Funes.
Funes. / Daniel Rosell

La primera y única vez que hablé con Funes, el cojo, fue una noche en que volvía de la biblioteca, de traducir las Catilinarias. Me vio en la barra del bar; nos habíamos cruzado muchas veces y sé que conocía a mis padres, pero nunca nos dirigimos la palabra más allá de lo protocolario. Siempre me había parecido un hombre reservado. Pero esa noche tenía la lengua suelta.

Solía parar de vuelta a casa en ese bar, donde el camarero me guardaba los restos de carne en tomate o al ajillo, yo compraba una barra y sopeaba todas las salsas mientras trasegaba una jarra de cerveza bien fría.

"Chaval, ponle un botellín al niño de Loli", fue lo que le soltó al camarero de primeras. Yo, a esa edad, nunca le hacía ascos a algo gratis. Con el botellín llegó de a poco su historia, como si fuéramos amigos de toda la vida y aquel un ritual muchas veces repetido.

"Hoy han tirado la chabola en que viví cuando vine de Algatocín, hace muchos años ya. Era un mozo un poco mayor que tú, con mucha hambre y una novia preñá", dijo.

Conocía la chaola, la última que quedaba en pie y pegada al cerro. Creo que incluso de niño había ido en alguna Navidad con mi padre a cantar villancicos y rascar botellas de anís. Sólo recordaba varias sillas y un hornillo que se veían a la luz de una bombilla que amarilleaba en el techo de uralita, dejando en claroscuro una sábana que ejercía de muro de separación con los camastros desvencijados.

"Tú no lo sabrás -continuó Funes- pero costó mucho vivir aquí al principio, las calles eran de tierra siempre embarrada y no había ni agua, ni luz ni casi letrinas. Sólo hambre, miseria y piojos, aunque yo tuve la suerte de ir a trabajar a Gibraltar. ¡Niño, otro botellín! Allí buscaban a cualquiera que se dejara los lomos, así que me arrimé al cura y me escribió una carta para poder pasar. Si yo te contara cómo nos engañaban en tó... y siempre ganaban los de los golpes de pecho, no sé si me entiendes pero no me gusta hablar de política.

De vez en cuando, los carabineros hacían la vista gorda y te podías traer algo de la comida que aquí escaseaba. ¡Niño otros dos botellines y dos de rusa! Pero yo quería más y echaba alguna hora, poca para no dar el cante y poder traerme cable ¡ya ves tú qué contrabandista! quería enchufar la chabola a la luz y no pasar tantas fatiguitas. Así estuve cuatro o cinco meses, con más miedo que vergüenza.

Y tuve la suerte, maldita sea mi estampa, de poder comer allí gandinga. ¡Cómo!, ¿no sabes qué era la gandinga? Pues hasta del hambre hay quien hace negocio. Algunos con más ideas que escrúpulos recogían las sobras de los peroles de la comida del ejército inglés y las echaban en unos muy grandes y devolvían los otros limpitos como los chorros del oro. Allí lo mezclaban todo, dulce, salado y lo que cayera. Y lo vendían por cacerolás a quienes, además, agradecíamos comer. ¡Otros dos botellines y una coñá, niño!

Y un día de cobro me fui con unos de mi cuadrilla a La Línea, a un tablao de la calle Gibraltar. Allí se me fue la bebida un poco y la lengua un mucho. Así que le conté lo de mi cable al peón que me pusieron en una obra en Main Street. Todo eran risas y coplas, aguardiente y librillos de tabaco.

Al otro día, cruzado el Palmones nos paró la brigadilla y se vinieron a cachearme; fueron a la correa, a la cintura y a cualquier lugar donde pudiera guardar el cable. En cuanto lo palparon me dieron una bofetá que todavía me resuena la cara y ya hace años. Al autobús lo mandaron irse y en la parte de atrás vi cómo el peón se asomaba, me miraba y se sonreía, el cabronazo. Y es que entonces estar a bien con los guardias era un seguro de vida.

Entre preguntas de si era rojo, con quien me había compinchado y qué más mercaba, descargaron botas, porras y odio, dejándome medio reventao; sobre todo de la pierna derecha, donde se ensañaron vete tú a saber por qué.

Y allí que me dejaron tirao como a un perro sin que yo soltara nada, no por valiente, sino porque no había nada que delatar, que lo hubiera hecho a la primera con tal de librarme de la paliza aunque creo yo que me hubieran reventao igual, parece que me tenían ganas, o se las tenían a otro pero yo estaba a mano y el otro no.

¡Niño, dos coñás, que es la hora! Y si no es por un vecino que traía quincalla para el cambio al barrio con un carro, que me recogió, me muero allí porque ni levantarme podía.

Diez o doce días estuve en la cama sin poder moverme, con fiebres y dolores que no me dejaban dormir ni vivir, tanto que hasta llamaron al cura, aunque nadie puede decir que me porté como un parguela, ¡eso nunca! Y sin poder ir más a Gibraltar y encima con una pierna destrozá me tuve que buscar la vida como pude, criando conejos, pavos, cogiendo tagarninas, espárragos, palmitos, galeras o cualquier cosa pero solo, que se me quitaron las ganas de más compaña. Pero ni a mi mujer ni al crío les faltó nunca el pan en la mesa y va el niño y se me mete a picoleto.

¡Niño, otras dos coñás y un whisky pa mí!

Y ahora, muchos años después de dejar la chabola, me he enterao de que la tiran. Y he venido no por nostalgia, sino porque lo bueno hay que recordarlo, pero lo malo no hay que olvidarlo".

Antes de que se fuera, sólo atiné a preguntarle qué pasó con el chivato. "Ná una casualidad, también se quedó cojo. Y de la misma pierna", me dijo mientras acariciaba las cachas de una navaja que llevaba medio escondida.

No sé ni cómo llegué a la casa, pero nada más entrar no pude parar de vomitar mientras tiraba de la cisterna para intentar al menos disimular esa primera borrachera adolescente. Desde entonces, tengo la sensación de que esa tarde traduje a Cicerón, pero esa noche escuché a Séneca.

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