Un libro imprescindible
Campo chico
'La Capilla de la Virgen de Europa y su influencia en el renacer de Algeciras' se detiene en algo tan de estimar como son las esencias de nuestra personalidad colectiva
Decía en mi último Campo Chico, refiriéndome al Instituto hoy llamado Kursaal, que como es fácil concluir, los alumnos de aquellas brillantes promociones de los años cuarenta y cincuenta que no se citan, son muchos más que los citados. Y añadía, a modo de insistir en la imposibilidad de descender al detalle y pormenorizar ad libitum, que las citas son fruto de una decisión puntual, no pocas veces azarosa. Un capricho de la memoria y no una referencia sine qua non. Empero, en cuanto se acude a algún nombre, aparece un espíritu que se agita. Debiste citar a tal o a tales –te dicen–, olvidaste a tal o a tales –insisten–, y uno se queda desvalido, porque se enfrenta a una casuística en la que no le es posible entrar.
Fali (Rafael Rus), uno de mis más queridos compañeros de entonces, que marchó de Algeciras para incorporarse al mercado de trabajo, dejándose muchísimos momentos entrañables y una huella indeleble entre sus numerosos amigos, se refería a dos militares brillantes que no estaban entre los que yo cité: Diego Arroyo y Antonio Rodríguez Quiñones. Le habría dicho, pero no se lo dije, que puestos a pensar en tantos condiscípulos militares, habría que recurrir, inevitablemente, a muchos más, en particular al que llegó más lejos. Me refiero a José Ramón López Negrette. Copio y pego: General de División, Adjunto al Jefe de la Fuerza Terrestre, Director de Enseñanza, Instrucción, Adiestramiento y Evaluación, Coronel del RCLAC Villaviciosa 14, Gran Cruz al Mérito Militar, cuatro Cruces de Mérito Militar con distintivo blanco y una Cruz con distintivo azul, Gran Cruz de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, Medallas OTAN en Bosnia y Kosovo, Medalla del Sahara y Medalla de Cisneros. Eso sí, si abordáramos la tarea de dar detalle sobre las personalidades importantes que se formaron por estos pagos, tal vez advertiríamos cuánto ignoramos cada vez que damos nombre a una calle, colocamos una placa en algún sitio, concedemos una medalla o ponemos en una solapa la insignia de la ciudad.
También Paco López, cuya familia es parte esencial de nuestro devenir, me llamaba la atención mencionando, junto a él mismo, a Enrique Gippini, Lechugo, Crescencio Torés, Sebastián González, Buenaventura Morón, Nieves Saavedra, Mari Luz del Pino, Carmen Torres y Loli Moya. No puede evitar, como no podemos evitarlo ninguno, añadir un “entre otros” que es, al fin y al cabo, un modo de reconocer la imposibilidad de detenerse en cada uno de tantos como han formado parte de nuestra pequeña y querida historia. En cuanto a “entre otros”, estaría, por ejemplo, Emilio Lledó, alcalde de Algeciras y alto funcionario de Hacienda; y lo que tiene más mérito y dice más de él: casado con una de las mujeres más guapas que ha dado la comarca, linense como las de los cuadros de Cruz Herrera. No obstante, de un modo u otro, todos aparecen en mis relatos, tarde o temprano, implícitos o explícitos. Claro que sé más de estos que de aquellos, de unos que de otros, pero no son pocos los que por causas diversas, hemos perdido de vista porque se han alejado de nuestros paisajes. Por detenerme en una de las citas de Paco, valga Loli Moya; era la hija del propietario del Bar Moya, que frente a Los Rosales, en los altos de la calle Real –en aquel tiempo, José Antonio–, daba réplica a este último, como un Juan para José o un Arruza para Manolete.
Los Rosales era el bar de la burguesía, de los militares, de los bodegueros de Jerez y de los administradores públicos. En él se concibió la creación de la cofradía de La Columna y desde él se proyectaba la Feria y, en ocasiones, los carteles de su soporte taurino. El Moya era un bar de tertulias y de encuentros para los numerosos corredores de fincas de aquel tiempo. Unos espléndidos salones recordaban los de los clásicos cafés de antaño. Los Rosales tenía una máquina de café sin estrenar en una hornacina tras el mostrador, inmediata a su acceso. Frente a ella, se elevaban unos grifos que podían parecer destinados a servir cerveza y de los que sólo salía agua fría.
La hora del aperitivo era para Los Rosales y la del café para el Moya. El primero abría y cerraba tarde, el segundo abría y cerraba temprano. Los Rosales había derivado el nombre del segundo apellido de la suegra de Ignacio, su propietario y conductor. El segundo, del nombre de quien lo hacía posible. Ignacio no era hombre de hostelería cuando se puso a ello, Moya, por el contrario era un barman de diseño. Ignacio gustaba de llevar una chaqueta blanca y colocarse a veces, un clavel en la solapa. Moya vestía camisa blanca y corbata de palomita negra. En ambos casos, los camareros eran muy profesionales y solían ir a comisión. Como quiera que se trataba de dos bares muy frecuentados, los que accedían al puesto solían conocer muy bien el oficio. Los Rosales tenía cuatro veladores en la calle y el Moya algunos más y un interior más espacioso. Pero las cuentas de los Rosales eran mucho mayores. La tortilla de patatas era conocida en toda la comarca, pero el fuerte lo constituían la pata de cerdo asada y los mariscos. El Moya servía sobre todo cerveza de grifo y café.
En ese mañaneo, en el que parecían sucederse los dos establecimientos, destacaba el dinamismo urbano del que quizás fuera el tramo más circulado de Algeciras. Era el cauce del negocio, de la venta y la compra, del ir y venir al muelle o a la Marina. Ahí estaba en un tiempo muerto la capillita de Europa.
Cuando el pasado martes se presentó el libro (imprescindible) de Francisco López Muñoz, dos intervenciones permitieron valorar el esfuerzo de nuestros servidores públicos y de los investigadores que nos permiten ir poco a poco descubriéndonos a nosotros mismos, a nuestro territorio y a todo lo que amamos con un sentimiento profundo de pertenencia. Se añadieron al discurso de Paco sobre su La Capilla de la Virgen de Europa, flanqueado por el presentador, Miguel Ángel Delgado, y los investigadores del patrimonio, Antonio Gil y Roberto Godino. No ha trascendido mucho la presentación de este libro que se detiene en algo tan de estimar como son las esencias de nuestra personalidad colectiva. Ángel Luis Jiménez, concejal delegado de Cultura en la corporación presidida por el alcalde Francisco Esteban, se refirió a cómo se las arreglaron en aquella histórica ocasión para salvar a la capilla de Europa, no ya de sus debilidades –no estaba cimentada ni arropada en el subsuelo de su cara este–, que también, sino del peligro cierto de su demolición a beneficio de la especulación inmobiliaria. Habló de la dejación de las autoridades municipales, que están permitiendo la consolidación de atentados contra el acuerdo suscrito en su día entre la inmobiliaria y el Ayuntamiento, pero no aludió, para no abrumar –su intervención fue breve pero sustanciosa–, a las ocurrencias de las autoridades religiosas, chocantes ante la Estética e impertinentes ante la Historia. La otra intervención fue la de mi admirado amigo Juan Ignacio de Vicente, cuyas investigaciones, al alimón en ocasiones, con su esposa, Mercedes Ojeda, han abierto las puertas de la Historia a numerosos investigadores. Se refirió en concreto a algunos detalles de su Los primeros años de exilio del Cabildo de Gibraltar (1704-1716) (Almoraima, 2004). Como era de esperar, Paco López le contestó declarando cuánto, tanto él como tantos otros, le debían, le debíamos. De Vicente es la referencia más importante en lo que sabemos de las andanzas de los primeros pobladores de la moderna Algeciras.
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