El río enterrado
A vista del Águila
En apenas cuatro años, el río dejó de ser visible para la ciudad. Miguel Ángel Del Águila plasmó testimonio de ello
Días de consumación
En la historia reciente de Algeciras, la rapidez de algunas acciones ha despertado pausadas nostalgias. Ha habido momentos en que los cambios se produjeron con la velocidad de la más improvisada inconsciencia y los plazos se cumplieron con la precisión de los relojes de marca. Las de soterramiento y desvío del río de la Miel frente a eventuales avenidas fueron unas obras colosales que se ejecutaron en tiempo récord.
Cuatro años más tarde de la dual firma que dio inicio al proceso, la corriente de agua sobre la que se vertebraron las dos Algeciras medievales y la refundada ciudad dieciochesca se hizo invisible para los ciudadanos bajo toneladas de hormigón y falso albero. Se desviaron las corrientes que producían inundaciones, pero no se regeneró su antiguo cauce; las oscuras aguas pestilentes siguieron discurriendo bajo tierra en busca de su salida al mar. Se enterró el curso; se enterraron las orillas; se enterraron los reflejos; se enterró una parte importante de la memoria colectiva de una ciudad que hoy, cincuenta años más tarde, añora lo que fue y ambiciona lo que pudo haber sido. Lo que terminó siendo se recoge en las siguientes imágenes.
El río embovedado
La primera tarea que se llevó a cabo fue el desvío del nuevo cauce del río, por donde debían discurrir sus aguas a través de una estructura que atraviesa la ciudad bajo tierra en línea recta de poniente a levante. Desde Pajarete a Los Ladrillos, una horizontal torre subterránea discurre bajo aceras y asfalto para dar salida al agua de las lluvias y a desplazamientos humanos menos confesables.
Miguel Ángel Del Águila se dirigió el 11 de septiembre de 1972 a su extremo occidental y fotografió la finalización de unas obras, en cuya base discurría un menguado regato propio de la estación. La redonda claridad del fondo impedía la visión del campo abierto que se abría en la base de la cuesta del Piojo, bajo un cerro de milagrosas apariciones y moradas camisas, frente a la sonora curva de la vía del tren, bajo cañaverales arrancados que no verían más ropa blanca puesta a orear y junto a antiguas correderas camino de la Trocha.
Espaciados tubos de neón iluminaban el redondo prisma de hormigón fraguado con las prisas de las incuestionadas decisiones; restos de encofrados; andamios desmontados; un oscuro montón de tierra abatida a contraluz de una corriente que se dirigía oculta al mar entre artificiales sombras sin ojos que la vieran.
Las Algeciras ¿sin río?
Miguel Ángel Del Águila subió a la azotea del hotel Octavio una mañana de junio de 1975 para fotografiar el estado final de las obras de soterramiento del cauce histórico del río de la Miel, sobre el que ya no se reflejaban las antiguas dos ciudades. Amaneció el día con un poniente en calma que dejaba una mar plana y apenas inclinaba el humo de los transbordadores dispuestos a zarpar.
Se había derribado la fachada verde del hotel Madrid y comenzaban a levantarse los pilares del edificio junto a la entrada del puerto; las sábanas colgaban verticales en los terrados del Marina Victoria, del Anglo y en lo de Juan Sánchez; el sol pleno dibujaba eclécticos perfiles de sombras en la fachada de los Gaggero y líneas paralelas de trapecios sobre las tejas árabes de la capilla del Cristo, que desaguaban junto al surtidor del garaje Hispano, donde un solitario automóvil dormitaba al sol. Refulgía el techo plano del nuevo colector erigido a un paso de la antigua madrona de la calle del Ángel.
Aparece rodeado de la prismática valla blanca que envolvía la vía del tren, la cual seguía marcando su inútil curvatura junto al derruido puente de la Conferencia, cuya posición resalta el hito de un montón de tierra al descubierto. Permanecían los carteles de las obras de soterramiento en la esquina de Transeúntes con el callejón de la Vieja. Coches, camiones y furgonetas aparcaban en batería en la banda sur de un río apenas insinuado por planchas horizontales de hormigón que, tras la curva del puente perdido, iban derechas buscando el mar.
Que es el morir
Jornadas después, el fotógrafo acudió al lugar que sirvió de punto de fuga de la anterior imagen. Desde el cantil del muelle de la Galera dirigió el objetivo a la desembocadura del río recién soterrado. A pesar de las planchas de hormigón y las toneladas de zahorra, las aguas seguían llegando pestilentes a la orilla del mar, dibujando oscuras y rectas manchas de limo que delataban la línea de mareas.
Algunos viandantes se apoyaban en el puente inaugurado meses antes del comienzo de las obras que certificaron su estéril función. Solo la valla que separaba la vía del tren impedía cruzar de una margen a otra que ya habían perdido la condición de orillas. La ciudad seguía latiendo en un espacio más ancho y vacío que nunca: los veladores a cubierto de casa Alfonso; los anuncios de coches de alquiler; los camiones frente al Bodegón; la publicidad cervecera del Término; la soledad del Anglo; el eucalipto de Transeúntes, la araucaria de los antiguos jardines de villa Rugeroni; los jaramagos junto a las intransitadas vías y los blancos bloques de caliza junto al mar. Un horizonte de carrocerías aparcadas cubre el histórico cauce del río. El lugar que dividió las dos ciudades; el cauce que dio sentido a las Algeciras; el espacio que vio arribar barcos corsarios y nacer el puerto acabó convertido durante décadas en un desmembrado y polvoriento aparcamiento, mientras la ciudad fue perdiendo la memoria de un paisaje que la conformó desde sus orígenes. Desde entonces, las aguas de su río siguen muriendo oscuras en el mar bajo la tierra.
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