La inocencia perdida

SOBRE LABERINTOS Y TIEMPOS

La inocencia perdida
La inocencia perdida / Daniel Rosell

Algeciras/No sé en qué momento se puso de moda en La Bajadilla de mis primeros años criar conejos. Imagino que sería más por enriquecer la dieta que por contribuir a la proliferación de esos roedores; pura necesidad. Otros iniciaron ese mismo camino con palomas, pero al final encontraron más placer en la cría de las mismas que en su ingesta. Y es que el palomo guisado o en puchero tiene demasiados huesecillos y por ahí se libraron.

El caso es que mi padre puso en la azotea de la casa (aún no se había construido la segunda planta, algo que ya daba un cierto prestigio en la calle) unas jaulas. Éstas aprovechaban la querencia de la pared y permitían acceder de vez en vez a una fuente de proteínas más allá de las socorridas latas de "carne con bi" o los quesos de bola que de vez en cuando se conseguían de Gibraltar.

En ese ecosistema particular los conejos se alimentaban de las hojas de cualquier cosa que pudiera ser cultivada en una maceta, o en minihuertos caseros de no más de diez metros, mientras tenían que ser protegidos de los gatos que rivalizaban en ferocidad con cualquier animal salvaje. Los gatos también tenían que ser protegidos de algunos bípedos que no le hacían ascos a esa otra fuente de proteínas. Cualquier otro animal más pequeño estaba directamente condenado a la extinción en el momento en que fuera avistado por cualquier habitante de esas calles apenas recién perfiladas. Y, desde luego, los gazapos también tenían que ser protegidos de los machos adultos que los devoraban impulsados por las leyes de la naturaleza y las imposiciones de la genética. Afortunadamente nunca fui testigo de nada similar, porque conociéndome no habría dormido en uno o dos lustros. En esos pequeños bancales también se ponían trampas y de vez en cuando caía algún gorrión, jilguero o, con mucha suerte, algún zorzal en busca de alguna semilla caída en el lugar equivocado. Todo acababa en la misma sartén igualado por el rasero del ajo, el aceite y el laurel.

En cuanto a las condiciones de salubridad de todo aquello, la palabra "veterinario" era desconocida en ese entorno, "médico" se asociaba a gente de dinero y el ATS entonces era "el practicante" que solía ser un señor con una enorme jeringuilla que parecía más la lanza de un picador a punto de ejecutar, por lo que cualquier infección se combatía y vencía con fletes de jabón Lagarto y rezos para que la naturaleza siguiera su curso o lo interrumpiera llegado el caso.

Yo recuerdo que me encantaba el pelo, extremadamente suave, y los inmensos ojos de los bichitos de la azotea y jamás imaginé que algún que otro arroz sin duda se enriqueció con lo que había bajo esa piel y tras esos ojos. Los misterios culinarios eran aún demasiado insondables para mí, que sólo sabía que en determinados momentos del día la comida aparecía en la mesa.

Y como toda moda efímera, hubo que dar por terminada la aventura ganadera, al menos en mi casa; poco a poco fueron desapareciendo los semovientes orejudos. Yo lo achacaba a que se iban con su familia o de viaje, cualquier cosa que le pareciera lógica a mi mente infantil. La cuestión es que con los dos o tres últimos supervivientes mi padre decidió darse un merecido homenaje con los amigos, aunque él no cocinara, por lo que los llevó, ya finiquitados, a la droguería. Yo no sabía nada de los entresijos del asunto, como correspondía a un niño ocupado en otros menesteres más lúdicos.

Allí, siempre curioso, noté cómo en la bolsa de tela que había dejado en la estantería de abajo de la caja registradora se producía un ligero movimiento que iba a más. La abrí con recelo y me encontré a uno de los conejos de casa, mirándome con esos ojazos y moviendo nervioso su cuerpo encapsulado en la bolsa.

Llamé a gritos a mi padre, esperando poder salvar al colega y que se me recompensara por ese arranque de filantropía. Por eso mi asombro fue casi infinito cuando vino mi padre, me miró y me soltó un rotundo "quita niño" mientras lo agarraba por las patas traseras, lo ponía cabeza abajo y le atizaba un golpe tras la nuca con el canto de la mano para rematar la faena que ni el Bruce Lee de sus mejores años, todo en un movimiento más que atinado y veloz. "Golpe de conejo" creo que llaman a la suerte en cuestión, que además debía ser preciso y contundente, pero a la vez sin pasarse para no formar coágulos ni estropear la carne.

Luego, simplemente lo echó de nuevo en la bolsa, casi sin mirar, mientras seguía despachando a una señora que no paraba de decirle que se había equivocado en la cuenta, que ella no se llevaba tanto para tener que pagar un billete, tres duros y dos pesetas.

Juan, el aprendiz que tenía mi padre en la tienda me vió haciendo pucheros y se compadeció de mí, así que me montó en el bicicarro donde entregaba algún pedido que otro y llevaba mercancía del almacén a la droguería. Fuimos por la calle del Cine España para abajo y hasta cruzamos el puente que iba a La Perlita y allí en cuclillas en la parte destinada a la carga, mientras se me secaban las lágrimas se me fue cerrando un pelín el corazón a la vez que me sentía alguien importante en esa aventura.

A la vuelta, ya al mediodía, nos metimos todos en Los Porrones donde habían preparado para mi padre y sus amigos una carne (entonces todo era "carne") riquísima al ajillo, que junto a los sopones del pan de masa dura que hacían en su propia Tahona terminaron de enterrar mis penas y con ellas un trocito mucho más grande de esa inocencia que nunca volví a recuperar.

stats