Adiós a Casa Dioni, el bar de Algeciras donde un loro borracho cantaba el himno del Athletic

Después de setenta años de potajes de callos y caracoles al poleo, echa el cierre un templo popular de la calle Sevilla. Su dueño, José Manuel Serrano Corral, se jubila. Con él se va también el alma de un lugar irrepetible

Adiós a un bar histórico de Algeciras: cierra Casa Dioni

José Manuel Serrano Corral en Casa Dioni, con el loro Pedro de fondo, entro otros cachivaches.
José Manuel Serrano Corral en Casa Dioni, con el loro Pedro de fondo, entro otros cachivaches. / Vanessa Pérez

Algeciras/Encima de la barra, presidiendo como un exvoto pagano, hay un loro verde disecado que, a primera vista, parece estar a punto de lanzar una arenga. Tiene la mirada fija, desafiando el paso del tiempo y a los barriles de cerveza que esta mañana un camión se lleva para siempre. José Manuel Serrano Corral lo mira de reojo mientras recoge trastos, limpia la barra con un trapo húmedo y resopla: “¿Y el loro? El loro ahora está disecado, pero se tiró ahí, en una jaula sobre la barra, veinte años vivo”.

Lo llamaron Pedro. Vino en barco desde Brasil. Atracó en el Puerto de Algeciras y cambió de dueño en un trueque que parece una fábula portuaria: “Mi padre se lo cambió a un marinero por dos botellas de Tío Pepe”, cuenta José Manuel. “Se lo trajo de chiquitito y lo crió. Cantaba el himno del Athletic de Bilbao —dice con una sonrisa bondadosa—. También se aprendió el pasodoble de Algeciras, pero con el pito. Se murió bien gordo. Me lo dijo el que lo disecó, que estaba todo lleno de grasa. Se ponía morado de tinto, con pan mojado. Se lo daba mi padre y el loro acababa borracho”.

Ese loro ebrio cantando himnos imposibles resume bien lo que ha sido Casa Dioni: un lugar donde la vida tenía sus propias reglas, su propio idioma, su propio reloj. El tiempo, aquí, se medía en vasos de vino y caldos humeantes. En la pizarra colgaban los nombres de las tapas como si fuesen personajes de una novela: el Colombo, el Napoleón, el Ovni. En lo alto, una mandíbula de marrajo. Sobre el botellero, muñecos olvidados. En una repisa, una pistola de juguete. Más abajo, un cartel: "Se ruega a los señores clientes no apalancarse aquí: reservado para el camarero". Todo eso cabe en una sola palabra: Dioni.

El establecimiento del número 44 de la calle Sevilla, fundado por Dionisio Serrano en los años 50, deja de funcionar por jubilación de su hijo José Manuel.
El establecimiento del número 44 de la calle Sevilla, fundado por Dionisio Serrano en los años 50, deja de funcionar por jubilación de su hijo José Manuel. / Vanessa Pérez

Un bar nacido del amor y del servicio militar

Dionisio Serrano Marlasca llegó a Algeciras a mediados del siglo XX, medio exiliado, para hacer el servicio militar. Venía de Jadraque, un pueblo de Guadalajara. En el sur conoció a Mariquita y en Algeciras se quedó para siempre. Abrió el bar con el nombre de La Alhambra, porque estaba enamorado de la belleza del palacio nazarí, pero la clientela pronto lo rebautizó con el nombre del patrón: Dioni. Así se quedó, salvo un paréntesis donde la juventud lo llamaba el bar del lorito.

En el piso de arriba vivía la familia. Allí nació José Manuel. “Esto ha sido mi vida. Yo nací literalmente aquí. Arriba”.

Dionisio no solo servía vino. Fue también entrenador de fútbol. Las fotos cuelgan todavía de las paredes, entre escudos rojiblancos del Athletic y retratos en blanco y negro de la Algeciras de otra época. “Mi padre era muy del Athletic. ¡Mucho!”, dice José Manuel mientras señala un viejo balón de cuero, como una reliquia. Si el bar era un templo, el Athletic era su religión.

Si Casa Dioni era un templo en Algeciras, el Athletic era su religión.
Si Casa Dioni era un templo en Algeciras, el Athletic era su religión. / Vanessa Pérez

La cocina: de Mariquita a María del Carmen

Pero si Dionisio regentaba el alma, Mariquita comandaba el corazón del bar: la cocina. Allí empezó el legado de los callos y los caracoles al poleo con su picante medido al milímetro. “Llevamos setenta años poniendo callos”, dice José Manuel con el tono de quien recita un salmo. “Y los caracoles que hacía mi madre. Luego la receta se ha ido pasando de mano en mano. Ya cuando vino mi mujer empezamos a poner más cositas de guisoteo”.

María del Carmen Chaves, su esposa, tomó el testigo en los fogones. Fue ella quien elevó la carta a una constelación de pequeños platos que llenaban la barra y las mesas de parroquianos fieles: cabrillas en tomate o en salsa de almendras, rabo de toro, boquerones al limón o rellenos, chocos, calamares, croquetas de sabores distintos, bollunos estofados, esculpiñas con un toque de limón.

“Casa Dioni no era solo un bar: era una cápsula del tiempo. Una especie de museo viviente, donde los objetos hablaban y los clientes escuchaban. Viejas botellas de licor, latas de cerveza de medio mundo, el escudo del Athletic, recuerdos de viajes extraviados, un catavinos regalado por Paco Rebolo cuando se jubiló, una pizarra donde la letra de tiza anunciaba manjares. Y al fondo, siempre, Pedro el loro.

Durante años, Casa Dioni ha sido el centinela invisible de la calle Sevilla. Los viernes, a mediodía, el local se convertía en un parlamento de parroquianos que salían de trabajar

“Cada cosa aquí tiene su historia. Esa pistola de juguete la trajo un niño que vivía en la calle Libertad y, un buen día, se la dejó olvidada. La mandíbula del marrajo me la dio un cliente que era pescador. Y las latas de cerveza… bueno, las latas llegaron de mil sitios. Hay algunas que ya no existen”, explica José Manuel con una mezcla de orgullo y nostalgia. Esa colección queda, por ahora, dentro del local. Porque aunque el bar cierre, el lugar se traspasa. Pero no a su hijo. “Él no quiere seguir. Lo entiendo. Esto es muy duro. Muy sacrificado. Aquí no hay fines de semana, ni vacaciones, ni horarios. Esto es otra cosa. Una forma de vida”.

Acaba de cerrar y ya se extraña el murmullo de los vasos, el tintinear de los tenedores, el susurro del vino al caer. La pregunta es si alguien se atreverá a heredar no solo un espacio, sino un ecosistema, una manera de estar en el mundo.

José Manuel Serrano Corral junto a su esposa, María del Carmen Chaves, y el hijo de ambos.
José Manuel Serrano Corral junto a su esposa, María del Carmen Chaves, y el hijo de ambos. / Vanessa Pérez

Vivir la vida

Recientemente, José Manuel ha descubierto las cabalgatas. “Yo ahora estoy conociendo las cabalgatas de las ferias. Que no las había pisado en la vida porque tenía que trabajar. Los fuegos artificiales los escuchaba desde aquí, en la acera, sirviendo las mesas. Y ahora los estoy viendo, igual que la Semana Santa. Intuía los pasos que cruzaban por la puerta. Y poco, porque en el bar también paraban los costaleros, y no podía salir”.

Durante años, Casa Dioni ha sido el centinela invisible de la calle Sevilla. Los viernes, a mediodía, el local se convertía en un parlamento de parroquianos que salían de trabajar. Y enfrente, el añorado Cine Lis. La calle viva. Una calle que, como Casa Dioni, también ha ido apagando luces. “Ahora mismo, para un bar, la calle Sevilla es de las peores que hay en Algeciras. Está muerta de gente. Nadie llega hasta aquí. Entre los 80 y los 90, era todo lo contrario: horroroso de ambiente. Esta zona se ponía que no veas”.

Quizá, algún día, alguien herede el local. Y lo abra. Y quite el polvo a la mandíbula del marrajo. Y escuche, muy bajito, al loro Pedro, cantando de nuevo el himno del Athletic

Los tiempos cambian. Los bares también. Ahora los camareros salen de escuelas de hostelería con diploma bajo el brazo, pero sin calle. “No están preparados para esto. Los forman para comedores de hoteles y restaurantes. No saben llevar bandejas, sino cada plato en mano. Tampoco se quedan con las caras ni los gustos de la clientela. Detrás de la barra, con los años, uno también aprende mucho de psicología”. Y justo en ese instante —como si la calle se resistiera a perder su memoria— irrumpe una vecina. No llama. Entra como quien vuelve a casa.

—¿Que cierras, Jose?

—Ya no abro —le responde estoico José Manuel.

La mujer recuerda una de las primeras televisiones en blanco y negro de Algeciras. Y cómo todo el vecindario se reunía en Casa Dioni para verla. “Cuando su padre cerraba el bar, poníamos las sillas aquí y todos los vecinos nos reunÍamos delante del aparato”. Ahora el local se queda lleno de ausencias. De ecos. De callos ya no servidos. Pero también de una cierta paz. La de quien siente que ha cumplido. Que ha dado todo. Que ha visto pasar la vida desde una barra de aluminio.

A José Manuel le espera el monte, la madera, la libertad. “No me voy a aburrir. Me gusta el senderismo. Y también esculpir. Ahora me toca vivir la vida”.

Quizá, algún día, alguien herede el local. Y lo abra. Y quite el polvo a la mandíbula del marrajo. Y escuche, muy bajito, al loro Pedro, cantando de nuevo el himno del Athletic entre vapores de tinto. Pero por ahora, Casa Dioni se queda en silencio. Con el alma llena de historias. Y el corazón borracho de gratitud.

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