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El río de Algeciras

A vista Del Águila

A principios de los setenta, Algeciras perdió una de sus señas de identidad. Desde entonces, es una ciudad sin río

Miguel Ángel Del Águila plasmó estos cambios

El río de la Miel, desde el puente de su desembocadura en 1968. / Miguel Ángel Del Águila
José Juan Yborra

17 de marzo 2022 - 05:00

Algeciras/En época medieval, Algeciras no era una, sino dos. En su topónimo destaca la -s, una de las escasas marcas de dual que poseemos en nuestra lengua. Cuando Alfonso XI la contempló desde el mar por vez primera se refiere a las Algeciras, mientras en crónicas musulmanas se citan las dos villas que la conformaban. Estaban divididas por el río de la Miel que las separaba, pero a la vez las relacionaba, ya que el tramo más próximo a su desembocadura era utilizado como refugio para las embarcaciones convirtiéndose en el embrión de un puerto del que formaban parte unas atarazanas ubicadas en su margen izquierda.

Tras la refundación de la ciudad en el siglo XVIII, este tramo de ría siguió teniendo rol portuario, conservándose en centurias posteriores con la llegada del ferrocarril. En tiempos modernos, sirvió de divisoria entre una paradójica Villa Vieja, al sur, plagada de hoteles y mansiones burguesas que tenían en Gibraltar algo más que un telón de fondo y la ciudad al norte, cuyas calles más cercanas al río mantenían el tono comercial impulsado por el mercado y la entrada al puerto desde la acera de la Marina. Así se mantuvo hasta la década de los setenta del pasado siglo, cuando drásticos cambios que Miguel Ángel Del Águila fotografió, acabaron con buena parte de nuestra historia.

El río de la Miel, desde el puente de su desembocadura en 1968. / Miguel Ángel del Águila

El río y la ciudad

En 1968 la ciudad aún se veía reflejada en su río. Cuando el fotógrafo captó esta imagen desde el puente peatonal de su desembocadura, se intuía en el azogue de la marea alta el contorno de los edificios de su orilla izquierda. Aún quedaban algunos de factura dieciochesca, erigidos por la burguesía local al reclamo del cauce. Triangulares frontones, sobrias rejerías, tejas sobre cal, alternan con otras construcciones que en los años veinte del pasado siglo ennoblecieron el espacio.

Destacan la fachada del hotel Madrid, recubierta de azulejos verdes hasta el gablete curvilíneo de aire nórdico y el ecléctico edificio que Emilio Antón diseñó para la familia González Gaggero, cuya función hotelera no impidió que fuera la primera sede del Instituto Local de Segunda Enseñanza en 1929. Balconadas, estípites, balaustradas, chaflanes curvos y su redonda torre mirador se alzaron sobre la primitiva aduana de la ciudad, lo que confirma el valor portuario de la ría en tiempos de su última refundación. Nuevas edificaciones al fondo empequeñecen el perfil de la capilla del cristo de la Alameda, asiduamente visitada por las gentes de la mar en centurias pasadas.

La blanca baranda de piramidales pináculos de la orilla sur y la metálica de la norte, que separaba la calzada de la vía del tren, no logran restar el empaque de unas aceras donde se asomaban toldos y anuncios de las primeras agencias y tiendas de recuerdos, abiertas a los viajeros que tenían en la ría la principal entrada de la ciudad cuando se venía desde el mar.

La inundación del 13 de enero de 1970 en el puente del Rancho. / Miguel Ángel del Águila

El río y sus riadas

A principios de enero de 1970 llovió con la fuerza de los tiempos pretéritos. El día 13, el cielo se vació sobre el cobujón de las Corzas y el valle alto del río. Empezaba a oscurecer cuando se desbordó con furia al llegar a las primeras amplitudes del Cobre, anegando antiguos molinos y casas de labor.

Retransmitían por televisión dibujos animados en blanco y negro cuando se corrió la voz que el desbordamiento se acercaba al centro desde el llano de la Junquera, el Rancho y la Estación. Entró por la Caridad y en segundos se acumularon el agua y el cieno desde la calle Tarifa al histórico cauce en busca de las mareas altas. Fue una noche de zozobras, inservibles maderas en las puertas, trajines domésticos y barcas en las calles.

De madrugada cesó la lluvia y comenzaron días sin clases donde todos ayudamos a sacar agua y limpiar barro de muebles, paredes, suelos y colchones. Miguel Ángel Del Águila acudió hasta el puente del Rancho para fotografiar los daños causados: pretiles arrastrados, cañas, broza y neumáticos en un cauce ya en descenso que permitía el trasiego de transeúntes camino del Tropezón y la Piñera. Hubo muchas riadas en aquellos años, pero aquella fue la que más consecuencias tuvo, ya que se convirtió en uno de los detonantes que impulsó el desvío del cauce que había dado sentido a la ciudad.

La polución del río, con la marea baja. / Miguel Ángel del Águila

El río contaminado

Las riadas no fueron la única causa del desvío y soterramiento del río de la Miel. Hubo otra que se utilizó como principal argumento para iniciar estas obras: el inmundo estado de sus aguas, sobre todo en su histórico tramo final, donde alcanzaban una consistencia viscosa y un olor que en poco recordaban los versos de Ibn Abi Ruth que recreaban sensuales noches en sus orillas a despecho de los censores.

La suciedad de su corriente, que provocaba paronomásicos chistes, no era algo nuevo. La madrona principal de la ciudad desembocaba en los aledaños del puente de la Conferencia y Laurie Lee, al llegar a Algeciras en 1934 tras recorrer con su mochila el camino de La Trocha, se refirió al río como una cloaca de nauseabundo olor.

Cuando Miguel Ángel Del Águila tomó esta imagen, la marea baja había dejado al descubierto el limo oscuro de su fondo, que cubría piedras y arena de un poso de negra polución que nada dignificaba al maltratado lecho. Por estas razones, su soterramiento fue bien visto por muchos ciudadanos, aún no acostumbrados a conjugar verbos como regenerar, que hubiera permitido conservar un cauce donde fondearon barcos antes incluso de que dividiera a dos ciudades cuya marca de dual aún no hemos sido capaces de borrar. Como suele suceder, al menos nos quedan las palabras.

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