destacaban como copistas, traductoras y restauradoras de libros. El apoyo de al-Hakam II permitió a este equipo reunir, catalogar, restaurar y traducir al árabe la mayoría de las grandes obras de esa y anteriores épocas, libros y antiguos códices que adquirían a través de una red de agentes literarios que se extendía por Bagdad, Basora, Damasco o Constantinopla.

El doctor en Historia Medieval Antonio Torremocha. / Jorge del Águila

Este trabajo logró reunir 190.000 volúmenes sobre filosofía, historia, astronomía, medicina y ciencia, muchos de ellos escritos por sabios de las antiguas Grecia y Roma. Allí se podían encontrar De materia médica de Dioscórides (sobre los remedios medicinales) o El árbol de la ciencia, del zaragozano al-Ḥimār as-Saraqustí. La biblioteca atraía a Córdoba a intelectuales de todo al-Andalus, del norte de África, de las grandes capitales del imperio de los abasíes, de la Persia samánida y de los reinos cristianos del norte, incluyendo el Sacro Imperio Romano-Germánico.

Pero el inteligente, ilustrado, sensible y piadoso al-Hakam II murió y dejó el poder a su hijo, Hisham II, que tenía 10 años y se convirtió en una marioneta del gran chambelán, Muhammad ben Abi Amir, al que sus éxitos militares le habían dado el apodo de El victorioso: Almanzor. El chambelán, con la complicidad de la madre del califa, Subh, abrió los oídos a los ulemas más radicales, que combatían los libros antiguos porque los consideraban contrarios a la sharia. Jalid ben Idris quiso impedir que se sacaran sus queridas obras de la gran biblioteca. Pidió a Talid al-Qurubi que oculatara los catálogos para que los fundamentalistas no pudieran localizar las obras que consideraban heréticas y quemarlas como pretendían. al-Qurubi fue torturado y asesinado. No abrió la boca. Ludna y Fátima lograron escapar. Jalid ben Idris, acusado de herejía y de ser un enemigo del Estado, fue condenado a muerte. Antes de ser encarcelado fue advertido por unos alfaquíes moderados y huyó, a los 68 años, a El Cairo, donde el califa Abu Mansur Nizar al-Aziz lo nombró director de la Casa de la Sabiduría. Y allí lo encontró Antonio Torremocha para contar su historia y la de aquellos días en los que todo el saber del mundo se reunió en Al-Andalus, en Córdoba, antes de que la intransigencia religiosa provocara una huida de película.

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