'Finis terrae': el abismo impostado
MITOS DEL FIN DE UN MUNDO
Para las culturas orientales, el Estrecho era una periferia peligrosa y atrayente que había que traspasar y civilizar
Para las autóctonas, el Estrecho era el centro de un mundo que sucumbió a las civilizaciones que hasta él llegaron
Melkart, el dios de la ciudad
La geografía de los mitos no entiende de coordenadas, ni de localizadores, pero tiene mucho que ver con el territorio que ha inspirado leyendas que brotan con la ubérrima energía de las interesadas simientes.
El Estrecho es un espacio de lo más cotidiano para los habitantes autóctonos; sin embargo, ha despertado un buen número de lecturas en los pueblos que desde el este lo han considerado como la más alejada meta donde dirigir sus anhelos y expediciones. El Mediterráneo fue una amplia calzada marina con babélica circulación que se convertía por levante en un callejón sin salida. Por el contrario, a poniente las costas se estrechaban hasta que las moles enhiestas de Gibraltar y Yebel Muza se elevaban como enhiestos hitos frente a un océano inmenso y apenas surcado. Para los antiguos griegos, que dieron forma a las leyendas inspiradas en este espacio, el canal formaba parte de la periferia de la Ecumene, uno de los extremos del mundo y un topos de lo más tentador. Heródoto expresó que lo más raro y precioso se encontraba en las tierras extremas, espacios apenas hollados, pero dotados del atractivo de lo inalcanzable. La mezcla de seducción, desconocimiento y el halo de lugar vedado pudo justificar que el paso real se convirtiera en un mitema donde confluyeron largos viajes y ansiadas metas; oscuros barruntos y turbios pálpitos.
Fue cultivada en los pueblos orientales la imagen de que el canal donde estaban las tierras finales y donde desaguaba en océanos ignotos el mar conocido era una metafórica grieta abierta al abismo, a un inquietante espacio sin forma ni conciencia. Sima, brecha, abertura son los significados de la palabra griega caos, que es como Hesíodo denominó el espacio donde surgían el Érebo y las tinieblas que envolvían a los difuntos y el lugar donde manaban las sombras de la noche, que envolvían a los seres vivos. Para muchos pueblos mediterráneos, los confines de poniente se asociaban a la muerte. Los egipcios se referían a los difuntos como “los occidentales” y los enterraban al oeste del gran río; los etruscos situaban en el ocaso las divinidades de ultratumba. En el finis terrae limitado por la parda tierra y el nebuloso Tártaro se ubicaban sobrecogedores confines que hasta los dioses temían. Banda de ostracismos, cancelas, lúgubres mazmorras y titanes desterrados, era una oscura inmensidad que horrorizaba a los inmortales. Solar del palacio de la noche, era morada resonante del temible Hades y Perséfone, oscura heredad de vedados portales y míticas lagunas de infranqueables regresos. En los apartados confines se abría una sobrecogedora fosa donde se arremolinaban las algas y desaparecían las embarcaciones; donde los monstruos marinos asaltaban a los navegantes; donde nieblas perpetuas impedían la visión y donde un escarpe sin fondo barruntaba las puertas del Hades. Pocos espacios como la embocadura del Estrecho podrían identificarse con el corredor que comunicaba con un Inframundo que Alberto Porlan considera latente tras topónimos locales como el de la sierra de Fates.
A la vez, este costado preñado de inquietantes amenazas podía albergar recovecos más amenos, como los Campos Elisios, correlatos del oriental Jardín del Edén, paraíso terrenal de la espiritualidad semítica. La banda occidental era algo más que el fin de la tierra: el paso obligado para alcanzar territorios allende la última frontera; territorios que no eran yermos ni estaban deshabitados. Avieno, el autor latino que mejor describió los alejados pagos del Estrecho, señaló que, en su embocadura, el río Criso, que algunos identifican con el Guadarranque, desembocaba en el abismo profundo más allá del cual habitaban hasta cuatro pueblos: los altivos libiofenicios, los masienos, los cilbicenos, de tierras muy fértiles, y los ricos tartésicos, que se extendían hasta el golfo Caláctico. En estos emplazamientos liminares, donde la navegación estaba comprometida por vientos cambiantes y virulentos temporales que todavía hoy resuenan, vivían seres monstruosos, terribles serpientes y errantes fieras, pero también pastaban nutridos ganados, era posible la caza y la pesca y existían vías de comunicación entre el océano y el mar, como el camino de Herma, que fue hollado por renombrados mitos y humanas suelas, ya que más allá del canal se expandían ubérrimos yacimientos metalíferos, origen de trasiegos y comercios.
Desde tiempos prologales, el estrecho de Gibraltar ha sido un lugar cortejado por los mitos. El extremo de occidente era conocido por los sumerios como puertas de él, lo que demuestra un conocimiento del territorio que en diacronías iniciales tenía la indefinida veladura de los primeros esbozos. Desde el siglo XIV al X a. C. no debieron de abundar las expediciones marítimas a tierras de poniente. A partir de entonces, la presencia de cerámica chipriota en Paterna de Rivera o el descubrimiento de fíbulas de codo tipo Huelva en la necrópolis de Amatunte revelan contactos de ida y vuelta entre el oriente y el occidente del mar. El canal que lo cerraba adquirió el topónimo de puertas de Crono o Briareo, que remitía al estadio pre-colonial, ya que eran divinidades que precedían el orden cósmico. Con la intensificación de las expediciones fenicias dejó de tener sentido el Estrecho como espacio infranqueable. Los temibles guardianes, los monstruosos e hiperbólicos vigilantes fueron reemplazados por nuevas figuras, descendientes de pueblos de navegantes que atravesaron puertas que habían dejado de ser cancelas para convertirse en arriesgados pero franqueables pasillos. La diacrónica tríada Melkart / Heracles / Hércules desveló la existencia de una nueva cultura foránea que colonizó un sitio hasta entonces prohibido y utilizó los mitos con afán de control enmascarado tras una benévola y disimulada labor civilizadora.
Melkart se asociaba a estelas duales erigidas en sus altares de culto, aunque fue Heracles quien confirmó el recurso de las columnas como elementos identificadores de un espacio que hasta entonces había sido considerado el verdadero finis terrae del mundo conocido.
En paralelo a las fábulas, el primer personaje histórico que cruzó el Estrecho pudo ser Colaios de Samos, el cual, en el siglo VII a.C., dirigió una exitosa expedición que lo llevó a las puertas de Tartessos. Las ganancias obtenidas superaron la hiperbólica cifra de los sesenta talentos. Con una décima parte se efectuó la donación al templo de Hera de un vaso de bronce a modo de crátera argólica con cabezas de grifos salientes alrededor del borde y tres colosos arrodillados cuya altura era de siete codos. Sin embargo, Heracles desbordó estas hipérboles reales, hasta el punto de que el mito superó a la historia. La figura legendaria griega permutó desmedidas vasijas por más desmedidas columnas que se convirtieron en iconos del finis terrae del mundo conocido.
Repetidas con la recurrencia de los tópicos a partir del relato de su décimo trabajo, las hazañas occidentales del héroe se hicieron virales en un mundo sin redes. El geógrafo algecireño Pomponio Mela se basó en fuentes clásicas para relacionar los hitos hercúleos con la titánica labor de separación de los dos continentes. Si para muchos se correspondían con las verticalidades calizas de Calpe y Abyla, para otros, como Apolodoro, se trataba de unos referentes menos apocalípticos y se rebajaron a simples hitos que erigió Heracles como muestra de su paso por los bordes del canal; señales conmemorativas habituales en un lugar donde abundaban las pilas gadíricas, vestigios de las cercanas almadrabas. Las legendarias estelas han tenido una repercusión que ha trascendido el espacio y el tiempo. Los pilares del canal se han convertido en un icono repetidamente utilizado por la numismática, la heráldica y oficiales blasones en las orillas de un océano antes vedado. Siguiendo el consejo del humanista Luigi Marliano, el emperador Carlos I incorporó a su escudo las dos columnas y el lema Plus Ultra, inspirado en la condición liminar del canal. La representación tuvo una aceptación de lo más fecunda y acabó formando parte de los escudos de España, Andalucía, Extremadura y de ciudades de tres continentes: Melilla, Cádiz, San Fernando, Potosí, Trujillo, San Diego, Tabasco o Veracruz. Hasta puede que inspirara el símbolo del dólar estadounidense antes de que fuera incluida en la Tabula Peutingeriana reconstruida por Konrad Miller.
Más allá de estelas, hitos, pilares y columnas, el finis terrae del Mediterráneo no ha sido un territorio desierto. Las figuras míticas han conformado una densa urdimbre de leyendas con dispar tratamiento y repercusión a lo largo de los cambiantes tiempos. Gilgamesh, El, Ishtar constituyeron unos cimientos orientales luego ampliados por Baal, Melkart o Astarté. La mitología griega ubicó en el extremo occidental del mar por todos surcado a Crono, Urano, Zeus, Perséfone, Poseidón, Atlas y mitos que traspasaron territorios prohibidos como Perseo, Odiseo, Orfeo o Heracles. Ahora bien, estas mismas coordenadas fueron habitadas por personajes autóctonos, como Medusa, las Gorgonas, Calírroe, Gerión, las Grayas, Crisaor, Pegaso, Euritión, Ortro, Equidna, Tifón, Cerbero, Nórax, Briareo, Gárgoris, Habis o Argantonio.
Toda una superpoblación de mitos para un lugar apartado y extremo. Lo más granado de la mitología oriental y helena tuvo alguna relación con el occidente del Mediterráneo, cuyos mitos autóctonos han pasado más desapercibidos, cuando no tratados con una perspectiva premeditadamente degradada. La doxa griega es la que ha escrito la historia y los mitos; la perspectiva helena ha ejercido el rol dominante del vencedor moral de un proceso civilizador que ha enmascarado toda una colonización cultural. Los mitos autóctonos han sobrevivido intencionadamente deformados o velados por el olvido. El propio mito del fin del mundo poseyó la intención foránea de considerar así a un territorio apartado y codiciado, pero que en absoluto lo era para sus habitantes. Dijo el jefe Sioux Alce Negro que cualquier lugar podía ser el centro del mundo. Para los mitos y los habitantes autóctonos del Estrecho, esta debería ser su coordenada matriz, aunque más tarde otras incuestionadas culturas ubicaron liminares columnas, caos, monstruos y abismos tan importados como impostados.
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