La ciudad traspasada
A vista Del Águila
El desvío del antiguo cauce del río a principios de los setenta justificó una faraónica obra que traspasó la ciudad
Miguel Ángel Del Águila llegó a tiempo para fotografiarla
Flumen delendum est
El río de Algeciras
Algeciras/La decisión de soterrar el río de la Miel fue rápida. Si el antiguo cauce había dividido desde época medieval las dos Algeciras y fueron dos las firmas ministeriales que rubricaron su desaparición, fueron igualmente dos los proyectos que se llevaron a cabo para su consumación total. Por un lado, se construyó sobre el histórico lecho un subterráneo canal diseñado para que por él discurriera su regular corriente. De rectangular hechura, fue concienzudamente soterrado desde Pajarete hasta su histórica desembocadura junto a la Marina.
En diagonal, se ejecutó una segunda obra de ciclópeas dimensiones para desviar las aguas de avenidas y riadas la cual, siguiendo un recorrido más corto, debía atravesar en línea recta nuevos barrios del norte de la ciudad. Diferentes estructuras fueron levantadas en el subsuelo de la nueva urbe, que crecía de espaldas a excavaciones y desmontes, los cuales abrieron gigantescas zanjas en la carretera de Málaga, la Charca y los delimitados solares de una Reconquista recién nacida, hasta buscar el mar a la altura de los Ladrillos.
Hasta su desaparición, la dualidad quiso acompañar al histórico río, hoy invisible, aunque sus aguas circulen por ocultos cauces que apenas han dejado cicatrices y rastros en la geografía urbana actual. Las siguientes imágenes tomadas por el fotógrafo adquieren el valor testimonial del segundo de estos trazados.
El seno oscuro de la negra noche
Algeciras nunca tuvo grutas de Polifemo, ni galerías de minas, ni tan siquiera bocas de metro, pero sí dispone de un poco conocido tramo subterráneo por el que discurren las aguas de cíclicos diluvios que ya no desbordan el antiguo río, también bajo tierra. Desde el puente de Pajarete a las inmediaciones del antiguo Mirador, se construyó en los primeros años setenta un soterrado canal de considerables medidas que atraviesa la ciudad de poniente a levante con la rectitud de las flechas dirigidas y las incuestionadas decisiones.
Vacío y casi siempre seco, sin apenas pisadas que lo atraviesen ni ojos que lo vean, cruza Algeciras por sus entrañas como artificial aliviadero que esforzadas manos abrieron en canal perforando arcillas y calizas, margas y limos, abriendo una momentánea cicatriz que el tiempo y el asfalto se encargaron de borrar. Solo imágenes como esta nos advierten de su existencia.
Miguel Ángel Del Águila descendió a esta artificial gruta sin caliginosos lechos ni infames turbas de nocturnas aves. Bajo bóveda de cemento curvo, dos operarios, apenas cubiertos con reglamentarios cascos, se enfrentan a un muro de tierra que debían eliminar para que las aguas corrieran. En la negra oscuridad de esa gruta de artificio, una luz cenital alumbra el centro de la escena, conformando casi un fotograma expresionista alemán donde la negra noche se alumbra con la fugaz claridad de un invisible cielo entre modernos segmentos de hormigón armado.
Cauces de artificio
No hacía ni un año de la dual firma que selló el soterramiento del río, cuando Miguel Ángel Del Águila se desplazó a las afueras de Algeciras para tomar esta imagen de las obras de la embocadura del desvío de sus aguas en el trazado alternativo al histórico. Desde donde se tomó la fotografía, el nuevo curso se abre a espaldas del fotógrafo, por la base del cerro por donde discurría el antiguo camino de La Trocha, y penetra en la ciudad a través de la vaguada existente entre el centro comercial y el parque acuático para descender luego bajo los colmatados humedales de la Charca.
El objetivo no enfoca esa dirección, sino la opuesta. La cámara mira hacia poniente, al cercano horizonte de los montes de Comares y las Esclarecidas y a los pagos de la Chorrosquina. Más cercana, la mancha alargada y oscura de la Rejanosa, tupido alcornocal rodeado de yermas lomas de secano. A la izquierda, por encima de taludes y desmontes, se adivina el primitivo cauce del río, orillado de chopos lombardos, eucaliptos y cañaverales que daban sombra a antiguos molinos y sol a curvos vados donde lavanderas de postal antigua ponían blancas prendas a secar sobre prados y tunares. El resto de la imagen lo conforman artificiales valles de cascotes y camiones, desagües y torretas que arriesgados operarios construyen horadando las entrañas de unos montes en busca de la ciudad camino de ser traspasada.
La ciudad traspasada
El 11 de septiembre de 1972, el fotógrafo se subió a las alturas de la Reconquista para captar el avance de las obras del nuevo desvío del río de la Miel. A ras de tierra, las obras adquieren el trajín de los hechos consumados: capataces y obreros, camiones, perforadoras, enrejados de forja, grúas, desmontes e improvisadas vías de servicio dibujan un espacio alargado con ansias de imposible rectitud frustrada por espacios previamente ocupados.
Antiguos estadios, pisos de maestros, obras de centros Cívicos y proas de viviendas sociales determinan el trazado de los últimos metros del conducto por donde acabó discurriendo el grueso de las aguas sobrantes del histórico río. A vista del águila se retrata la cicatriz practicada en una ciudad nueva que crecía a golpe de improvisadas iniciativas.
La tierra abierta en canal es perforada mientras se esquivan graderíos, muros, viviendas, entradas y rampas camino del mar que delimita una breve lengua de arena. Las actuales esperas ante los juzgados, los monumentos de acero inoxidable, las jóvenes hileras de arces, los mástiles de banderas y los pasos de peatones se alzan sobre una herida hoy cicatrizada. Los botellones de feria se han venido celebrando sobre sepultas bóvedas de hormigón que no son minas, ni bocas de Metro, ni siquiera grutas de Polifemo, sino parte de la historia de una ciudad que ha ocultado bajo tierra su pasado.
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