El habilitado Ignacio Molina y su tiempo
CAMPO CHICO
Ignacio Molina fue una "figura clave" en el marco de las actuaciones de los marinos italianos en Gibraltar y actuó como punto de enlace con las autoridades británicas en el Peñón durante la Segunda Guerra Mundial
Cuando al Rinconcillo no le hacían falta arenas porque el viento podía vagar consciente de su naturaleza libertaria, en la desembocadura del río Guadiaro pululaban unos langostinos pequeños y en la del río Palmones se criaban unas almejas que la gente extraía simplemente apretando y girando el talón del pie cerca de adonde la mar rizaba sus vaivenes.
El Guadiaro desciende desde un poco más arriba de la Cueva del Gato, como su hermano siamés, el Guadalevín, que parte camino del Tajo de Ronda. El bar Ruiz, junto a la pescadería que recibía directamente el pescado desde el litoral de La Marina, tenía todas las ventajas para hacerse con el trasmallo del Chorruelo y con aquellas almejas de concha oscura tan bien recibidas por el personal. El Ruiz, como el Decano, en la Plaza, eran los bares de referencia para los pescadores y para los comerciantes del mercado, muy de cafés con aguardiente y de aperitivos.
Los langostinos de Guadiaro eran uno de los manjares de andar por casa que se servían en Los Rosales, donde al igual que hacen los gallegos con los percebes pequeños, se ofrecían como detalle a los clientes habituales. Una fuentecita con unos cuantos, acompañaba a la media bombona, como llamaba Ignacio a la media botella de cualquiera de los vinos jerezanos que formaban parte de su oferta. Sabían a gloria pero eran tenidos como un aperitivo menor. Puestos a comer marisco había que pensar en las cigalas y en las gambas, en las cañaillas o en las almejas de La Atunara.
A la playa del Rinconcillo se accedía sobre todo por la plazoleta que hoy lleva el nombre de Brígida, una mujer muy querida que durante muchos años recibió en su establecimiento a los amantes del buen desayuno y la tertulia. En las proximidades destacaba el espléndido chalet de la familia de María Milagros, la de la papelería junto a la imprenta Bazo, en la calle Convento, frente al Coruña y al establecimiento de los Karamazov, que era como llamaban a los hermanos Ocaña. Un cuadro de Helmut Siesser que cuelga Pepe Rivadulla en el actual Coruña, uno de los depósitos más ricos del anecdotario popular, es el mejor retrato que existe de aquel primer tramo de la calle, que arranca desde la Plaza Alta, entre la confitería Miranda y La Plata, y acaba en la calle San Antonio. En esa T sede del dinámico y riquísimo mañaneo algecireño.
La casa de la playa y la de Panadería
Marchando por la callejuela lateral que desde el bar de Brígida desemboca en la playa, se deja a la izquierda una finca urbana que ahora acoge a unas cuantas viviendas de verano y fue durante un tiempo un establecimiento de hostelería regentado por Tony, hermano de El Loco, uno de los pioneros de la movida nocturna de la calle Trafalgar. Esa finca, en los años cincuenta y primeros sesenta acogía a un caserón con patio y pozo. Se accedía por la playa y la tenía en alquiler Ignacio Molina Pérez de Vargas, entonces Teniente Coronel de la Guardia Civil y hombre de gran influencia en todo el Campo de Gibraltar. Estaba casado con doña Ramona López, una distinguida dama de la sociedad algecireña. Vivian en una casa señorial, junto a Manzanete, frente a la sastrería de Ocaña. En el número cinco del tramo de la calle Panadería que se une con la cuesta de la calle Sacramento.
La vitalidad comercial de ese muñón urbano en las proximidades del callejón Santa María era, en el primer tercio del siglo pasado, extraordinaria. De hecho fue el lugar en el que se instalaban los puestos del mercado de abastos que continuaban por el eje de Sacramento hasta la explanada de la Plaza Baja. Justo en el generoso espacio en el que se construyó, en los años treinta, el monumental recinto abovedado ideado y ejecutado por el ingeniero Eduardo Torroja y diseñado por el arquitecto Manuel Sánchez Arcas.
Precisamente en la esquina de Sacramento con Santa María, donde hoy hay un almacén de pinturas, estuvo la carnicería de don Máximo Soto, miembro de una de las familias más notables y significativas de Algeciras. Don Máximo era un hombre de una singular elegancia y de una gran personalidad, soltero impenitente se mantiene aún como referencia viva, todavía hoy, del anecdotario y la idiosincrasia de la sociedad algecireña. Como ya he contado en otras ocasiones, bajó las persianas metálicas de la carnicería para no volver a levantarlas, cuando recibió la advertencia del Ayuntamiento de que le cerraría el establecimiento si no pagaba un tributo municipal que él consideraba improcedente.
Máximo Soto y Leocadio Pérez de Vargas
Don Máximo era muy amigo de don Leocadio Pérez de Vargas. Frecuentaban juntos el Casino y a todo el mundo le gustaba acercarse a conversar con ellos. De convicción republicana y librepensantes, toleraban el estado de cosas de ese tiempo con la abierta esperanza de que fuera pasajero. Don Máximo era una persona entrañable, como también don Leocadio, padre éste de nuestro querido e inolvidable Rafaelito, abogado también, que perdió la vida en un desgraciado accidente de carretera cerca de Tahivilla cuando, admirado por todos, desarrollaba una magnífica labor en el ámbito de la drogadicción y de la dependencia. Su dedicación a los demás fue decisiva en la construcción y habilitación de la residencia de ancianos San José, heredera del viejo asilo frente a la Perseverancia. La amistad de don Máximo con Ignacio el de Los Rosales, primo carnal de don Leocadio, se extendía a sus hijos, Alberto e Ignacio. A este último, el más pequeño, le divertía escuchar a don Máximo siempre que tenía ocasión de hacerlo.
Cuando en Algeciras se constituyó el primer ayuntamiento constitucional, don Máximo le repetía, satisfecho, a Ignacito (como él le llamaba) que ya era hora de que llegara la democracia. Pero, he ahí, que la cantera de Los Pastores, que era de su familia, fue ocupada por los trabajadores y paralizada como protesta por una reivindicación salarial. A la primera ocasión, con su pausada e inconfundible manera de hablar, frotándose los dedos pulgar e índice de la mano derecha, como era su costumbre, mientras adquiría solemnidad en el tono, se dirigió a su joven amigo diciendo (repito fielmente): “Ignacito, me parece a mí que entre estos demócratas hay unos cuantos hijos de puta”.
Don Leocadio y su primo Ignacio, el de Los Rosales, eran a su vez primos carnales de Manuel Pérez de Vargas, el de La Bahía y La Giralda, de Ignacio Molina y de Blas Infante (estos dos últimos, Pérez de Vargas de segundo apellido), entre otras personalidades muy significativas de su época. Todos ellos procedían de Casares y algunos habían nacido y vivido su infancia en el número 51 de la calle Carrera, hoy convertida en museo memoria de la casa natal de Blas Infante y entonces vivienda del referente de la saga, el patriarca Ignacio.
Casares y los Pérez de Vargas
Casares, un pueblo de la serranía de Ronda de gran atractivo turístico, limita al oeste con el Campo de Gibraltar, a la altura de Jimena y de San Martín del Tesorillo. Los Pérez de Vargas (PdV) constituían una familia de agricultores cuyo patriarca, Ignacio, llegó procedente de la localidad madrileña de Buitrago de Lozoya, de la que San Roque es patrón, como administrador del Ducado de Osuna. Fue durante muchos años alcalde de la ciudad. Casado con María Nicolasa Romo Vera, tuvieron diez hijos. La segunda, Ginesa, fue la madre de Blas Infante, y la cuarta, Isabel, la de Ignacio Molina. El octavo, Manuel, era el padre de Manuel, el de La Bahía, padre, a su vez, de María Isabel, de Manolín y del magistrado Juan Ignacio. Maria Isabel era un bellezón que se casaría con Juan José Triay, el famoso abogado gibraltareño que tanto hizo por la aproximación a España de la colonia militar británica. Manolín continuó el negocio de distribución de bebidas de su padre. El noveno de los hijos, Ignacio, era el padre de Leocadio, el conocido abogado algecireño al que me he referido, y Alberto, el más pequeño, sería el padre de Ignacio el de Los Rosales.
En la casa del Rinconcillo de Ignacio Molina recalaban, invitadas, figuras importantes de la sociedad algecireña de aquel tiempo. Tenía un sombrajo en las afueras, ya en la playa, y el caserón del interior se empleaba para cambiarse de ropa. El pozo surtía de agua para ducharse con ayuda de una polea por la que se deslizaba una gruesa soga con un cubo atado en el extremo. Nadie pernoctaba en la finca ni permanecía en ella más allá del tiempo de playa. La frecuentaban profesores del Instituto y paisanos o militares que estuvieran de vacaciones. Eventualmente familiares, entre los que estábamos mi madre, mi hermano y yo. Ignacio, si me encontraba por allí, recurría a mí para que le ayudara en la ducha. Se me antojaba, obviando mi parentesco, un señor mayor –tendría poco menos de sesenta años– que inspiraba respeto. Fuerte, casi atlético, y con una voz gruesa, viril, que resultaba, no obstante, grata al oído. Era una persona entrañable, muy cariñosa conmigo y muy próximo a mi padre, al que visitaba a menudo para hacerle partícipe de sus preocupaciones y tal vez escuchar sus opiniones. Ignacio PdV, su primo hermano, era menor que él y sin embargo daba la impresión de que tenía sobre él una gran ascendencia.
Ignacio Molina
Ignacio Molina PdV ha aparecido recientemente citado por el gran historiador y ensayista linense, Alfonso Escuadra Sánchez –colaborador de Europa Sur– en el contexto de su interesante serie “Los italianos de la Décima”. La Decima Flottiglia di Mezzi d’Assalto (Décima Flotilla de Vehículos de Asalto), era una unidad de buzos militares de la Marina italiana en tiempos de Benito Mussolini.
En el capítulo “Espías, agentes y medios de asalto”, publicado el día 19 de octubre próximo pasado, Escuadra escribe: “Entre la documentación desclasificada no hace mucho por los archivos nacionales británicos, se cuentan diferentes informes que apuntan claramente a que, tanto en este como en otros casos similares, una de las figuras claves en su gestión [se refiere a la realizada por el cónsul italiano Bordigioni en el Gobierno Militar del Campo de Gibraltar, en el marco de las actuaciones de los marinos italianos en Gibraltar durante la Segunda Guerra Mundial] había sido el Comandante de la Guardia Civil Ignacio Molina Pérez de Vargas, primo de Blas Infante y por aquel entonces primer espada de esta sección en el Gobierno Militar”.
También aparece Ignacio Molina citado en el muy reciente artículo –el pasado lunes– del coronel Jesús Núñez: “La absorción del Cuerpo de Carabineros”; capítulo LVIII de la serie que sobre ello está publicando Europa Sur: “Sobre el origen concreto del dinero que se había llevado el capitán Lamadrid hay que precisar que el 27 de diciembre de 1937, es decir, dos días antes de su huida, había recibido 1.350 pesetas. Fueron entregadas por el capitán Ignacio Molina Pérez, habilitado cajero de la Comandancia de Carabineros de Algeciras”. Valgan estas dos citas como preámbulo del fascínate perfil de esta figura, la de Ignacio Molina, cuya personalidad y tareas merecen una consideración aparte.
Como pequeño anticipo, reproduzco una parte del párrafo que sobre Molina aparece en los Archivos Nacionales del Reino Unido, en Kew (Richmond, Inglaterra): “As an intelligence officer on the staff of the Spanish military governor of Campo de Gibraltar, MOLINA PEREZ acted as a liaison point with the British authorities in Gibraltar during the Second World War” [Como oficial de inteligencia del Estado Mayor del Gobernador Militar Español del Campo de Gibraltar, MOLINA PÉREZ actuó como punto de enlace con las autoridades británicas en Gibraltar durante la Segunda Guerra Mundial].
También te puede interesar
Lo último
Contenido ofrecido por Yeguada Cartuja
SUPLEMENTO
Llegan al Campo de Gibraltar días muy especiales con grandes eventos para toda la población