Los Campos Elisios y los Prados Asfódelos

Mitos del fin de un mundo

El Hades era un espacio occidental donde cabían el mal y el bien

Los Campos Elisios y los Prados Asfódelos bebieron de las fuentes del Edén con diferentes resultados

La laguna Estigia, el último viaje

Los Campos Elisios y los Prados Asfódelos

Como creaciones humanas, los mitos poseen una mutabilidad que el tiempo suele acrecentar. El Hades es un espacio que hoy imaginamos como paradigma de escenarios infernales; sin embargo, en la teogonía griega, poseía una lectura más compleja. En líneas generales, podría considerarse que era el lugar adonde acudían las almas de los fallecidos, un reino de los muertos al que se accedía a través de las lejanas y occidentales cancelas del Érebo: unos apartados páramos ubicados en las cercanías del inmenso Océano donde acababa el mundo por el oeste, un territorio donde el agua era un conformante definitorio en forma de ríos y lagunas que la barca de Caronte ayudaba a sortear previo riguroso pago.

Una vez que arribaban a las lindes del Hades, las ánimas estaban abocadas a tres destinos bien diferentes, atendiendo al comportamiento que en vida hubieran tenido los fallecidos: al Tártaro eran enviados aquellos que actuaron al perverso soslayo de las más repulsivas maldades, los que transgredieron los componentes básicos de una moral tan laxa como las sociedades primeras pudieran aceptar. Los Campos Elisios era el espacio opuesto: el lugar adonde se dirigían las almas que gozaban del marchamo del comportamiento social más ejemplar. Era la morada eterna de los grandes héroes y de todos aquellos cuyo comportamiento se había convertido en garantía ética para la ciudadanía. Tanto el Tártaro como los Campos Elisios eran destinos minoritarios. La mayoría de los difuntos pasaban la eternidad en los Prados Asfódelos, un lugar inmenso capaz de albergar a las masas humanas que han existido desde el principio de los tiempos, desde que el ser humano adquirió carácter social.

Quien decidía el destino definitivo de las almas en el Inframundo era una tríada de jueces ante la que debía someterse cada una de ellas. Radamantis, Minos y Éaco eran quienes dictaban la definitiva sentencia, sin apelación posible. El primero juzgaba las ánimas procedentes del este, Minos tenía siempre la última palabra y Éaco enjuiciaba a las del oeste. Los dos primeros eran los más temidos. Hermanos y de contrastado abolengo mítico, llegaron a ser legendarios gobernantes de la isla de Creta. Radamantis la dotó de un más que aceptable código jurídico, aunque acabó siendo desterrado por su hermano a los confines occidentales. De una integridad que rondaba lo inflexible, se convirtió en el árbitro más respetado del Hades. Virgilio hizo referencia en su Eneida a su rigor y habilidad para hacer confesar las faltas cometidas en vida, aunque estuvieran cubiertas por la más taimada de las veladuras. Dictada la sentencia, una Tisífone despiadada y vengadora azotaba e insultaba a los acusados y los enviaba al oscuro Tártaro con la temida escolta de las Furias.

Sin embargo, la mayoría de los muertos no seguía este camino. En hiperbólicas oleadas eran destinados a los vastos y neblinosos Prados de los Asfódelos, adonde se asentaban las que Homero calificaba como ánimas grises que no merecían ni premio ni castigo. Sin llegar a tener la cualidad de posteriores purgatorios cristianos, este enclave de la mitología griega era el espacio de la más extendida mediocridad. Allí acudían aquellos a los que los jueces consideraban seres sin iniciativa ni para hacer el mal; seres que habían llevado la más insulsa de las existencias y que nunca conjugaron el verbo destacar. Tras beber de las aguas del río Lete, las almas vagaban sin pena ni gloria por unos vastos páramos velados por una neblina que no dejaba pasar el sol pero tampoco permitía lóbregas oscuridades. En aquella eterna grisura se abrían las flores de asfódelos que daban nombre al lugar. Arracimados a un alto tallo, los blancos pétalos sin aroma estaban asociados a los muertos y al lugar por donde vagaban en tiempos de espera sin esperanza. Como suele ser habitual, los mitos se inspiran en la realidad, como lo demuestran los prados de gamones o varas de san José, como se conocen por estos pagos. Cada año, a principios de marzo, avisan de la llegada de la nueva estación en los prados, llanos, dehesas y bujeos de unos campos donde las reses retintas parecen evitarlas siguiendo designios nunca escritos.

Por estos lares de poniente, en el más distante de los occidentes, más allá del más apartado de los horizontes, de la más remota de las montañas, de la más retirada de las lagunas, del más solitario de los cauces, junto a la orilla del gran Océano que todo lo envolvía y limitaba, se encontraba el lugar adonde acudían las almas de los elegidos: los Campos Elisios.

Frente a la grisura acromática de los Prados Asfódelos, a los Elisios llegaba la luz solar. Las Elýsia Pedía eran unas llanuras beneficiadas por la luminosidad; tenían la cualidad de un Elýsion, un lugar golpeado por un rayo que nunca cesaba, por un rayo dulce como el sol; un sol que está por encima de las evocaciones poéticas y que caracterizaba al lugar más atrayente del Hades: un sol, que ha sido nombre conseguido de todos los nombres. Para la mitología helena no había cielo, ni paraíso; el lugar sublime eran los Campos Elisios, el extremo occidental del Hades, el lugar fértil, ameno, galante, cubierto de praderas siempre verdes, aguas cristalinas, frutos constantes y más dulces que la miel; un lugar donde las ansiedades no existían, donde las preocupaciones no existían, donde el paso del tiempo y sus consecuencias no existían; un edén utópico y ucrónico, donde pasado, presente y futuro se solapaban con la elegante destreza de los coincidentes círculos de hélices concéntricas y superpuestas en un infinito girar.

Era un paraíso tan perfecto que no conocía ni la masificación. Frente a las desorientadas muchedumbres de los Asfódelos, en los Campos Elíseos habitaban con desahogo las selectas almas elegidas. Hesíodo consideraba que era el lugar de descanso de los más valerosos guerreros y hay quien piensa que no fue más que un pretexto para dignificar la querencia bélica de una sociedad en tiempos en que la talasocracia helena implicaba el dominio de nuevas tierras, para lo que no se descartaba el uso de la fuerza. En el imaginario griego era el espacio donde habitaban los héroes elegidos por los dioses, un paraíso que refrendaba la pervivencia de una añorada Edad de Oro en el extremo occidental del mundo, en un lugar jamás visto, ni siquiera por los más avezados marinos. Es un mito occidental que bebe en fuentes orientales: mesopotámicas, egipcias, hebraicas, fenicias y minoicas. Como retiro elitista se corresponde a una perspectiva que tuvo poco de popular, a un punto de vista basado en la selección y en el apartamiento que unos pocos privilegiados podían llegar a disfrutar y que acabaron siendo leyendas de referencia para una masa para la que estaba vedado su acceso: Aquiles u Orfeo, dos de sus destacados habitantes, no fueron simples figuras al uso, sino iconos de seres valerosos, adalides del bien que debían convertirse en patrones de comportamiento social.

Al oeste fueron trasladadas otras almas nobles como Ifigenia o Títono; en el oeste se ubicaba el jardín idílico ansiado por el celta Bran, el cristianizado Brendano o los héroes de las sagas germánicas de Odainsakr; al oeste de la Tierra Media estaba el Valinor de Tolkien, paradigma de lo imperecedero; al oeste de las parisinas Tullerías plantó André Le Nôtre largas arboledas alineadas para diseñar selectos Campos Elíseos orillados ahora de elitistas comercios donde pocos pueden comprar. En el oeste situaron Píndaro y Homero, Horacio y Hesíodo el mítico edén hasta donde solo podían llegar las almas de los elegidos que eran unos verdaderos afortunados. Al oeste, siempre al oeste. En lugares que traspasan las lindes de todo lo conocido, ínsulas lejanas, de clima benévolo y apelativos igualmente marcados por una indisimulada fortuna.

Las de poniente han sido coordenadas edénicas, donde se han situado paraísos cercanos, en un territorio orillado por el Océano ignoto y una antigua laguna donde confluían ríos recurrentemente identificados con los que atravesaban el mítico Hades, el espacio donde convergían cielos, infiernos y purgatorios laicos.

Cuando Miguel de Cervantes relató el encuentro de don Quijote con dos grandes rebaños de ovejas que interpretó como dos imponentes ejércitos en formación vio tropas procedentes del olivífero Betis, del dorado Tajo, del divino Genil, de los fértiles campos tartésicos y las que se alegraban en los elíseos prados jerezanos. En el entorno de Jerez de la Frontera ubicó también Martín de Roa unos campos Elíseos en la tierra bañada por el Guadalete, el río del olvido, que regaba unas vegas donde los poetas fingían que, olvidadas las almas de las miserias de la vida pasada, gozaban de otra feliz. Fray Esteban Rallón situó igualmente este mítico paraíso por pagos jerezanos al igual que Bartolomé Gutiérrez, autor de una conocida monografía: Historia de Xerez. Publicada a finales del muy ilustrado siglo XVIII plasmó en ella la identificación de la geografía del Hades con su objeto de estudio en un atrevido ritual de turbaciones entre lo legendario y lo real. El siempre complicado vado de la Cartuja, por donde discurría la antigua Trocha de Algeciras, era el lugar por donde las almas cruzaban el Leteo en la barca de Caronte. Si eran condenadas al castigo eterno, el barquero las conducía río abajo hasta la entrada del Océano donde estaba el postigo del temido Tártaro. Si, por el contrario, eran premiadas por su buen comportamiento, las transportaba hasta la orilla de poniente, donde se extendían los Campos Elisios hasta dar con el río Tartessos, que no era otro que el Guadalquivir.

A pesar de las lecturas, los solapamientos, los palimpsestos y las veladuras, el topos occidental ha poseído el vigor de los grandes mitos, caleidoscópicos y complejos. Es capaz de albergar las oscuras sombras de los espacios más pavorosamente lóbregos y despertar la atracción de ubérrimas tierras ferazmente regadas, capaces de albergar los más atrayentes paraísos. Suma de antítesis que ni la mutabilidad del tiempo ha sido capaz de suprimir, a pesar de la pertinaz constancia del olvido humano.

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