Menores migrantes: vida a este lado de la frontera

Visita a un centro de menores de Algeciras

La Junta tutela en Andalucía a más de 2.100 menores extranjeros no acompañados

Una red de centros les aporta formación y orientación para su independencia

Los menores del centro atienden a las explicaciones de la directora general de Infancia de la Junta de Andalucía
Los menores del centro atienden a las explicaciones de la directora general de Infancia de la Junta de Andalucía / Erasmo Fenoy
Raquel Montenegro

23 de diciembre 2019 - 05:00

Al fondo del pasillo, en una colorida habitación, Dris charla por teléfono. Sonríe al explicar que estaba hablando con su jefe: a un mes de cumplir los 18 años, está a punto de iniciar la segunda etapa de su vida en España, cumplir el sueño que le empujó a dejar atrás a su familia y cruzar el Estrecho. Tiene un puesto de trabajo y en cuestión de días podrá independizarse, en un piso que compartirá con otros compañeros. Ha logrado tener la documentación en regla y trabajo, el gran objetivo de todos los jóvenes que llegan al país.

El caso de Dris (nombre ficticio, como el del resto de los menores de este reportaje) es el del éxito que busca el sistema de centros de acogida de los menores extranjeros no acompañados que llegan a España: lograr no solo la atención y cuidado de esos menores, sino también su formación e inserción laboral, su preparación para la vida independiente. Ese es el objetivo principal de los recursos de inserción sociolaboral de los menores que la Junta de Andalucía ha puesto en marcha a lo largo de la geografía andaluza para ofrecer una alternativa a aquellos más cercanos a la mayoría de edad. Uno de esos centros abre sus puertas a Europa Sur para mostrar su trabajo.

Éxito contra la frustración

Las paredes del centro de Algeciras en el que reside Dris muestran las historias positivas de los jóvenes que pasan por allí. Como la de Mohamed, que trabajaba en la pesca en Marruecos y descubrió una habilidad innata para el trabajo ganadero. O la de Said, cuya foto firmando su primer contrato ilustra un artículo de una publicación interna. En la sala cercana Karim, rodeado de sus compañeros, cuenta sonriente que “no pensaba quedarme en España, pero al final me convencieron y ya estoy trabajando de camarero y en mantenimiento en un restaurante”.

Son ejemplos que alientan a los adolescentes (todos chicos, mayoría magrebí) que conviven en este centro de doble perfil: por un lado es un residencial básico, con 25 plazas destinadas a los más pequeños, que acuden a la formación reglada como cualquier niño de su edad. Por otro, hay cinco plazas de inserción social y laboral, para aquellos jóvenes que se acercan al momento en el que quedan fuera de la tutela de la Administración autonómica. Lo gestiona la Fundación Samu, que tiene a su cargo buena parte de las plazas para la acogida de menores que la Consejería de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación ha ido sacando a concurso para dar respuesta al fuerte incremento de las llegadas en los últimos años.

El ciclo de acogida de los menores, recientemente reestructurado, pasa por una primera atención de urgencia en los centros de recepción, una evaluación básica y determinación de edad en caso necesario. Después se realiza un diagnóstico para determinar qué recurso es el más adecuado para el menor en función de sus circunstancias, además de para detectar posibles situaciones de riesgo. Y de ahí son derivados a centros residenciales, de inserción, específicos para personas con discapacidad…

La dificultad para regularizar su situación y obtener permisos de residencia y trabajo es una de las principales preocupaciones de los menores y de los centros

Ahí empieza el trabajo de Palma Díaz, directora del centro residencial básico, y sus compañeros, 18 trabajadores en total. En cada llegada escuchan historias paralelas. Los niños entran en España cruzando la frontera, en los bajos de un camión, en patera. Atrás quedaron unas familias que se endeudaron para pagar el viaje y que en muchos casos están a la espera de las remesas que manden los hijos que enviaron a la rica Europa. Y esos hijos descubrieron al llegar a España que las riquezas prometidas no eran tales. Suficiente para causar una honda frustración a cualquiera que les doble la edad.

“Manejar esa frustración es una de las principales dificultades que nos encontramos”, explica Palma Díaz, directora del centro residencial básico, “porque llegan con un objetivo migratorio que se les cae al suelo, pensando en encontrar trabajo fácilmente”. La idea que traen de España está más que alejada de la realidad: todavía recuerdan a un chico que llegó con bolsas de basura en los bolsillos. Eran para coger el dinero que creía que encontraría por la calle. Y no es el único que hace el viaje con esa mentalidad, aseguran. Convencerles de la necesidad de formarse y tener paciencia es el primer reto a abordar.

Ser independientes

El centro tiene un horario perfectamente estructurado, en el que la actividad no para. Por la mañana, los más pequeños acuden a sus clases en institutos del entorno y los de mayor edad tienen cursos de formación externa o interna: el propio centro gestiona cursos de mantenimiento, cocina o jardinería. También colaboran con diferentes entidades (Cruz Roja, Prolibertas, Alternativas) para la formación de los jóvenes. Se organizan actividades en el exterior, ligadas al entorno: visitas a la playa, a Bolonia, carnavales. Los residentes responden al unísono cuando se les pregunta qué les gusta más: las visitas a la playa.

También tienen tiempos libres que gestionar, en los que se reparten entre sus habitaciones (de entre dos y cuatro plazas), en las salas comunes y un pequeño gimnasio para los más mayores, tan preocupados por su aspecto físico como cualquier chico de su edad. El equipamiento es básico pero reluciente y las paredes se han convertido en un lienzo para uno de los chicos, que se ha descubierto como artista. Hay una zona wifi y una sala para las escasas visitas que llega (previa autorización).

Uno de los dormitorios del centro de menores
Uno de los dormitorios del centro de menores / Erasmo Fenoy

Los internos ayudan en las tareas de limpieza, mantienen sus dormitorios ordenados, echan una mano en la cocina, sacan la basura. “Se corresponsabilizan de todo y eso es también una forma de enseñarles a ser autónomos”, explica Manuel Calvente, psicólogo.

Sobre su área recae otro tipo de formación y ayuda. Los menores “vienen con distintas carencias, que se trabajan en sesiones individuales o en grupo”. Los jóvenes reciben formación en habilidades sociales, sexualidad, drogodependencias, acoso escolar, inteligencia emocional. Todo orientado a una independencia que en su caso llega antes que para el resto de los chicos de su edad. A los 18 no tienen más remedio que ser adultos.

De hecho, en los últimos meses de su estancia en el centro se refuerzan los conocimientos necesarios para su futura vida diaria de forma independiente: cómo manejarse en un banco o una administración, el transporte público, la gestión diaria de un hogar. Van desarrollando su independencia poco a poco: Nassir, que hace prácticas a bastante distancia del centro, coge todos los días dos autobuses para llegar a ellas. Igual ocurre con Karim, que trabaja en otro municipio. Cuando empiezan a trabajar antes de ser mayores de edad, como es su caso, su sueldo es ingresado en una cuenta a la que acceden cuando cumplen 18 años. Mientras tanto, gestionan un dinero de bolsillo que reciben cada semana.

Los más mayores reciben formación para desenvolverse en su vida diaria. Tienen que ser independientes a los 18 años

En todo este proceso se tiene muy en cuenta el perfil migratorio de los jóvenes, que ha cambiado. “Antes venían más niños de la calle. Ahora llegan chicos que estudian, otros que ya están trabajando y otros que son el sustento de su familia”, explica Calvente. Eso les supone una presión añadida y les genera ansiedad ante la espera de una tramitación burocrática larga y costosa para conseguir la documentación que les permita buscar trabajo. Más difícil aún en los casos en los que hay presión familiar, hay familias que al mes de estar aquí ya preguntan por qué no están mandando dinero. Por otra parte, la ayuda de las madres puede ser fundamental cuando un joven tiene una fase más complicada.

Convivencia

¿Es difícil la convivencia en un centro con 30 adolescentes? “La mayoría de ellos tienen un alto grado de madurez para su edad”, asegura la directora, “se han responsabilizado de sus casas. La realidad es que a los 18 años tienen que valerse por sí mismos y si se dejan ir en algo les recordamos para qué han venido a España y lo entienden rápidamente”. A partir de ahí, hay niños que necesitan más esfuerzo, otros que avanzan muy rápido y otros a los que les cuesta más adaptarse a la rutina escolar, explica.

Para ellos es clave la figura de Mounir Kachkache, mediador del centro, que también fue menor no acompañado y lleva ya una década trabajando con otros como él. Llegó en 2006 a Torremolinos y de ahí fue trasladado a un centro de menores de La Línea, de las Hijas de la Caridad, y sabe de primera mano que “lo más difícil es aprender el idioma”, o la importancia de la formación. Hizo cursos de electricista, soldador, jardinería o resolución de conflictos, todo lo que pudo, antes de acabar trabajando como mediador. Es el ejemplo más cercano para los jóvenes de que se puede conseguir el sueño europeo “si se trabaja”. Él lo hizo, pero también otros que llegaron al mismo tiempo “y acabaron montando negocios de todo tipo. Sigo manteniendo el contacto con ellos”.

Mounir Kachkache y Juan Gil en el gimnasio del centro de menores
Mounir Kachkache y Juan Gil en el gimnasio del centro de menores / Erasmo Fenoy

La integración de los chicos con el vecindario también forma parte del aprendizaje. Y esta es buena, remarcan sus tutores. “Con los vecinos estamos muy bien, hay incluso quien le ha dejado un espacio de huerto a los chicos”, explican. Estos juegan en las pistas deportivas y colaboran con el Belén Viviente que cada año se monta en el municipio.

Frente a años atrás en los que la tasa de abandono de los centros de acogida era alta, esta ha bajado y este centro no ha registrado ninguno. En eso ha sido clave el nuevo sistema de distribución de los chicos, remarcan los educadores. “Antes estaban todos juntos en los centros de recepción”, recuerda Juan Gil, jefe del Departamento de Centros de la Fundación, “pero ahora se les está dando mejor respuesta”. Según explica la directora general de Infancia de la Junta de Andalucía, Antonia Rubio, “reducir el número de plazas de cada centro y diversificar ha ayudado mucho. Para evitar el abandono es clave la atención inicial en los centros de recepción, a donde llegan confusos, desorientados. Ahora podemos atenderlos mejor y estamos trabajando en un protocolo para la atención a perfiles vulnerables con Save the Children”. También esta siendo importante, remarca Gil, la labor policial y del CNI, que está permitiendo desmantelar bandas que traficaban con menores.

El reto de los extutelados

Entre los retos pendientes se encuentra ahora la financiación, tras el anuncio del Gobierno central de que no aportará los fondos que había venido transfiriendo en el último año: “No podemos olvidar que esto es una realidad europea, no una cuestión solo de Andalucía”, señala Rubio. Pero también la agilización de los trámites burocráticos, un auténtico quebradero de cabeza para todos aquellos que trabajan con los menores. “Hay que reducir los tiempos de tramitación en Marruecos y también en España”, reclama. Algo que también demandan los defensores del pueblo.

Cuando los chicos llegan con 16 y 17 años, se inicia una carrera contrarreloj para conseguir que tengan la documentación regularizada antes de cumplir los 18 años, cuando quedan sin protección. Y aunque no es su competencia, la Administración autonómica también está buscando una solución para estos ya oficialmente adultos: la mitad de los 2.174 menores extranjeros que tutelados por la Junta de Andalucía (a 30 de noviembre) tiene 17 años o más. Por ello se está buscando financiación para poner en marcha más plazas de atención a jóvenes extutelados.

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