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El mercado Ingeniero Torroja

A vista del Águila

La plaza de abastos resulta todo un referente en la vida cotidiana de Algeciras. Miguel Ángel Del Águila tuvo ocasión de fotografiarlo en años de cambios

El mercado Ingeniero Torroja. / M. Á. Del Águila
José Juan Yborra

07 de octubre 2021 - 05:00

Algeciras/A diferencia de la plaza Alta, alrededor de la cual se estableció el poder político y religioso, en la plaza Baja y sus aledaños se situó el epicentro del poder económico de la ciudad desde su refundación a principios del siglo XVIII. En el primer tercio del pasado, el municipio decidió sustituir los provisionales puestos de madera al aire libre del viejo mercado por una edificación con la que se apostó por la modernidad y el progreso. Eduardo Torroja, junto a Manuel Sánchez Arcas -fundadores ambos del Instituto Técnico de la Construcción y Edificación- diseñó un edificio que se sitúa a la vanguardia de la escasamente vanguardista arquitectura andaluza de los años treinta.

Este icono del racionalismo orgánico se mostró como un cendal de vela blanca dejado caer, apenas suspendido en forma de poliédrico octaedro sobre la superficie cuadrada de una plaza que se abría a espaldas del mar, sobre las antiguas atarazanas medievales. Si se suele definir a los mercados como los vientres de las ciudades, el de Algeciras es etéreo, ingrávido, una bóveda de luz que custodia los claroscuros de la vida; una cubierta curva sostenida por formas y olores de alimentos frescos que han acabado formando parte de nuestra existencia.

1. El mercado a vista Del Águila

Un mediodía de verano de 1972, el fotógrafo volvió a hacer honor a su apellido y subió a la única elevación entonces construida en el perímetro de la plaza, en cuyos locales se situó una sucursal bancaria vizcaína. A vista del águila puede contemplarse la armonía y el equilibrio que el caserío mantenía hasta entonces: edificios de apenas dos alturas rodeaban con ángulos rectos el atrevido octógono de Torroja: el lienzo blanco apenas dejado caer sobre un entorno de muros recién encalados, donde aún se aprecian nobles balconadas y cierros dieciochescos en un entorno de negocio y compraventas, de tratos y compras, de sobrios mercaderes que creían en la palabra dada.

Es una imagen plena de luz: la del sol alto de agosto, que apenas deja sombras sobre los escasos viandantes; la clara pintura de los coches, aparcados en batería en la orilla de levante de la plaza y en línea en las despejadas aceras del norte; los toldos blancos de los puestos de verduras que orillaban el testero oeste y la entrada que llevaba a la antigua pescadería; las tejas encaladas; las sábanas puestas a secar de los hostales donde buscaban cobijo funcionarios y viajantes, huéspedes fijos y eventuales que muy de mañana caminaban hasta el cercano puerto en busca del primer barco que cruzara el Estrecho. Los escasos viandantes buscan la sombra esa calurosa mañana de claridad de poniente; solo falta oír el sordo bullicio de las compras filtrarse por los achatados vanos por donde la blanca cúpula parece sujetarse en una aérea suspensión que venció las primeras suspicacias y el paso de los años.

2. El mercado y su entorno

El mercado y su entorno. / M. Á. del Águila

El mercado era el epicentro de todo el entramado de la zona baja de Algeciras. Buena parte de su pulso vital y urbano giraba en torno a él. En esta otra imagen tomada desde las alturas que lo separaban del puerto, el fotógrafo captó el dédalo de azoteas, vías y tejados que convergían en él desde poniente.

Era una oscura mañana de abril de 1971. El invierno anterior había sido lluvioso y dejó implacables rasgos de humedad en el noble, viejo y sentenciado caserío del entorno. Tejados a dos aguas, cuadrados patios interiores, inclinadas azoteas, oscuras tejas de tiempo y líquenes, húmedas ropas tendidas, balcones desfondados, cristales sin masilla, visillos descorridos tras vanas esperas e invasiones de moho. Parejas con el brazo sobre el hombro pasean por la calle Tarifa. En el cruce de la Puerta del Sol unos se desvían buscando el río; otros suben hacia la cuesta de Teléfonos y otros siguen rectos, camino de Mérida, hasta llegar a la Caridad, entrada de la ciudad histórica desde las vegas del río. Los viejos muros se suplantan por nuevos edificios, nuevas azoteas y nuevos balcones donde se extiende también la humedad sin márgenes de espera. Entre el Octavio, Llodra y la nueva torre del Carmen se extienden los vacíos descampados de la Estación, por donde campaban míticas pandillas y donde el sempiterno humo de la corchera es desplazado por el levante hasta una Piñera Baja que se extiende en la mirada hasta la araucaria de los Bandrés. Al fondo, el pico del Algarrobo domina una ciudad que sigue descorriendo los visillos y espera la llegada del invernal moho.

3. Bajo la cúpula

Bajo la cúpula / M. Á. del Águila

Es bajo la ingrávida cúpula de Torroja donde cada mañana ha latido la vida de un mercado que muchas veces ha sido el pulso de una ciudad que diariamente se veía en él. Por esta razón, no pocos políticos han paseado bajo su aérea curva no en busca de los productos frescos con los que cocinar en casa, sino de los votos que permitieran unos buenos resultados. Faltaban más de cinco meses para las elecciones generales de octubre de 1982 cuando el fotógrafo captó la visita de Manuel Fraga Iribarne y sus acompañantes que acaban de entrar por la puerta que llevaba a lo de Bermejo.

Aquellas elecciones que encumbraron a Felipe González, lo convirtieron en líder de la oposición, aunque nada de eso parece barruntar el estrechón de manos con una sonriente señora entre foráneas telas de alpaca, docentes corbatas y trajes de chaqueta poco usuales en los poligonales pasillos.

Otros clientes no se alteran ante la visita y siguen comprando en carnicerías entre carteles con los precios de la ternera; alguno mira a la cámara con sus Ray-Ban a la moda frente a piezas de quesos manchegos, morcillas de Montejaque y patas de jamón blanco colgadas para el corte. Al fondo, la maraña de polvorientos contadores cobijados sobre la puerta; los departamentos oficiales del recinto: la inspección municipal veterinaria, la báscula de peso, el despacho de la administración y una cabina abierta de teléfonos junto a la pizarra donde se anotaban con tiza los resúmenes de cotizaciones para mayoristas y venta al público de berenjenas, habas, calabazas o pimientos que luego en cada casa iban derechas a abombadas ollas de porcelana o a negras sartenes que colgaban por el mango entre blancos azulejos y muebles de formica acostumbrados a unas manos cuyo tacto cuesta ya trabajo recordar.

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