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Días de consumación

A vista de Águila

El soterramiento del cauce histórico del río de la Miel fue la actuación con la que se borró su discurrir a través de la ciudad

Miguel Ángel Del Águila fotografió aquellas obras

La ciudad traspasada

Las obras para tapar el río de Algeciras. / Miguel Ángel Del Águila
José Juan Yborra

07 de abril 2022 - 05:00

Los ríos no solo se corresponden a cauces reales, sino que se han convertido en términos imaginarios de una metáfora de lo más socorrida en nuestra cultura: Heráclito, Machado o Manrique la han asociado al paso del tiempo, identificándose con nuestras propias vidas que, como los caudales físicos, van a dar a la mar, que es el morir. El poeta castellano considera que en el mar todo acaba: la desaparición como final a la que otro escritor, Vicente Aleixandre, se refiere en sus Poemas de la consumación, donde insta a que oigamos que cuando todo ha desaparecido, entonces, y solo entonces, aparece la verdad. El río de Algeciras sigue muriendo en el mar, pero nadie puede verlo bajo toneladas de tierra. A principios de los setenta se decidió cubrir sus aguas que desde entonces pisamos sobre asfalto y encofrados. La memoria de su ancestral cauce se va borrando entre los ciudadanos que solo poseemos imágenes como las que Miguel Ángel Del Águila tomó cuando comenzaron a quitarle su noble condición en aras de rápidos beneficios. Hace décadas hicieron desaparecer el río; hoy a muchos nos duele su verdad.

1. El río consumado

Una tarde de abril, el fotógrafo se acercó hasta un puente de la Conferencia que había dejado de tener sentido. Frente al bar de Arturo, sobre una vías que ningún tren cursaba y sobre las que crecía la verde vegetación de las primaveras lluviosas, enfocó la cámara hacia levante, para captar en perspectiva las obras de soterramiento del histórico cauce del río de la Miel. Desde el tramo derribado de la barandilla a la altura de casa Alfonso, camiones y camiones habían depositado toneladas de zahorra en una ría sobre la que pasean dos personas que caminan hacia la desembocadura, donde una grúa hilvana constantes labores de consumación. Algunos vecinos aprovechan el tibio sol de poniente para contemplar las obras desde el puente recién construido que pasaba junto a la colorida caseta de carabineros que custodiaba la entrada del muelle Chico. El tráfico discurre sobre sonoros adoquines en paralelo a la vía del tren, frente a las oficinas de Aucona, en los bajos de la desmochada esquina de la casa de los Gaggero. El cantil de caliza blanca, retranqueados tramos de escaleras y algunos noráis en hilera son lo que queda del viejo estuario donde tuvo su origen el puerto. Solo un estrecho regato alimentado por las mareas pervive de la familiar corriente que la tierra estaba a punto de cubrir.

2. Que van a dar a la mar

Una mañana de poniente largo, que limpió el recto perfil de las cumbres de las Corzas, Miguel Ángel Del Águila se asomó al pretil del puente recién inaugurado en la misma desembocadura de un río que casi había dejado de serlo. Por arriba, todo parece igual: la familiar silueta del Anglo, con ventanas cerradas y azoteas vacías; la blanca medianera del Octavio; el eucalipto del cuartel de Transeúntes; los altivos paramentos del hotel Madrid y de la casa de los Gaggero, que ya no se ven reflejados en el agua; las fachadas de los Pulpos, de Sánchez, de Arturo; viejos tejados dieciochescos desahuciados por la desidia; el blanco chaflán del Hispano; la antigua capilla del Cristo, que cambió sus exvotos por llamativos calendarios, neumáticos usados y un olor impregnado de aceites; el testero cejado de Llodra, primero en recibir el sol cada mañana… Sin embargo, por abajo todo ha cambiado: la piedra y la tierra cubren antiguas corrientes; una grúa introduce verticales pilotes que darán cobijo a subterráneos encofrados; un escueto regajo discurre bajo una vía de tren igualmente condenada. Solo son restos de menguadas aguas que aún son capaces de lamer el viejo cauce. Río sepultado, ciudad desposeída, corriente enterrada que anhela buscar entre sombras el mar, que es el morir.

3. El río sepulto

Amanecer de junio de 1975. Madrugó Miguel Ángel Del Águila para tomar esta imagen de uno de los tramos menos fotografiados del río. Cargó con su cámara hasta donde el viejo puente que llevaba al Tropezón había resistido avenidas y riadas. Desde allí se dirigió en paralelo a las vías del tren a un territorio esquinado de perdidas lavanderas en postales sepias entre la antigua estación y a espaldas de la calle Andalucía. En el lugar donde abundaron corcheras de fuego, entre altivas grevilleas y escuálidas acacias que no se habían poblado de verano, discurría el antiguo cauce definitivamente cubierto por una gruesa capa de cemento orillada de redondas alcantarillas ciegas. Nadie discurre por unas márgenes desiertas a las que se asoman blancos muros traseros que reciben los primeros rayos de un sol de estío. Sobre cúbicas azoteas, se asoman las ventanas más altas de la Piñera pobladas de transparentes bosques de antenas debidamente orientadas a sanroqueñas sierras. Al final de la curva de ballesta del subterráneo aliviadero apunta la paralela línea de ventanas del último nivel del patio de Soto, donde la corriente se acercaba a la villa Vieja, al abrigo de olvidados mataderos que dieron nombre a calles y puentes. No hay cauce, ni orillas, ni huellas humanas; no hay corcheras de fuego consumidas con la viveza de los clisés antiguos; no hay borrosas siluetas de lavanderas en sepia; no hay ropa blanca puesta a orear sobre orillas de juncos y tunas. Muchos referentes han sido borrados, sepultos bajo capas de hormigón y tierra. La ciudad fue despojada de su río, que ya no discurre ante altivas fachadas, esquinados territorios, ni siquiera muros traseros; queda por saber si cuando todo se da por perdido el dolor de su verdad puede llegar a restituirlo algún día.

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