La muerte del Cine España

Sobre laberintos y tiempos

La muerte del Cine España.
La muerte del Cine España. / Daniel Rosell

En mi barrio nadie salía de vacaciones, nos torrábamos en la playa, nos librábamos del colegio y, sobre todo, teníamos el cine de verano, el Cine España, donde sufríamos los mosquitos, pero ¿salir fuera, alquilar casa o chalet, ir a la montaña? Eso era un exotismo impensable. ¿En serio era posible? Ni siquiera recuerdo pensar algo similar...

Como en tantos barrios obreros, nosotros nunca habíamos sido agraciados por la lotería de las inversiones, ese sorteo tocaba siempre a quienes compraban todas las papeletas, no a nosotros, que ni siquiera sabíamos que había que comprarlas. Aunque pensándolo bien, décadas después seguimos sin saber dónde las venden.

Por eso, lo más parecido a la cultura que podíamos disfrutar sin salir del refugio de nuestras calles era ese cine, poco más que unos muros, un ambigú y una habitación donde estaba el proyector que fallaba casi todas las noches. En ese momento todo el cine se ponía a increpar al señor de la maquina mientras vociferaban "¡Rebolo, Rebolo!" y yo me hacía pequeñito a la vez que procuraba esconderme entre la silla y el suelo ¡Estuve desconcertado mucho tiempo hasta que supe que ese señor era pariente nuestro y que no era a mí a quien gritaban!

Y aun así, en esa infinita pared blanca vi cómo se nos prometían mundos y tiempos, cómo nos creíamos que los indios eran los malos y el séptimo de caballería un oasis de honor; cómo la niña del exorcista nos inundaba a todos de puré de guisantes y un miedo cerval o cómo Alfredo Landa nos enseñaba que todo es posible, que las suecas estaban ahí para ser seducidas por señores bajitos de pelo en pecho y Marlboro en ristre.

Esas noches en que el calor era asfixiante a la vez que te llevabas una rebequita "p'al relente" experimenté lo más cercano a la felicidad que podía. Una bolsa de pipas, una gaseosa y una silla de tijera que se te clavaba listón a listón, meticulosamente, mientras esquivabas los balazos del pistolero de turno, me permitían soñar otros mundos; en ese estado mis inquietudes precoces se adormecían mientras respiraba en Technicolor los sueños de otros.

Esos veranos yo envidiaba a quienes vivían en las casas de alrededor porque podían ver el cine gratis en unas azoteas castigadas por el calor del verano. O a quienes subían al campanario de la parroquia (casi siempre del grupo de scouts, lo de la OJE era para los barrios pijos) para ver la pantalla con los pies colgando. Yo lo hice una vez, pero la verdad es que acabé derrengado de tanto escalón y además siempre he tenido algo de miedo a las alturas, así que la poesía del momento nunca llegué a disfrutarla, pero los envidiaba.

Yo, he de confesarlo, siempre fui devoto de San Clint Eastwood. Su manejo del desprecio, el cigarro que movía de un lado a otro con maestría y su democratización de la venganza conseguían que todos nos sintiéramos un poco mejor después de ver cómo mataba de frente, de espaldas y de perfil, con maestría inigualable, a todos los que eran dignos de sus disparos. Esas películas consiguieron que ansiara conocer los Estados Unidos de América, sin apenas saber que se habían rodado a escasos cientos de kilómetros de donde yo comía pimientos fritos y bebía gazpacho para hacerle los honores a las calores. La magia de la inocencia nos llevaba y traía por donde nuestra imaginación, aliada con el director de turno, quisiera.

Pero lo hermoso acababa cuando aparecía el "The End" en la pantalla. Salías de allí y tenías que andarte con cuidado porque no era raro que varios desharrapados te rodearan, todos más pequeños que tú, y procuraran quitarte cualquier cosa que llevaras. Si te encarabas, inevitablemente aparecían dos o tres mayores al rescate, desde las más oscuras entrañas del barrio, preparados de antemano; no podías ni achantarte ni hacerte demasiado el chulito, en una medida que sólo daban la calle y frecuentar los futbolines de Luis. Pero te la jugabas sin que nadie tuviera la menor intención de defenderte. Esos eran la cantera de las varias bandas que poblaron un tiempo la barriada y se citaban con las de los barrios vecinos a rajarse a navajazo limpio. La selección natural a pleno rendimiento.

A pesar de todo, el verano en que el España no abrió sus puertas no podía creerlo. El cine era -tendría que haber sido- eterno. ¿Cómo podían hacernos eso?

Ahora esa misma pantalla está medio tapada por un aparcamiento en venta (¿justicia poética?) y el resto del cine lo ocupa un supermercado; hemos cambiado la magia de las imágenes por ofertas de 3x2. Y cuando la veo así, sola en su magnificencia, recuerdo estos versos de Bécquer:

"Del salón en el ángulo oscuro

De su dueño tal vez olvidada

Silenciosa y cubierta de polvo

Veíase el arpa

...Cuánta nota dormía en sus cuerdas

Como el pájaro duerme en las ramas

Esperando la mano de nieve

Que sabe arrancarlas..."

Y no puedo evitar pensar en cuántas ilusiones permanecen aún impregnando esa simple tapia encalada, silenciosa como el arpa. Cuántos "Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años... Dime que habrías muerto si yo no hubiera vuelto... Dime que me quieres todavía, como yo te quiero" se han quedado sin ser oídos, restallando en un espeso silencio. A saber si esas notas también están durmiendo el sueño eterno o aún conservan la esperanza de un último pase.

Ni el arpa, ni el Cine España ni nosotros nos merecíamos un final tan triste, aunque por lo visto el espectáculo debe continuar, aun con otros actores y actrices.

Pero no allí. 

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