Sobre las tablas
A VISTA DEL ÁGUILA
Actuaciones, conciertos y representaciones, tuvieron lugar en diferentes escenarios en una Algeciras en tiempos de cambios que Miguel Ángel Del Águila fotografió
Entre las ajadas bambalinas del Casino Cinema, bajo la estrella art decó del Florida, sobre el albero redondo de Las Palomas, junto a los plátanos del Parque, en institutos y colegios, durante los años de la Transición, los escenarios de Algeciras fueron hollados por grupos dramáticos que tan pronto representaban a los clásicos de los Siglos de Oro, como innovadoras muestras del teatro más experimental. Sobre las tablas actuaron músicos y cantautores, grupos y solistas en noches de oscuridad compartida al calor de cientos de llamas de encendedores recargables que se movían al compás de estribillos coreados.
Taconearon zapatos flamencos, se deslizaron sedas y rasos, se reafirmaron orgullosas botas tártaras de lejanas estepas. Sonaron acordes de piano, arpegios de guitarra, afinadas voces de solistas, uniformes coros. Sobre antiguas butacas de chapa y madera, sobre asientos de falso terciopelo púrpura, sobre festivas sillas de tijera nos emocionamos, aplaudimos y vimos en directo a quienes entonaban sones que aprendimos de memoria en eternas tardes de lluvia y vinilo. Hubo momentos en que se dieron forma a letras soñadas, a unas voces y a unos rostros que fueron cercanos y compartidos durante memorables actuaciones con bises incorporados. Se aplaudieron temas conocidos, monólogos de manual y puestas en escena que removían conciencias en veladas de oscuro satén y energías a punto de estrenar.
Quejíos de vanguardia
A principios de los setenta, Miguel Ángel Del Águila tomó esta imagen del grupo sevillano La Cuadra, que representaba en Algeciras su primera obra: Quejío. En aquellos años se programaban los Festivales de España que, junto a los de Santander y Granada, fueron impulsados por el régimen para realizar actividades culturales en poblaciones alejadas de los circuitos culturales de entonces. En Algeciras, cada verano, las rejas delanteras del María Cristina se cubrían de grandes carteles que anunciaban programaciones de lo más variadas, a la vez que se sucedían estrenos de obras auspiciados por la ACA y otras asociaciones que no pasaron desapercibidos. En 1972, meses después de su debut en el Pequeño Teatro Magallanes de Madrid, Salvador Távora representó en la ciudad, junto con su grupo formado en el cerro del Águila, una obra que utilizaba el flamenco para presentar una experimental y vanguardista denuncia que la censura no advirtió. Pantalones desgastados, despeinadas melenas, sudorosas camisas abiertas, sobrios delantales de faena y un decorado gris, con un desportillado barril al que se soldaron cadenas y una gruesa maroma que fue capaz de renovar la escena teatral española tras su paso por la Sorbona y el Festival Mundial de Teatro de Nancy. Ajeno a todo, Távora apuntaba directo a un público que comprobó con asombro que los escenarios podían ser imprevisibles.
De Algeciras a Estambul
Tras un recortado seto de lentiscos campestres, frente a sillas de tijera, saxofones en posición de descanso, partituras, parejas de focos y músicos semiocultos; sobre un elevado taburete de madera con asiento de mullido terciopelo, Miguel Ángel Del Águila fotografió a Joan Manuel Serrat una tibia noche de agosto, sobre el socorrido escenario del parque, ante el fondo apenas sugerido de las altas ramas de los plátanos y la tupida copa de un ficus. Con botines de plataforma al uso, pantalones de campana y cazadora a juego de raso azul y brillante, el cantautor sonreía mientras calentaba motores con una nota con la que se abrieron cielos e iniciaron estrofas. Cuando se tomó la foto, era ya un nombre y una voz, autor de unas letras que fueron la banda sonora de muchas vidas. En 1970 editó Mi niñez, el año siguiente Mediterráneo, el otro, el recopilatorio con letras de Miguel Hernández; en 1974 Canción infantil, a continuación Para piel de manzana. Aquí todos esperábamos con ansia los primeros acordes que anunciaban el llanto eterno vertido al mar por cien pueblos de Algeciras a Estambul. Entonces arreciaban las palmas y un sentimiento no escrito de gratitud al autor que se acordaba de una ciudad de la que no lo hacía casi nadie. Tras su esbozada sonrisa latían los versos inspirados por atildadas señoras, veladas de san Juan, muchachas típicas, pueblos blancos, aristocracias del barrio, Curro el Palmo, y tantas pequeñas cosas alojadas en maternales vientres en un constante canto para la libertad.
El maestro en el parque
En agosto de 1976, el fotógrafo volvió a entrar en el parque y tomó esta imagen de Paco de Lucía recién acabado su concierto. Entonces era ya un músico consagrado y popular. Habían pasado los años de sus actuaciones en el escenario del Casino Cinema y otras posteriores en los que muchos de estos lares no supieron reconocer la hiperbólica valía del guitarrista. En 1973 editó Fuente y caudal, un álbum donde una de sus piezas, Entre dos aguas, lo catapultó a las listas de ventas y al reconocimiento unánime de la crítica. Dos años más tarde, el 18 de febrero de 1975, tuvo lugar su recordado concierto en el Teatro Real, donde abrió las puertas del regio coliseo al flamenco y donde grabó su primer disco en vivo; en el año en que se tomó la imagen había concluido Almoraima, otro de sus referentes. El maestro cruzaba en diagonal el escenario tras saludar a un público que se entregó entusiasmado a sus acordes. Los asistentes cubrían el albero de la rotonda y las gradas del fondo sin dejar un hueco libre. Sonaban unas palmas que no eran por tarantas, ni soleares, ni bulerías, sino de reconocimiento al músico que, pañuelo en mano tras enjugarse el sudor, caminaba serio con su terno claro y acampanado, con su camisa oscura, abierta y húmeda, con un colgante al cuello y unos lustrosos zapatos en busca de la guitarra, que parecía levitar orientada hacia su sombra.
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