El Capi, Lavaíto, Cojollero y gente buena
Campo Chico
Tengo por aquí su historia de Lavaíto y Cojollero, dos toritos hermanos de padre, e hijos de Lavaíta
Diego Rodríguez Mateos nació en la Villa Vieja, cerca de Casa Miguel, un establecimiento legendario
La prosperidad compartida y el sexo de los ángeles
Algeciras/Hace ya bastantes años –de todo hace ya bastantes años– en uno de los viajes que hice a Ceuta, a la vuelta se levantó un temporal de aquí te espero. No saldría ningún barco, se comentaba por los aledaños del puerto. No obstante, alguien susurró que había uno que saldría, el que mandaba El Capi. Me contaron que era un capitán de la marina mercante, nativo de Algeciras, pequeño y menudo pero más valiente que el Guerrero del Antifaz y el Cachorro juntos.
Uno de esos tíos –me sopló un hombre mayor que estaba a mi lado– al que uno le gustaría tener como amigo, espléndido, cercano y con un corazón grande. Conseguí un billete y durante la travesía, ya anochecido, comprendí lo que sentirían los arponeros del Pequod en los mejores momentos del capitán Ahab persiguiendo a aquel cachalote inmenso llamado Moby Dick. En el salón que compartíamos los pasajeros todo lo que no estaba sujeto se desplazaba caprichosamente acompañando al balanceo. Por las ventanas esmeriladas por el agua se veían luces lejanas que aparecían y desaparecían como si tal cosa. No éramos muchos y todos estábamos asustados, mirándonos y esperando que algún tripulante apareciera con cara de esas de no pasar nada. Cuando llegamos a Algeciras se nos hizo presente el papa Juan Pablo II besando el suelo.
Mucho tiempo después de aquella penosa travesía del Estrecho, en El Rocío, hice por encontrarme con la gente de las hermandades de La Línea y de Algeciras. En su día, cuando aquello de las Uvas de la Ser, conocí a don Emilio de Villar, gran hombre, uno de los fundadores de la Hermandad de La Línea de la Concepción y el primero en ser su Hermano Mayor. La Hermandad linense es la pionera en la advocación mariana de las marismas en el Campo de Gibraltar. Se fundó por estas fechas, en junio del año 1975. El antecedente próximo del feliz acontecimiento es la Peña Rociera Linense, constituida tres años antes, y el antecedente lejano, la iniciativa de un grupo de paisanos, que en 1936 se hicieron de la Hermandad del Rocío de Triana cuya antigüedad se remonta a 1813.
Don Emilio era suegro de Emilio Lledó López, alcalde de Algeciras entre 1971 y 1976. Lili, su esposa, una mujer de gran belleza y elegancia, es hija de don Emilio. A la familia Lledó, que mantiene vivas sus raíces, perteneció el sacerdote dominico de la Orden de Predicadores, Fray Carlos, una persona cuya profunda espiritualidad permaneció vigorosa hasta su fallecimiento en diciembre de 2020.
Sus Vía Crucis urbanos eran memorables. Para una de las Estaciones utilizaba el balcón de los Méndez, en el patio de vecinos de la calle José Antonio, cuya entrada se enfrentaba a la embocadura de General Castaños. Era un cruce muy popular, que permitía la visión del balcón desde el fondo y desde los laterales. Una conífera en el patio, hermana de la del Hotel Bahía, en el Rinconcillo, añadía solemnidad al acto.
Ramón Méndez era funcionario municipal y fue representante de la casa Domecq, en la época dorada de Los Rosales; el bar que durante algunos años fue el primero en ventas de vino de Jerez en España. Al catavino se le sacaba brillo y el marisco, vivo, se cocía en agua de mar. Los padres de Ramón tuvieron una mantequería en el magnífico edificio en el que luego estuvo el Banco Español de Crédito, en la Plaza Alta, en cuyos bajos parece que se va a instalar una churrería, franquicia de la marca malagueña, Tejeringo’s Coffee.
En esa casa vivió la Srta. Nieves (Nieves Gómez Terrón), la (temida) profesora de matemáticas de las primeras décadas de funcionamiento del histórico edificio del Calvario, y el alcalde Rafael López Correa, militar de profesión, que presidió la Corporación a lo largo de trece años, entre 1956 y 1969. El alcalde Correa sucedió a Ángel Silva Cernuda, que lo era desde diciembre de 1947, y ha sido el que más tiempo ha ocupado la Alcaldía. Pronto, este título lo ostentará el actual, José Ignacio Landaluce Calleja, el que, si Dios le da vida y salud, como deseamos todos, alcanzará los dieciséis años en calidad de primer regidor de Algeciras. Luis Méndez, el único hijo de Ramón, era de la pandilla de Carlos de las Rivas, Santiago (Santi) Navarro, José Antonio (Noni) Benítez y José Antonio (Nonín) Sánchez, entre otros inolvidables algecireños.
Todos ellos tienen su historia, que no sólo por su propio discurrir, sino también por el de sus esposas y familias. Esos cuatro que he citado a bote pronto, no excluyen a otros muchos de su generación, una de las primeras egresadas de nuestro Instituto en la postguerra, pero son, desde luego, de los más relevantes, tanto por su personalidad como por la de no pocos miembros de sus familias. Luis Méndez ya se nos fue. Era un gran emprendedor, trabajó en la Banca y hubo un tiempo en que se compró un camión y se hizo camionero. Muy activo, por cierto; en no pocos sitios me han hablado de él cuando han conocido mis orígenes.
Carlos es la conjunción de dos sagas cuya existencia es indesligable de la historia y la significación del Campo de Gibraltar. Una de ellas, la de los Montero, con la figura del historiador sanroqueño y la de su hijo, nacido en Jimena de la Frontera, el primer presidente del Puerto de Algeciras. Es la saga a la que pertenece Victoria Guerrero, Medalla de la Palma 2019 y alma y cuerpo de esa gran iniciativa que es el Aula de Mayores de la Universidad de Cádiz, cuya trascendencia social e incidencia en el bienestar de mucha gente, es manifiesta. La familia de Carlos regentó la flotilla de barcos que llevaban a Gibraltar a los trabajadores. Siempre ligados al Puerto, Carlos se jubiló de secretario general de la Autoridad Portuaria.
Santi Navarro es el mayor de sus hermanos. Uno de ellos, Baby, fue uno de los mejores entrenadores de fútbol de estos pagos, de la Balona y del Algeciras, y del Cartagena. Su hermana Susana, una nadadora que desplazaba a todos los jovenzuelos de su época, para contemplarla desde la acera del Paseo Marítimo cuando competía, era un bellezón. El abuelo de Santi fue el propietario que abrió el famoso Hotel Ritz en la esquina del callejón al que se alude con ese nombre, con el de las Viudas, el pasaje urbano en el que estaba la legendaria Academia Gómez y en el que pasé los mejores momentos de mi infancia; dos casas eran como la mía, o tal vez más, la de los Moya Navarro y la de los Gutiérrez Serrano.
Una demanda del Ritz madrileño obligó al Sr. Navarro a eliminar la zeta, lo que, naturalmente, pasó desapercibido al personal de a pie, que hoy día sigue refiriéndose a esa callejuela, llamada oficialmente, Joaquín Costa, como el callejón del Ritz. Un poco más abajo, hacia General Castaños, al otro lado, estuvo el Bar El Estrecho, cuyo nombre suponía un doble juego de palabras, pues no sólo aludía al corredor marítimo mas circulado del mundo, sino también a su propia estrechez, sólo comparable a la del bareto de la calle San Francisco en Tarifa, que Juan Luis Muñoz grabó en el recuerdo de todos los que tuvimos el privilegio de conocerle.
El Estrecho mostraba sobre su acceso un pez grande, un mero, sobre cuyo lomo aparecía un pequeño faro. Lo abrió un tío de Alberto Meléndez, el de Las Duelas de la plaza de Neda. Noni Benítez lo convirtió más tarde en una diminuta librería-papelería y quiosco de prensa. Nonín era un estudiante en el más puro sentido romántico del término. Recorrió media España, de facultad en facultad, eso sí, todas de Derecho, y terminó, contra todo pronóstico, la carrera. Luego fue y se casó con Lolita la catalana, una muchacha que lo reunía todo, guapa y encantadora; se nos fue demasiado pronto. No sé de dónde procedía, aunque nació en Tortosa, pero sí que era muy amiga de Pilar, la esposa de nuestro querido Luis Alberto del Castillo. Siempre estaban juntas y las dos fueron muy afortunadas por encontrarse, respectivamente con los que fueron sus maridos; y recíprocamente.
Nonín era muy aficionado al submarinismo y abrió uno de los establecimientos de hostelería más singulares de cuantos hemos podido disfrutar en Algeciras, en la calle Trafalgar, en la esquina que antes lo era de la calle Munición. El Mauna Loa había tomado el nombre del volcán hawaiano y Nonín preparaba allí toda clase de bebidas exóticas, particularmente la piña colada, la más solicitada de todas ellas. Me contaba que estaba en la gloria porque, de madrugada, cuando cerraba cogía su equipo de buceo y bajaba hasta el Paseo Marítimo, que entonces lo era, y se sumergía. Siempre cojo algo –me decía–, a veces un buen catarro. Vivía cerca, en el edifico del Banco de Santander, en la calle José Antonio. No pocas madrugadas de Semana Santa, he disfrutado de la compañía de Lolita en ese lugar de paso hacia la Plaza Alta de las procesiones que venían por General Castaños.
Con El Capi me encuentro con frecuencia en el mañaneo, porque tarde o temprano aparece por la confluencia mágica de la calle Convento con la Plaza Alta que, a falta del Cabsy’s, mi lugar de encuentro por defecto, de antaño, es el recurso que me queda. Echo de menos ese chaflán de la calle Ancha con la calle San Antonio, frente al que estuvo el Bar Bandera, adonde se situaba uno de los edificios nobles más bellos de ese Algeciras que ya sólo queda en nuestras ensoñaciones: las oficinas del Seguro Obligatorio de Enfermedad, creado en 1942, primer paso para la Ley de Bases de la Seguridad Social de 1963. Ese salón de café o té, de tertulias de médicos o de paisanos, de poetas y rehileteros fue un invento del bueno de Salvador cuando se vino del Marruecos español e invirtió sus ahorros en el centro histórico algecireño.
Al Capi, después de aquella travesía, de cuyos efectos me recuperé en un par de días, le encontré en El Rocío. No le conocía personalmente, pero había oído hablar mucho y muy bien de él, de modo, que la Virgen me lo puso a tiro y no me decepcionó, sino todo lo contrario. Iba montado a caballo con traje corto y un sombrero de ala ancha que remataba una estampa intransferible. José Luis Villar, el divino ceramista de los aledaños de Los Pinos, me tocó al lado. La Virgen, ya digo, estaba de lo más ocurrente ese día, porque estar al lado de José Luis, en El Rocío y con El Capi de corto y de caballero, es mucho más que un privilegio.
José Luis me dijo que acaba de ver en Matalascañas un mosquito con dientes de oro, a lo que mi hermano Ignacio añadió que los mosquitos de Matalascañas más que picar lo que hacen es una transfusión. Desde entonces he hablado con El Capi en numerosas ocasiones. En el mañaneo se le encuentra con gorra de mayoral. En una ocasión, en la puerta del inolvidable Chic, anclado adonde estuvo Los Rosales, se nos acercó Salvador Barberán, que éste sí que mantiene el sombrero de ala ancha en días laborables y festivos.
El Capi, subido en el escalón, le llegaba al hombro a Barberán, que estaba en la acera, me miró y me dijo “si yo tuviera el dinero y la estatura de éste no había quién me echara cojones”. Tengo por aquí su historia de Lavaíto y Cojollero, dos toritos hermanos de padre, e hijos de Lavaíta, “una vaca berrenda en negro, de muy bonitas jechuras, de nobleza y bravura contrastadas, tanto el día que se tentó, como a lo largo de sus catorce años en la Finca, dando lo mejor de sus productos a la Ganadería”.
Cojollero, por su parte, es “negra, mulata, bragada y cinqueña. Su nombre de pila (sin ánimos de ofender al Santo Sacramento del Bautismo), no fue nunca el de Cojollera, pero resultó rebautizada a raíz de que siendo erala para utrera y sin pensárselo dos veces, se echó a los lomos a un borrico cargado de cojollos de palmas, que el pobre de José, había arrancado durante todo el día, con el fin de secarlos y convertirlos en escobas, capachas, hondas y demás artículos artesanales. El susto que se llevaron el borrico y José fue de órdago a las grandes".
El Capi, sabedor de toros y de caballos, andaluz de pies a cabeza, en el ser y en el hacer, se llama Diego Luis Rodríguez Mateos y nació y se crío en la Villa Vieja, cerca de Casa Miguel, aquel legendario establecimiento en el que te hacían unos bocatas reales y donde se desayunaba como un emir empoderado. Tengo más que hablar, pero ya no tengo espacio, del barrio y del Capi, del callejón de las viejas y del Hormiguero, un bar de los Natera que le hacía reverencias a la curva de enfrente del Bar Constante, donde un cartel original de la Feria de Algeciras de 1914, de José Román, se había constituido en el retablo del altar mayor de aquella catedral de la hostelería algecireña.
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