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La convivencia entre religiones en Algeciras, un reto pendiente de conquista

Ataque yihadista

La tragedia del miércoles no menoscaba las buenas relaciones de vecindad

Fronteras imaginarias delimitan los espacios urbanos propios de cada comunidad

Las próximas generaciones propiciarán esa fusión cultural y biológica que ya se observa en ciudades europeas

Una mujer sostiene una cartulina con un lema defendiendo el islam, en el sitio donde un hombre de origen marroquí asesinó al sacristán Diego Valencia de la iglesia de La Palma en Algeciras. / Efe
José Ángel Cadelo

29 de enero 2023 - 04:00

A escasos días de la tragedia de la Plaza Alta se constata que el machete certero del indeseable Yassine Kanjaa no ha podido con la buena relación de vecindad entre la establecida comunidad musulmana de origen marroquí y el resto de los algecireños, los que son ajenos al islam. Parece como si la consolidada pluralidad de Algeciras, ya histórica, otorgara a sus ciudadanos una madurez especial para afrontar con serenidad episodios tan repulsivos como el del miércoles pasado. A pesar de las claras connotaciones religiosas de los crímenes cometidos por Kanjaa, siempre presuntamente, la inmensa mayoría de los habitantes de Algeciras asumieron lo sucedido como lo que realmente fue: una combinación entre el delirio fanático de un intruso y la fragilidad de la vida humana. Nadie habló de “moros y cristianos” ni de guerra de civilizaciones. Salvo algún descerebrado inapreciable, nadie apuntó en redes sociales hacia ningún colectivo concreto.

La coexistencia en Algeciras de ciudadanos de distinto origen es un hecho que se remonta a unas décadas. Las buenas relaciones de vecindad parecen a salvo. Sin embargo, la verdadera convivencia no está del todo resuelta ni lo estará de forma inminente. En el imaginario colectivo existen fronteras urbanas que delimitan espacios “propios” de cada comunidad. Aunque no haya barreras físicas, obviamente, determinados barrios o zonas parecen haberse convertido en las tres últimas décadas en algo que, sin serlo, recuerda a muchos la idea de gueto. Mientras unos dicen que los otros se han hecho con el barrio, los otros dicen que los unos venden sus casas y se marchan cuando ellos llegan.

Es evidente que los grandes fenómenos migratorios han unido hoy, en los mismos espacios occidentales, a ciudadanos acostumbrados al librepensamiento de origen grecorromano junto a los que proceden de regímenes todavía confesionales y dogmáticos. Los escasos problemas de convivencia que surgen, en ciudades como Algeciras, entre los miembros de unas y otras civilizaciones no tienen nada que ver con las religiones respectivas ni el modo de dirigirse a Dios; más bien, con la herencia cultural y política de cada comunidad. Ha quedado demostrado que seguidores de diferentes tradiciones espirituales (también los agnósticos y los materialistas) son capaces de coexistir e incluso mantener una cívica y suficiente relación de vecindad. Eso es evidente; pero la verdadera convivencia exige necesariamente que todos los colectivos implicados en ella compartan, como mínimo, una misma idea de libertad, de respeto a la libertad del otro, de diversidad y de tolerancia.

La inmensa mayoría de los algecireños consultados para este artículo creen que no hay una verdadera convivencia entre los que rezan postrados hacia el Este y todos los demás. Coexisten y comparten algunos espacios públicos, pero ni conviven ni se ha producido, salvo contadas excepciones, la deseable fusión cultural o biológica. Las razones tienen que ver con la manera de vivir, de comer, de beber, de amar, de divertirse o de vestirse, pero no con la religión. Así lo admiten los de un lado y los del otro.

No puede obviarse que mientras en uno de los colectivos, el musulmán, el alcohol es algo reprobado, en el otro forma parte de prácticamente cada instante de la vida social. Datos también a tener en cuenta son que casi un 80% de los inmigrantes de origen marroquí asegura tener problemas para alquilar una vivienda por causa de su origen racial o credo. El mismo porcentaje cree también que no encuentra un puesto de trabajo adecuado por el mismo motivo.

Los barrios magrebizados ofrecen ya un paisaje urbano considerablemente diferente al resto de Algeciras: cafés en los que no se sientan mujeres y no se sirve alcohol, carnicerías con letreros en árabe y especias exóticas en las que no se vende cerdo, mujeres cubiertas incluso en meses calurosos, ausencia de espacios de ocio mixtos, evidentes roles de género, horarios comerciales inusuales, etc.

Varios hombres rezan en la mezquita Al-Huda, situada en la calle Montero Ríos, en una imagen de archivo. / Erasmo Fenoy

Los ciudadanos de origen marroquí también reparan en esos aspectos de la sociedad europea de acogida que más les sorprenden. Dicen unos estudios (realizados en París) que a los inmigrantes de origen magrebí les llama la atención, por este orden, la promiscuidad de la juventud española, la forma en que las chicas muestran sus cuerpos en verano, la alta ingesta de alcohol entre los jóvenes en todas sus actividades de ocio, el abandono de personas mayores sanas y con hijos en asilos, el alto número de embarazos no deseados, el desinterés por la religión, el amor por los perros, la normalización de las relaciones homosexuales, los abortos, el top less y el nudismo, la desestructuración familiar, etc.

La esperanza para la deseable plena integración está en las segundas generaciones de esas familias que emigraron a Algeciras desde Marruecos hace poco más de veinte años. Esos jóvenes, nacidos y educados en España, ya han optado o no por el islam de manera libre y personal. Saben lo que es la libertad de expresión, y no la cambiarían por nada. Quieren formarse académicamente hasta donde se lo permitan sus neuronas. Opinan sobre política española y votan. Creen que un musulmán o una musulmana no tiene por qué vestir de una manera especial. Aprueban los valores que consagra la Constitución. Admiten los matrimonios mixtos. No tienen inconveniente en tomar algo de alcohol o, al menos, sentarse en mesas donde otros sí lo beben. No conciben que a nadie se le pueda obligar a abrazar una fe determinada. Y, lo mas importante, no ven que el islam esté amenazado ni que vaya a desaparecer: por eso tal vez no refuerzan los signos externos de identidad islámica, como sí lo hacían sus padres.

Existen ciudades en otros países europeos con una presencia histórica de inmigrantes, en las que musulmanes, hindúes, cristianos, budistas, judíos y otros van a los mismos bares y salas de fiesta, asisten juntos al cine, opositan a las mismas plazas, comparten departamentos en las facultades, se apuntan a los mismos talleres de teatro o danza, votan y se presentan como candidatos, se casan entre ellos y hasta participan juntos en las fiestas de sus respectivas tradiciones: la Navidad, el Año Nuevo Chino, la Fiesta del Cordero, el Holi, el Sucot...

Todo eso acabará por llegar a España y a Algeciras; lo hará más tarde que en otros lugares de Europa porque el fenómeno migratorio no comenzó en todos los países a la vez. Pero para que llegue ese día aún tienen las diferentes comunidades que aprender mucho más las unas de las otras, profundizar en la razón de las diferencias culturales y superar algunas barreras y tabúes de origen histórico. Para entonces la condición de ciudadano estará por encima de la de musulmán, cristiano, ateo o agnóstico. De eso se trata.

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