Tardes de fútbol en el Mirador
A vista Del Águila
En el viejo estadio del Mirador se disputaron relevantes encuentros en unos años en los que Miguel Ángel Del Águila supo captar la relación de la ciudad con su equipo
Algeciras/En estos días en que el Algeciras Club de Fútbol vuelve a dar satisfacciones a sus seguidores, no está de más recordar antiguas fotografías en las que el viejo Mirador fue el espacio adonde acudían miradas de agua y gargantas de euforia. Allí se vivieron momentos que sobreviven en las encubiertas trastiendas de la memoria de muchos. Cuando Miguel Ángel Del Águila reflejó la vida de la ciudad, las tardes de fútbol se jugaban en el viejo estadio, inaugurado en 1954, cuya banda oriental corría en paralelo al mar sobre la playa de los Ladrillos. Su topónimo lo compartió con la antigua huerta del Mirador, que se alzaba sobre el escarpe donde luego se construyó la Escuela de Arte y se antojaba lejos, camino del cementerio, azotado también por las altas marejadas del levante.
Tenía el aspecto bajo, ancho y salobre de los vetustos estadios del norte, erigidos a orillas del Cantábrico, muy a tono con los orígenes del club sureño, que nació a principios del siglo pasado, cuando a la ciudad llegaron muy británicas modas desde Gibraltar. Era un lugar abierto a los vientos y a la intemperie, adonde se acudía debidamente equipado con impermeables y gorros de agua en inviernos en los que la lluvia y el barro eran asumidos por una afición que no se dejaba amedrentar. Allí se vivieron desafíos y emociones, tardes decepcionantes y otras de triunfo, en las que se iba a ver jugar, aunque el resultado no fuera el deseado.
Tarde de visitantes ilustres
La temporada 1977-78 no le fue mal al Algeciras Club de Fútbol. Jugaba en 2ª división B, pero tuvo suerte en el sorteo de la Copa del Rey y recibió la visita del Real Madrid. El partido de ida se jugó en el Mirador el uno de noviembre, día de Todos los Santos, y la afición llenó el estadio que se alzaba camino de la cuesta del Rayo. Fue una tarde nublada, que barruntaba próximos días lluviosos y Miguel Ángel Del Águila tomó una imagen con gran angular donde se observa la multitud que llenaba las gradas y contemplaba, expectante, los momentos previos al partido.
Una mayoría de hombres y algún que otro niño ocupaban el graderío, patrullado por policías locales de anacrónicos cascos blancos, cinturón y trincheras. Parejas de policías nacionales de uniforme gris vigilan los bordes del césped, transitado en demasía. La perspectiva de la foto no es la habitual: el autor da la espalda al mar, mira de perfil al marcador y prefiere captar el estadio abierto a una nueva ciudad, a hiladas de edificios que aquella tarde vieron llenarse ventanas y terrazas, balcones y azoteas. El Real Madrid goleó al Algeciras, pero fue lo de menos: el público recordó la imagen del caballa Pirri, quien, como capitán visitante, recibió el banderín del equipo rojiblanco y recordó los pases de tantos jugadores conocidos por los manoseados cromos, la prensa diaria y los carruseles deportivos.
Banderas rojiblancas
Por aquel entonces, se asociaba el rojo y el blanco a los colores de la ciudad. Seis meses después de la anterior toma, el fotógrafo realizó esta otra, una tarde en la que el equipo local se jugaba el ascenso a Segunda División en un partido contra el Gerona. Banderas rojas y blancas bajo el viento. Ni el mar ni el aire sangraron aquella tarde. Tampoco estaba Rafael Alberti para escribir su oda al guardameta Platko en los Campos de Sport del Sardinero. Solo niños, muchos niños con camisetas rojas y blancas, con banderas blancas y rojas, como la que ondea, impulsada por el levante, en la torre donde se anotaban los tantos, pintada también de rojo y de blanco. Telas blancas, letras rojas, blanco cielo, barras de un rojo desvaído que ha perdido intensidad después de tantas jornadas de viento y goles.
La fotografía está preñada de iconos entroncados en la ciudad de entonces: el Tropezón, que sirve para rimar en las pancartas, se muestra frente a un marcador grabado en la memoria de muchos y en nostálgicas camisetas de unos pocos. El público camina frente a los anuncios de grandes almacenes e invade el césped antes de iniciarse el partido, como volvió a hacerlo tras conocerse el triunfo. Fue aquella una buena temporada para el Algeciras, aunque nadie escribiera sobre su portero. Nadie, nadie, nadie.
Mirador del mar
Después de tres temporadas en Segunda División B, en la primavera de 1983 el Algeciras Club de Fútbol volvió a disputar un encuentro en el que se dirimía un nuevo ascenso de categoría. Aquella tarde de mayo el fotógrafo realizó una recurrente toma: subió a una balconada del edificio de Orrillo y captó esta imagen del estadio momentos antes de iniciarse el partido. El aire claro de poniente aportaba visibilidad y subrayó un orden casi matemático: automóviles similares aparcados en el perímetro del estadio de cuatro en cuatro, como los barcos que atracaban frente a la lonja; las taquillas, vacías; apenas público fuera y sin aglomeraciones en la puerta; espectadores que llenan el recinto silentes, sin banderas, sin pancartas; solitarias porterías; postes eléctricos vacíos, sin jóvenes, sin niños encaramados; jugadores en formación perfecta.
El sol se refleja sobre el marcador; el mar se desplaza plano; en el cielo, alguna nube que deja en sombra a San José Artesano y al eucaliptal recién plantado para cubrir las vistas al cementerio. Aquella tarde venció el equipo local y ascendió. Tardó veinte años más en volver a Segunda División, pero ya no lo hizo en el viejo estadio que lindaba por levante con la playa. Lo hizo tierra adentro, en un nuevo recinto con el mismo nombre desde donde el mar apenas se presiente.
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