La Atlántida, el mito desbordado

Mitos del fin de un mundo

En la Atlántida hay una mezcla de utopía, antropogonía y mitología a partes desiguales

Con este mito se ha recreado una leyenda desde la perspectiva intelectual y moral de la civilización griega

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La Atlántida, el mito desbordado. / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

22 de febrero 2024 - 09:29

Hay mitos que trascienden su propia condición, que sobrepasan las lindes de lo legendario y superan las pautas de la ficción. Afloran tras pleamares de viejas historias y nuevas pesquisas que mantienen el limo de la incógnita por los siglos de los siglos. La Atlántida es uno de ellos. En él se mezclan la utopía, la antropogonía, la memoria de las edades y una mitología que se adapta a los espacios extremos como patrón de escalas imposibles y etapas sin destino.

Todo empezó con Platón. Escrito con posterioridad al 360 a.C., Critias fue uno de sus últimos diálogos. De redacción inconclusa, en él describió una quimérica potencia militar isleña ubicada más allá de las columnas de Heracles nueve mil años antes. El título de la obra es el de un discípulo de Sócrates el cual refirió la historia de la Atlántida, oída de su abuelo y este a su vez de Solón, a quien se la contaron sacerdotes egipcios de Sais. Con el recurso de la tradición oral, el relato se desenvuelve en los confusos pagos donde la verosimilitud es cortejada por una intencionalidad de lo más ficcional.

Platón se refiere a la Atlántida como una aguerrida, poderosa y rica sociedad que dominó el suroeste de la península y el noroeste de África. Un supuesto enfrentamiento armado entre esta potencia occidental y una pujante Atenas coincidió con una desmesurada catástrofe geológica, que en una apocalíptica jornada aniquiló la isla donde se asentaba su civilización y la borró de inexistentes mapas. El mar se tornó innavegable a causa de taimados bajíos y una capa de olvido cayó sobre esta cultura con la ajustada urdimbre de los velos más opacos, que el tiempo deshace en hilvanes que muestran disyuntos desvelamientos.

La leyenda se ubicó en la época del derrocamiento de Cronos por Zeus, que provocó la ruptura de una cosmogonía primigenia y el inicio de unos nuevos tiempos en los que la relajación de la tutela divina hizo más precisa la articulación de nuevos estados donde la justicia debía adecuarse a parámetros morales. Platón se sirvió de los mitos para relatar la historia de una civilización occidental y extrema; fastuosa y rica; mercantil y ganadera; marítima y montaraz.

En una isla apartada de los confines del mar de poniente, al otro lado de las puertas del inmenso océano, Poseidón perdió la cabeza por la joven y núbil Clito, autóctona de la Atlántida. Vivía con sus padres en un menguado otero hasta el momento en que el todopoderoso dios de los mares se prendó de ella. Su casamiento fue desposorio y presidio, ya que el celoso esposo excavó tres canales concéntricos que envolvieron la colina central y sirvieron para reforzar el aislamiento de la atractiva esposa en tiempos en que la inexistencia de navegación convirtió su morada en inexpugnable fortaleza y prisión. Allí fue concebida la estirpe de los Atlantes de forma numerosa y dual. Hasta cinco parejas de gemelos dio a luz Clito, tronco de un árbol genealógico cuyas ramas brotaron de par en par. En su descendencia abundaron nombres relacionados con las tierras de poniente: Atlas fue el primogénito y coetáneo de su hermano Gadiro, también conocido como Eúmelos; Autóctono mostró un antropónimo preñado de sugerentes enraizamientos. Todos reinaron sobre la Atlántida, un estado próspero y potente que Platón describió con el detallismo de los intereses menos encubiertos.

El filósofo no escatimó en hipérboles: la isla desde donde se gestó un entramado de relaciones que se extendieron hasta Etruria y Egipto era un compendio de riqueza y fertilidad donde abundaban minerales como el oro o el oricalco; tupidos bosques de donde se extraía la madera para la construcción de barcos; ríos, planicies y lagunas habitadas por una fauna donde abundaban rebaños de bóvidos y elefantes; tierras ubérrimas donde crecían los más variados frutales. El Edén de occidente estaba dominado por una ciudad cuya acrópolis se alzaba sobre el escarpe matriz. Allí se ubicaba el templo de Clito y Poseidón, donde fue engendrado el linaje real, y el santuario del dios marino protector de la ciudad, cuyo exterior estaba recubierto de oro y plata. Su interior, tapizado de oricalco y marfil, custodiaba una colosal estatua de la divinidad benefactora rodeada de seis caballos alados y un centenar de nereidas que cabalgaban sobre delfines en un derroche de grandilocuencia mítica. Cada uno de los primitivos canales concéntricos estaba debidamente fortificado con murallas revestidas de hierro, casiterita y oricalco en una escala gradual sin precedentes. Un bosque sagrado dedicado al omnipresente patrón, templos, jardines, gimnasios, fuentes de agua fría y caliente, hipódromos, estancias para la guardia y astilleros poblaban los recovecos entre unos circulares canales que iban a dar al mar que no era el morir. La ciudad se expandía sobre una gran llanura protegida de los vientos septentrionales por un circo de montañas que alimentaban lagos, ríos, arroyos y regatos donde una eclosión de vida enriquecía campos y haciendas. Fue necesario crear un potente ejército compuesto por más de diez mil carros y hasta mil doscientas naves. La sociedad atlante, temerosa de los dioses y de estricta moral, fue relajando sus hábitos y un comportamiento laxo fue royendo sus entrañas hasta que Zeus, irritado, mostró su enfado hacia una civilización que fue destruida con la celeridad de la cólera divina.

El relato de Platón ha despertado interpretaciones de lo más dispares en historiadores clásicos, geógrafos canónicos, académicos de otros tiempos, novelistas visionarios, musas del teosofismo, televisivos oceanógrafos, polemistas ilustres y hasta arqueólogos nazis. Consecuencia de tantos infructuosos cortejos, se han propuesto conjeturas que han localizado la Atlántida en el Mediterráneo Oriental, en el norte escandinavo o en los confines de América, aunque numerosas hipótesis han insistido en que la isla platónica fue algo más que una idea situada en la embocadura occidental del estrecho de Gibraltar.

A lo largo de los siglos se ha tejido una maraña de urdimbres que ha desbordado al mito con afanes como los impulsos innatos por emprender viajes, alcanzar metas de ocultos destinos, dibujar inexpugnables marcos geográficos, plantear telúricas quimeras, regresar a estadios iniciales, rememorar apocalipsis paganas o cultivar la querencia por una geometría mágica marcada por círculos concéntricos y laberintos sin salida. La Atlántida se ha asociado a delirios emparentados con la búsqueda de una felicidad cuya inasible turgencia se ha relacionado con espacios alejados y la incorporeidad propia de la más inveterada de las invenciones. Se ha vinculado con otros paraísos perdidos conformadores de una sarta de alegorías cuyas cuentas han tomado la forma del occidental Jardín de las Hespérides, el viaje de retorno a Ítaca, la legendaria desubicación de Shangri-la, el Vellocino de Oro, la Tierra Prometida, el Edén o la atlántica isla de San Brandán, cuya multiplicidad de versiones solo es cotejable a las plurales propuestas de ubicación de un mito que tiene evidentes paralelismos con el territorio originario de los atlantes.

Ubicada por Platón a poniente de las columnas de Heracles, la localización de la Atlántida en las inmediaciones del estrecho de Gibraltar ha sido repetidamente reivindicada. García y Bellido la ha relacionado con las marismas del Guadalquivir, mientras que Sánchez Dragó destacó el valor autóctono de atlantes como Gadiro, de topónimo griego Eúmelos, el propietario de hermosos ganados emparentados con los de Gerión. Suenan muy familiares la riqueza metalífera de la isla, sus manantiales o las peregrinaciones realizadas al templo de Poseidón, antecesoras de otras aún vigentes en territorios igualmente marismeños, hasta donde puede que desembarcaran los habitantes de la mítica isla tras el desastre geológico que motivó su desaparición. Con esta emigración hay quien ha querido ver el origen "atlántico" de Tartessos, que acabó provocando un hipotético mestizaje cultural donde tuvieron cabida recursos de lo más variados y heterodoxos, incestos incluidos.

Junto a estas conjeturas, la opinión más extendida en tiempos de relativismos racionalistas es la de que Platón tuvo unos intereses de lo más pragmáticos cuando narró el mito. El maestro de Aristóteles utilizó su relato como fábula para denunciar las consecuencias a las que podía conducir la corrupción moral y social de una comunidad. Probablemente inspirado por relatos históricos de tinte apocalíptico que narraban la desaparición de la cultura minoica tras las violentas erupciones de volcanes que hoy son de manual, el filósofo griego recreó un mito latente en el imaginario heleno como argumento donde apoyar sus reflexiones morales y políticas. Utilizó la leyenda de la Atlántida para especular acerca de su consideración de sociedad perfecta en el contexto utópico de idealización de un pasado áureo, hasta que acabó adquiriendo la consideración de mito filosófico.

He aquí un nuevo caso de configuración de un mito desde la omnipresente y todopoderosa perspectiva griega. La máxima autoridad de Platón recreó una leyenda desde la óptica de superioridad intelectual de la civilización helena: los dioses de su panteón decidieron castigar a toda una civilización occidental, ubérrima y poderosa, porque no cumplía con los adecuados preceptos morales que la doxa oriental consideraba oportunos.

Con la Atlántida, el mitema del castigo divino tras los excesos humanos ha sufrido un recrecimiento tal que ha borrado las confusas lindes entre la ficción y lo real. Puede que nos encontremos ante una de las leyendas más fructíferas de la historia, pero también puede que suceda como en las costas de Dwarka, donde el mar arábigo cubrió durante siglos la antigua capital del reino de Anarta, cuya construcción atribuyó a Krishna el Mahabharata, uno de los relatos épicos en sánscrito de los Itihasa. El Instituto Nacional de Tecnología Oceánica Hindú ha obrado recientemente el pragmático milagro y han localizado sus restos. Los estudios arqueológicos han descorrido los espesos velos de la leyenda. El mar del Estrecho, que ha albergado y cubierto tantas, merece un estudio riguroso, la más eficaz vía para desmitificar mitos ampliamente desbordados.

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