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General y viñero

Guardia Civil

Alfonso Rodríguez Castillo celebró su ascenso en un emotivo acto en el que recordó sus orígenes en su barrio y realizó un repaso a su trayectoria

Alfonso Rodríguez Castillo, poco después de recibir el fajín de general en el Baluarte de los Mártires.
Pedro M. Espinosa

19 de octubre 2019 - 18:43

Cádiz/Decía el poeta austriaco Rainer Maria Rilke que la verdadera patria del hombre es la infancia. Quizá por ello, nada más recibir el fajín de general, Alfonso Rodríguez Castillo se acordó de la Viña, de su barrio, de su colegio, de su familia. Lo hizo de la manera más natural, con esa humildad señorial que distingue a los que han subido la empinada cuesta que lleva desde una calle marinera hasta la atalaya de los elegidos sin más ayuda que sus propios méritos. Allí, en el Baluarte de los Mártires, a pocos metros de las callejuelas que recorrió cuando niño, rodeado de su gente, de sus familiares, amigos, compañeros de promoción, políticos, empresarios, representantes de ese Cádiz que se siente importante, Alfonso, con fajín de general, con sable de general y con bastón de mando de general, se atrevió a desnudarse sin quitarse una prenda. Abrió su alma y sus recuerdos para compartir toda una vida como el mejor de los regalos. Este soy yo. Hasta aquí he llegado y de allí vengo. 61 años que han dado para mucho. Y eso que lo mejor está por llegar.

Pero si la patria del hombre es la infancia, Alfonso tiene varias patrias. Su infancia, su familia y su país. Emocionado y radiante tras ser investido con los atributos de general de Brigada de la Guardia Civil, relató cómo nació en la calle de La Palma, junto al cuadro que recuerda el maremoto de Lisboa de 1755 cuyo oleaje se dejó sentir con fuerza en la ciudad. Su padre era guardia civil primero y estaba destinado en Puerto Real, así que desde muy pequeño sintió ese aprecio sincero por el benemérito cuerpo. Su madre no sólo se ocupaba de las tareas del hogar, duras en una familia con siete hijos, sino que sacaba tiempo y fuerzas para trabajar en el Colegio San Rafael como limpiadora.

Los primeros años de Alfonso transcurrieron en una casa de vecinos, años felices que quizá forjaron ese espíritu luchador, curioso, solidario, casi hiperactivo en ocasiones, como él mismo recordó al nombrar como era capaz de compaginar sus estudios con la creación de un equipo de fútbol del que era entrenador y hasta presidente en la sombra, con jugar al baloncesto, cantar en la comparsa de La Salle Viña o formar parte de diversos grupos jóvenes.

El nuevo general de Brigada es un enamorado de su tierra, su familia y su profesión

Tras abandonar La Salle Viña realizó el Bachillerato en el Instituto Columela, y posteriormente se matriculó en Magisterio y en una Oficialía, como su padre le aconsejó por lo que pudiera deparar el futuro. Fueron años claves en su vida. No sólo por su formación académica, sino porque un día, de sopetón, el destino puso en su camino a Andrea, una niña de 13 años a la que acompañó a su casa con la inocencia y la gallardía de sus 16 años. Resultó que Andrea vivía en su mismo bloque. Quizá esa niña, con esa intuición femenina capaz de llevarle la contraria a los oráculos más certeros, ya percibió en aquel primer paseo que no volverían a separarse y que los caminos, los fáciles y los que albergaban los peligros más tenebrosos, los recorrerían siempre de la mano.

Con 19 años y con las ideas muy claras, Alfonso comunicó a sus padres su intención de ingresar en la Guardia Civil. Preparó las oposiciones y consiguió superarlas. El 1 de septiembre de 1978 comenzó su andadura en el Instituto Armado. Como viñero y gaditano, gran aficionado al Carnaval, durante su intervención ante los presentes incluso dejó un apunte chirigotero, entonando esos versos iniciales del popurrí de ‘Los Cruzados Mágicos’ para describir su llegada a tierras jiennenses, donde se ubica la academia de la Guardia Civil. “La historia empieza un día, un día de calor...”. Lo que siguió ya no fueron las desventuras del cruzado Don Romualdo, sino las de un joven guardia que bajó con una maleta cargada de ilusión a la estación de Linares-Baeza para formar parte de la 75º promoción de la Guardia Civil.

Un dibujo del nuevo general de Brigada. / Miguel Guillén

Todavía, como oro en paño, el general de Brigada Alfonso Rodríguez Castillo conserva y lleva consigo a cada despacho que ocupa el diploma de guardia y la foto de su Jura de Bandera.

Tras abandonar la academia toda la promoción fue destinada al País Vasco y Navarra. Eran los años 80, una época dura en la que la banda terrorista ETA provocó decenas de atentados con un resultado sangriento. Muchos guardias civiles perdieron la vida defendiendo la unidad de España. Aquella promoción estaba formada por 448 guardias, algunos de ellos estuvieron presentes en el emotivo acto en que Alfonso recibió el fajín de general.

Y tras Navarra llegaron otros destinos. Primero en la Academia Militar de Zaragoza, donde disfrutó de otra de sus pasiones, la enseñanza, luego en Aranjuez (Madrid), antes de regresar a Línea de Estella en Navarra previo paso por Rota, la Comandancia de Cádiz como oficial, la sección de Información de Zona Andalucía en Sevilla y finalmente el retorno a su ciudad como coronel jefe. Y desde aquí, tras años de una labor sobresaliente en momentos complicadísimos, con crisis migratorias, con una creciente violencia de los clanes del narcotráfico que operan en la provincia y con la resolución de casos enquistados durante años, el ascenso a general que se preveía casi como una consecuencia lógica a una vida de entrega a su patria, a su familia y a su tierra.

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