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R. Balompédica - Las Palmas Atlético | La crónica
Al final, al experto que tomó la más que discutible decisión de que el Balompédica-Las Palmas Atlético se jugase a puerta cerrada habrá que enviarle una carta de agradecimiento y todo. No se merecían los 400 últimos abonados de la centenaria entidad de La Línea (a los que les hubiese correspondido acceder a la grada) sufrir un auténtico diluvio sin más defensa que la de los paraguas para ver de nuevo a su equipo fracasar. Porque perífrasis y ornamentaciones al margen, es un fracaso que una plantilla concebida para pelear por todo –o eso contaron- enlace tres partidos en casa sin hacer un gol y en este turno lo haga ante un enemigo que juega con diez nada menos que veinte minutos. Tres empates en el maltrecho Municipal que van alejando a los de blanco y negro de la tercera plaza. Y lo que es más grave, tres tablas que arrojan una sensación de que no hay más cera que la arde que asusta con todo lo que está por venir. Con todo lo que hay en juego.
El fútbol, así es y así ha sido siempre, no entiende de paciencias ni de supuestos futuros más halagüeños. Entiende de ahoras. Calderón, que hace todo lo posible por defender a sus hombres en público, busca y rebusca fórmulas para que la Balona intimide a los rivales. Pero no las encuentra. Igual porque no las hay. Esta vez ante los niños de la UD Las Palmas no fue una cuestión de implicación, que eso podría encontrar solución, sino una vez más, de fútbol. O mejor dicho, de falta de fútbol. La más que justificada apuesta por Koroma resultó un fiasco mayúsculo. Parece que el internacional de Sierra Leona solo destaca cuando parte desde el banquillo y se suma como revulsivo. Mala cosa.
Es curioso que en el partido en el que tuvo más acercamientos a la portería contraria (no confundir con ocasiones) es cuando la Balona dejó más sensación de impotencia. De querer, pero no saber cómo. De no descifrar cómo meterle mano a un rival al que le bastó con amontonar gente en su medular y parapetarse en su campo para sacarle los colores al conjunto de casa. Esta Balompédica no transmite. Es verdad que concede muy poco en defensa. Casi nada. Pero en esta liga tan particular que se juega en varias entregas no basta con eso. Hay que ganar. Y el conjunto de Calderón ha despedido el año en casa sin sumar una victoria en su estadio en la presente andadura.
En los primeros compases la tuvieron los dos equipos, que evidenciaron que más que estar disgustados es que ni se hablan con el gol. Pito Camacho estrelló una buena acción en el lateral de la red en el 9’ y en el 20’ primero Nacho Miras tuvo que sacarle una mano a Alemán y en el rechace Pau Miguélez también encontró el costado exterior del marco.
A partir de ahí, un dominio insípido, tedioso. Una posesión cansina, parsimoniosa, sin el concierto que debería poner un Chironi que no termina ni de parecerse al jugador de la pretemporada.
En la vuelta de los vestuarios, ya bajo el diluvio, llegó la más clara del partido. Din obligó a Sergio Puig a realizar un auténtico paradón. Replicó Juan Fernández con un cabezazo mal dirigido desde el segundo palo.
En el 70 a Joel del Pino se le fue la mano al querer interceptar una jugada y acabó golpeando en el pecho a Antoñito con la bota. Una de esas acciones temerarias que, al margen de la intención, se pueden -y hasta se deben- juzgar como expulsión. Y el árbitro lo hizo.
Con uno más Calderón desabrochó los corsés y quiso ganar a las bravas. Situó arriba a sus tres nueves y dio orden de ponerla allí, donde se ganan los dineros. Pero hasta para eso hace falta más. Ni el balón llegaba ni los remates se producían. La estratagema solo sirvió para aumentar la desazón, la sensación, que se agrava por momentos, de que a esta Balona le faltan argumentos (leáse calidad) para arrinconar a un rival incluso cuando juega con uno más. No es cuestión de plantar allí arriba centrodelanteros como si fuesen ninots.
Lo preocupante para la Balona no es el empate. Ni siquiera que sea el tercero consecutivo y que el equipo linense continúe disimuladamente su descenso por la clasificación. Lo realmente grave es que nadie sabe contestar a la angustiosa pregunta de quién le pone el cascabel al gato. Menos mal que la Junta le ahorró la mojada a cuatrocientos balonos.
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