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La farmacia más bonita del mundo y los Buyitas

Campo Chico

La interpretación que hacen los Buyitas de la Farmacia Hernández es una obra maestra del género

Javier estudió Farmacia y Antonio, su padre, le dejó convertir su oficina y su casa en una obra de arte

El Capi, Lavaíto, Cojollero y gente buena

Artificial, pero no inteligente

La Farmacia Hernández, durante la Feria de Algeciras de 2022.

En Algeciras tenemos la oficina de Farmacia más bonita del mundo. Por dentro y por fuera. Está en un cruce mágico, en la esquina que rompe la simetría del encuentro entre la calle Larga y la calle Carretas. Son muchos los años que esa vieja calle que atraviesa de este a oeste a Algeciras, se llama General Castaños, pero su primitivo nombre fue el de Carretas. Popularmente, se sigue aludiendo con este nombre al tramo alto que va desde Juan Morrison al Secano. La Farmacia Hernández, revestida de cerámica, se ha integrado en el paisaje urbano de la ciudad constituyéndose en referencia. La belleza del revestimiento, el excelente buen gusto que han derrochado sus diseñadores y el cuidado que se ha puesto en conservar la magia del enclave son una llamada a cada puerta para convocar a sus moradores a ocuparse de sus moradas ¡Qué ilusión hace pensar en una Algeciras adonde cada casa fuera objeto de cuidado por parte de sus habitantes! Porque, al fin y al cabo, es lo que Javier Hernández Sansalvador hace con la suya. Un día me dijo que estudió Farmacia para estar con su padre, con el que siempre mantuvo una fuerte vinculación personal y al que pidió ayuda para convertir el edificio en una obra de arte. Antonio procedía de Valencia y estudió en Granada. Conoció a Milagros y juntos crecieron en un gran proyecto de vida del que Javier forma parte.

La calle Larga, ya no es tan larga. Sus tramos más al sur, desde el chaflán que forma con Prim o Mola –según gustos y tendencias– le fueron hurtados para servir designio a quien, en cada caso, según preferencias, convenía. La Conferencia de Algeciras, de 1906, nuestro evento de mayor resonancia, puso a las Corporaciones a colocar nombres en las vías y, como las posibilidades eran muy limitadas, pues eso: se empezaron a asignar tramos siguiendo la nómina de personajes tenidos por relevantes. Los Callejones sufrieron mucho con el ajetreo, pero la gente sencilla no se deja afectar por los caprichos de la clase política y, los más, mantienen el nombre tradicional en sus conversaciones. Y hacen bien, y deben insistir para que no se pierdan nombres tan bellos como la calle de la Alameda o la calle del Ángel, al menos en el hablar tertuliano. El eje de la calle General Castaños puede ser tenido como divisorio entre la meseta y la falda de Algeciras. Las calles Real y Larga son sus arterias y las plazas Alta y Baja sus centro neurálgicos, el social y el comercial.

Vamos a tener mucha suerte con el tramo de la calle Larga que empieza con nuestra querida Farmacia y termina en el remanso de la antigua calle de la Sevillana. Llamábamos así a la calle Prim cuando se llamaba Mola y servía de remate al paseo de los sábados por la tarde. La compañía eléctrica andaluza, ya diluida, había construido para sus oficinas, un espléndido edifico comercial en la esquina de las calles General Castaños y Prim, así que la antigua calle de la Torrecilla nunca fue citada por este nombre. La Sevillana desempeñó un papel similar al del convento de La Merced, sus ubicaciones eran tan ostentosas que las calles adoptaron el rol de habitáculos: la calle de la Sevillana y la calle del Convento. Prim tenía vocación peatonal y acabo siéndolo, pero fue una calle muy comercial, que ha perdido parte de ese carácter, sobre todo desde que ha desaparecido la juguetería que tanto costó levantar al bueno de Ricardo Carretero. Ricardo fue feriante y trabajó tanto y tan bien, junto a su mujer, que acabó terminado en uno de los grandes hombres de negocios de nuestra ciudad. Un buen día compró el edificio que está junto a la Farmacia Hernández, el número 11, y eso ha supuesto su salvación. Hoy está siendo reconstruido por su nuevo propietario con un cuidado exquisito que supondrá un brochazo de buen gusto para Algeciras. Posee un gran patio, en el que por cierto se alojó un proyectil, que no explotó, de tantos como arrojó el acorazado Jaime I sobre la ciudad, en los primeros días de agosto de 1936.

En esa época, varias familias vivían en donde cayó el proyectil. Entre ellas, el matrimonio formado por Ignacio, el propietario del Bar Los Rosales, e Isabelita Luque, que había crecido, desde niña, en la calle de La Alameda. Isabelita me contó el pánico que se vivió en la parte baja de Algeciras durante el bombardeo del Jaime I. A lo largo, primero de 24 horas y luego a intervalos, fue constante su acoso hacia donde había desembarcado el llamado Convoy de la Victoria, un irregular e improvisado paso del Estrecho de las tropas sublevadas contra el Gobierno de la República, en el que incluso intervinieron barcos de pesca. En la calle Real, en la azotea del edificio cuyo frente daba a esa calle, contiguo al bloque de la Plaza en el que estaba el Banco Hispano Americano, había un pilar que aún mostraba, en los años 50, la enorme mella que había producido uno de los proyectiles del Jaime I.

La Marina quedó destrozada, sobre todo la zona colindante con la Pescadería a cuyo costado se extendería más tarde el legendario Bar Ruiz. Un conocido establecimiento, el Restaurante Casero, frecuentado por la gente ligada al Mercado y a la Pesca, fue reducido a ruinas. Ocupaba el lugar que actualmente ocupa una sucursal bancaria, frente al entrañable quiosco de prensa de La Marina. Isabelita vino a Algeciras con 5 años, procedente de Chiclana, donde había fallecido su padre, el veterinario cordobés Antonio Luque. Doña Isabel Matías Rosales, su madre, venía a Algeciras a hacerse cargo de una plaza de profesora en partos convocada por la Diputación Provincial. De la familia formaban también parte, su abuela, Doña Pura, y sus hermanos, Antonio y José. Este último murió pronto y Antonio fue uno de aquellos practicantes de los años 50, que como Marcos, Pepe Rubio, Evaristo Ramos Argüelles, Benito, García Picón y tantas otras figuras de la sanidad, fueron esenciales en un tiempo de grandes carencias. Isabelita, que estudió Partos y Enfermería en Cádiz, siendo adolescente fue cajera de La Africana, una gran tienda que se extendía a lo largo del esquinazo que la calle José Antonio hacía con la Plaza Alta.

No quiero desviarme más del hilo conductor y del carrete motivador de este Campo Chico, que es la Farmacia Hernández y la interpretación ferial que hacen Los Buyitas, de ese bellísimo establecimiento sanitario. No debe ignorarse, pero tal vez haya un cierto vacío sobre lo que supone ser un bullita. Bien que el nombre de esta caseta, de este grupo cultural algecireño, de esta peña, como se denominan ellos mismos, es Buyita, con y griega, un bullita es para nosotros un hiperactivo con ingenio y con mucha gracia, pero no sé si al cambiar la doble ele o elle por la y, se quiere evitar la asociación del nombre con ese modo de ser. La verdad es que el nombre de la peña hace inevitable que se piense en una posible derivación de la palabra bulla, pero eso importa poco, o nada. Lo que importa es el empeño en celebrar por medio del arte ese acontecimiento social extraordinario que es la Feria de Algeciras y, ya de paso, lanzar un mensaje de atención a lo nuestro, a tanto bueno como hay en esta tierra que compartimos y llevamos en el corazón y en la memoria. Poco más de veinte años tiene la peña, pero parece surgida del movimiento casetero de los años setenta, que tuvo el brillantísimo precedente de "Loz der pueblo" en 1969 y culminó en 1988 con la instalación de 63 casetas, lo que pudo acoger el parque feria de entre casi noventa solicitudes (este año son 57).

La caseta número 22, en la calle Castañuela, es la de los Buyitas, que el catálogo oficial recoge con elle. Su versión de la Farmacia Hernández es una obra maestra del género que tuvo en el gran Helmut Siesser uno de sus mejores intérpretes. Cuando Antonio Hernández adquirió la casa en donde estuvo la antigua Farmacia Guerra, en 1977, su hijo Javier tenía diez años y aunque la carrera de farmacéutico, la profesión en fin, lo envolvía por completo, tal vez no se habría planteado seguir una tradición que le llegaba por los dos costados. Antonio se dedicó un tiempo a la enseñanza, ganó con brillantez las oposiciones a Cátedra de Instituto y sentó plaza en el viejo caserón de El Calvario del que fue director. Javier estudió Farmacia como sus padres y un día le pidió a Antonio, que le dejara hacer y Antonio le dejó convertir su oficina y su casa en una obra de arte que prevalecerá y servirá de inspiración, ya está sirviendo, a otras muchas iniciativas para hacer de nuestra Algeciras la ciudad más bella del universo conocido, a través de sus paisanos, uno a uno, por convicción concatenada y acudiendo a esas energías que tenemos los de por aquí para criticarnos a nosotros mismos y para desmerecer a nuestros propios paisanos.

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