Euritión: el mayoral tartésico
Mitos del fin de un mundo
Euritión era el encargado del ganado de Gerión, que pastaba en las dehesas próximas a la desembocadura del Guadalete
Tras perder en su enfrentamiento con Heracles, Euritión fue el primer mito autóctono eliminado en combate
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En el extenso listado de altisonantes mitos hay algunos que pasan de puntillas, sin dejar más huellas que su nombre y apenas unos apuntes. Tienen una discreta grisura funcionarial y reposan sin pena ni gloria en las teogonías y catálogos; sin embargo, su existencia resulta decisiva para entender el complejo entramado donde se insertan. Euritión es uno de ellos.
Perteneció a una estirpe de nobles orígenes que se remontan a su figura paterna, el olímpico Ares, dios de la guerra y la virilidad. Su hiperbólica masculinidad fue impulsora de más de cuarenta amantes contrastadas, con las que concibió a más de seis decenas de hijos. Su madre, Eritia, era una hermosa joven de eufónico antropónimo y de occidental linaje: el de las Hespérides. Fue una de las descendientes de Héspero, un ser de proverbial belleza a quien Venus convirtió en su particular astro, que adquirió esa denominación cuando se dejaba ver en el horizonte del ocaso tras la puesta de sol. En el momento del alba la misma estrella pasó a nombrarse Lucifer, en honor de un portador de la luz que acabó teniendo un destino bien distinto. Hésperis heredó de su padre la relación con el tiempo, ya que era considerada una de las Horas, diosas menores guardianas del discurrir temporal. En su caso se asoció con el momento del crepúsculo, el ocasus, cuya etimología comparte occido y occidente. Poco a poco fue heredando el rol del lucero del poniente, como muchos identificaban a Hispania en la época clásica. En estas regiones occidentales, donde el sol se ponía justo en el lugar donde se estrechaba el mar conocido, concibió con Atlas a las Hespérides, el mítico clan al que perteneció por nacimiento su hija Eritia, la cual, seducida por Ares, concibió a Euritión.
La madre poseía en su antropónimo no solo veladas referencias al del hijo, sino también a la raíz griega que lo relacionaba con el color rojo: el del ocaso, pero también el del ganado que acabó cuidando Euritión en los umbrales del fin del mundo. Allí se ubicaba también la homónima Eritia, una ínsula rodeada de corrientes al otro lado del Océano, cerca de la cual tuvo lugar la hazaña donde intervino el discreto heredero de las míticas Hespérides. A diferencia de otras, esta fue una isla real, perteneciente al archipiélago de las Gadeiras, el cual estaba formado precisamente por Eritia, en el suburbium noroccidental de Gades; Cotinusa, el brazo que se alargaba hacia el sur hasta Sancti Petri y Antípolis, la elevación luego conocida como Isla de León, donde se asienta hoy San Fernando.
Poco sabemos de Euritión, más allá de sus distinguidos y occidentales orígenes. Su rol en la mitología apenas trascendió a su intervención en uno de los más afamados trabajos de Hércules: el décimo, en el que recibió el encargo de Euristeo de robar el ganado del poderoso y terrible Gerión, monarca tartésico cuya cabaña vacuna de un color rojo que hoy llamamos retinto, pastaba por los pagos de poniente lindantes con el Inframundo. La mayoría de los cronistas míticos de la antigüedad situaron los hechos en el extremo occidental del mundo conocido, a las puertas del Océano y tras el estrecho de Gibraltar. Esta fue la opinión de Heródoto, Estrabón, Virgilio, Diodoro Sículo, Plinio o Avieno. Este último ubicó el mito en el territorio tartésico localizado en el extremo sur de lo que denominaba Iberia y lo hizo basándose en unas fuentes que se remontaban al siglo VII a. C. y detallaban el periplo de un marino masaliota que describió las costas andaluzas poco antes de la desaparición de la cultura del suroeste peninsular.
Quien mejor narró el episodio fue Apolodoro. Después de navegar a lo largo de las orillas meridionales del Mediterráneo, Heracles arribó al canal intercontinental, donde erigió unos hitos conmemorativos que dieron pie a otras lecturas míticas. Una vez en territorio tartésico, el héroe se desplazó a través de valles y bujeos, corredores, lagunas y sendas que acabaron adquiriendo su topónimo. Se detuvo cerca de la isla de Eritia, junto a las amplias dehesas con suaves colinas y caudalosos ríos donde pastaba el rebaño de ganado de Gerión. Al pie del monte Abas, que algunos identifican con el cerro de San Cristóbal, el héroe pasó la noche a la espera de un amanecer que comenzó a despuntar tras las sierras de levante. Con la llegada del día, Ortro, el perro que guardaba las vacas retintas, olió a Heracles y defendió con fiereza las reses que custodiaba. El héroe griego, sin más ayuda que su maza de madera, acabó con el can. La lucha no pasó inadvertida, ya que al reclamo de los ladridos y los golpes de la clava, acudió Euritión, el encargado de la manada de Gerión, al que la mayoría de las fuentes helenas se referían como pastor. Su intervención resultó rápida, valiente, pero infructuosa. En poco tiempo sucumbió ante la fuerza hercúlea de su oponente, quien con su muerte consideró que tenía vía libre para realizar el robo impuesto. Ahora bien, la mortal refriega fue contemplada por Menetes, el cuidador del cercano rebaño de Hades, que pastaba en los prados lindantes con sus profundas posesiones. Oculto tras unos lentiscos, viendo la omnipotente fuerza de Heracles y tras recibir los consejos de Calírroe, renunció a la lucha. Cuando se alejó el peligro, se dirigió hasta Gerión para comunicar lo sucedido. El dueño del ganado no obedeció las advertencias de su madre y persiguió a Heracles hasta las orillas del río Antemunte, donde entablaron un titánico combate cuerpo a cuerpo en el que el griego acabó venciendo tras rematar con las puntas de sílex de su maza al monstruoso gigante que lideraba a la población autóctona.
El episodio que concluye con las muertes de Euritión y Gerión se enmarca en una particular odisea en la que el héroe griego realizó un viaje hasta el extremo occidental del mundo, un lugar que la mitología helena perfiló con tintes de irrealidad mítica. Heracles se dirigió a un territorio de legendarias fronteras, lindante con el Inframundo y donde habitaban seres desmesurados; sin embargo, fogonazos de la realidad se cuelan entre los disimulados resquicios de la ficción. En ese escenario narrativo afloran rasgos bien tangibles: islas cercanas, estrechos marinos, agua en abundancia, tupidos bosques, amplias lagunas, montes y llanuras donde pastaban nutridos ganados, como el de Euboleo, a las puertas del reino subterráneo, y los de Hades y Gerión, que eran cuidados por Menetes y Euritión. Estos dos personajes, que la mitología clásica los suele despachar como pastores, son algo más que unas figuras que poco tienen que ver con otras como Endimión, cuya hermosura cautivó a Selene y Diana; como Eróstrato, ansioso por salir de vulgares anonimatos o Sífilus, cuya desenfrenada vida al aire libre inspiró venéreos males. A diferencia de estos, habitantes de tópicos lugares amenos donde solo se escuchaba el susurro de las abejas, en la biografía de Menetes y Euritión no hay prados impolutos, ni arroyos cantarines, ni jóvenes ninfas, ni melodiosas músicas. Son dos figuras representativas del entorno real del territorio que bordeaba el Estrecho, donde todavía hoy abundan ganaderías de reses bravas y ganado retinto del mismo color rojizo que las vacas que cuidaba Euritión. Cuando llegó Heracles y mató a Ortro, el responsable del ganado de Gerión no dudó en pelear con un enemigo ciclópeo, con lo que manifestó un rasgo de valentía propio del indígena que no rehusó la lucha de igual a igual con el coloso que había invadido su territorio. Más que pastor, Euritión cumplía la función de mayoral, asumiendo las responsabilidades propias de un oficio todavía vigente en los pagos suroccidentales. Él fue la primera víctima de Heracles, antes de que otro mayoral, Menetes, avisara a Gerión y se entablara un nuevo duelo donde volvió a vencer la fuerza civilizadora extranjera.
Las figuras de Euritión, Menetes y Gerión son representativas de una sociedad autóctona caracterizada por una destacada riqueza agropecuaria, hasta el punto de que sus ganados se convirtieron en reclamo para que Euristeo obligara a desplazarse a Heracles hasta el fin del mundo para apropiarse de ellos. En el universo de los mitos, tan importantes como las palabras son los silencios. El héroe griego cumple el rol civilizador sobre una sociedad lejana aunque conocida; apartada pero rica; sin embargo, no hay referencias a la verdadera fuente de riqueza de los ámbitos occidentales. Se cita el océano extremo, la riqueza forestal, acuática, ganadera, pero apenas hay alusiones míticas a la metalurgia, objetivo de buena parte de las expediciones orientales en busca de un espacio preñado de oro, plata, cobre y estaño. Los mitos utilizaron el recurso de los animales como símbolo de riqueza y poder de un pueblo indígena y rural que sufrió sucesivas oleadas de expediciones orientales que tuvieron primero en el Melkart fenicio y luego en Heracles el icono civilizador oriental que añadió a la oikoumene la rica y apartada península Ibérica, cuyos referentes fueron absorbidos por sucesivos procesos de aculturización, que concluyeron con Roma. Esta última recurrió a la misma figura mítica para trasponer la perspectiva foránea a la fundación de nuevas ciudades en un proceso civilizador que fue de indisimulada colonización.
Euritión, el mayoral del ganado del autóctono rey Gerión, fue considerado un pastor en una región que tenía bien poco de pastoril y mucho de ganadera. La triunfadora mitología clásica lo configuró como un personaje plano, sin aristas, cuyo fugaz paso por la teogonía ocultó su noble estirpe y brava condición, capaz de enfrentarse valerosamente al más colosal de los héroes que acabó con él entre sobrias encinas, venerables quejigos y musgosos bloques de arenisca, junto a los que yació la primera víctima de la civilización.
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