La Perseverancia incumplida
A vista del Águila
A finales de los sesenta, la Perseverancia de Algeciras comenzó a cuartearse. Miguel Ángel Del Águila fue testigo de su desaparición
El río enterrado
La plaza de toros de Algeciras siempre ha estado en relación directa con su feria. Antes de que esta existiera, se celebraron numerosas corridas con afán festivo pero también recaudatorio. Los frailes mercedarios las aprovecharon para financiar la erección de su iglesia conventual, cuya barroca espadaña se asomaba de soslayo al compás abierto frente a la calle de san Antonio.
En aquellos tiempos, los festejos se celebraban en el patio del Matadero o en la plaza Baja, hasta que la cédula que instauró la feria real en 1850 impulsó la construcción de un coso permanente. Erigido en la cima del cerro del Mercado, el de la Constancia presidió el paseo festivo que se poblaba a primeros de junio de aficionados con gruesas patillas, de mujeres con vistosos mantones y una amalgama de peinas, chalecos, madroñeras y cañas de manzanilla.
Quince años después fue reformado el edificio que se volvió a nominar con el sinónimo de la Perseverancia. Se coronó con tejas árabes que cubrían poligonales superficies rematadas por columnas toscanas y arcos de medio punto que vieron faenas del Tato y el Gordito; de Cara Ancha y Lagartijo; de Chiclanero y Morenito de Algeciras. Escucharon los sones de la banda de la guarnición y vieron proyecciones de cine en anocheceres de verano con frescos relentes. Así, a lo largo de casi cien años, hasta que Miguel Ángel Del Águila fotografió el derribo que no hizo honor a su nombre.
El tesón de la Perseverancia
Una mañana de invierno de 1968, Miguel Ángel Del Águila subió a la terraza que sustituyó al Colegio Politécnico para fotografiar a la Perseverancia. El desaparecido plátano de indias de la esquina del asilo seguía sin hojas y el poniente acumulaba húmedas nubes en la sierra, pero el sol iluminaba los muros de mediodía de la poligonal estructura de dieciséis lados que albergó tardes de toros durante más de cien años.
Aquella mañana, su longevo tesón estaba ya sentenciado. Dos años antes, el consistorio decidió construir un nuevo coso en las afueras, sobre unos apartados terrenos a los que también se había decidido trasladar la feria real. A partir de entonces, la vieja plaza empezó a tener sus días contados. Los lienzos hexadecagonales; los tríos de ventanas que encuadraban centradas puertas; los blancos paramentos fileteados de almagra; la puerta principal escoltada por las taquillas de sol y sombra; las pinturas multicolores de jerezanas bodegas; los arcos agrupados de cuatro en cuatro bajo las cubiertas de teja; las empinadas gradas recubiertas de piedra; el palco central orientado a levante; hasta las gradas superiores de madera habían dejado de oír pasodobles, de ver trajes de luces, lentejuelas al sol y mantones a la sombra.
La ciudad crecía al norte de sus muros y olvidó pronto su circular albero. Las nuevas hojas del plátano del asilo crecieron en silencio cada mes junio sin la cercanía de la música festiva, sin luces al sol ni mantones en la sombra, hasta que también llegó su hora.
Pavanas sobre una plaza difunta
Pocos juegos de palabras escribiría Guillermo Cabrera Infante al ver esta fotografía tomada por Miguel Ángel Del Águila en 1975. En junio de aquel año no sonaron los clarines, ni los gritos, ni las palmas, que llevaban tiempo mudas en el viejo coso. No hubo monteras, ni alamares, ni negras manoletinas sobre un albero donde crecían jaramagos y que los escombros empezaban a cubrir. No hubo ternos de alpaca, ni camisas blancas, ni sombreros de ala ancha en un graderío hosco por los que improvisadas pasarelas descendían los derribos. No hubo mantillas blancas, ni pendientes largos, ni claveles en el pelo sobre asientos de madera bajo techos que dejaban ver el cielo. No hubo tejas árabes, faltaban columnas toscanas, habían derribado arcos y presidencias que dejaban ver palmeras canarias y tejados ingleses de la viña de Añino.
El sol se colaba entre vacíos travesaños; los tendidos no tenían sentido y el estrecho callejón no llevaba a ninguna parte. No hubo burladeros, ni vino, ni fiesta, ni poses, ni sangre derramada; solo surcos en el ruedo que mostraban la consumación de un espacio yermo y estéril, por el que solo sobrevolaban las estruendosas pavanas, pregonando su celo sobre el coso abatido.
El erial inconstante
En abril de 1980, el fotógrafo volvió a subir con su cámara a las altas azoteas de la cima del Calvario. A vista de águila captó el desalmado solar de la antigua Perseverancia cinco años después de su derribo. El plátano de indias se había cubierto de primaverales hojas y las lluvias de aquel invierno apenas habían cubierto de pobres rastrojos la zahorra que sepultó el albero del ruedo y las gradas de losas. Media docena de palmeras canarias sobrevivían a una escueta plantación realizada años atrás y orillaban un sendero transversal que atravesaba el inhóspito llano desde la esquina del Calvario hasta la de Cachafeiro, en la Fuentenueva.
Nadie atravesaba el solar; nadie trabajaba en unas estructuras circulares de nuevo hormigón y viejos abandonos; nadie rondaba el sombrajo de planchas de uralita levantado junto al letrero de unas obras inconclusas. Ese fue el primer intento de urbanización de una plaza que conoció otros más de efímeras singladuras. Escaso tráfico rodeaba un espacio que acumuló proyectos y decepciones, mientras la ciudad crecía sobre oteros y colinas con nuevas fachadas, nuevos balcones, nuevas ventanas y nuevas grúas dispuestas a levantar cobijos desde los que ya no se vería nunca más la antigua plaza, la poligonal estructura que albergó alamares y sedas; blondas y sangre; viejos carteles y vinos de Jerez; legendarios maestros, anónimos maletillas; estoques, muletas, abanicos, randas; fotos en sepia de tendidos llenos en tardes de sol y junio; espaciados recuerdos que aún perseveran, como los sonoros nombres de los viejos cosos derribados.
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