El Florida
A VISTA DEL ÁGUILA
Tras el derribo del Casino Cinema, las actividades teatrales y los pases de películas con más aforo se trasladaron al Florida
Ese espacio, por aquel entonces, era cine a la par que teatro
La demolición del Casino Cinema supuso un cambio en el circuito de cines de Algeciras. El cierre del coliseo del Calvario coincidió con la apertura de una sala de proyecciones en un solar anexo: el cubo casi perfecto que albergó al cine Almanzor, al que se accedía por una cosmopolita escalinata de mármol negro y blanco, en el arranque de la Avenida.
En el otro extremo del casco histórico se alzaba, desde 1944, el destacable edificio del cine Florida, diseñado por Mariano Aznárez. Era todo un juego de volúmenes: muros blancos y ladrillos rojos de una lectura expresionista con guiños al art déco. La amplitud de su interior transportaba a lejanas salas de cine metropolitano y para nuestra mirada la oquedad inmensa de su interior era lo más parecido a una bóveda plana de artificio donde se proyectaba el mundo y resonaban las bandas sonoras de las ilusiones.
Tras el derribo del Casino Cinema se realizaron obras de reforma en el Florida para que pudieran llevarse a cabo representaciones teatrales y espectáculos musicales. A partir de entonces, el local vio ampliado su rol y su escenario comenzó a ser pisado.
1. La estrella en el cielo raso
El interior del Florida tenía la limpia magnificencia de los diseños de la época. Al entrar éramos transportados a una atmósfera visual que tenía mucho de foránea, de expresionismo americano y de juego de volúmenes apenas entrevistos en cosmopolitas cines de ultramar y ultratierra. En esta fotografía tomada en noviembre de 1987, se observan ya algunos signos de decadencia: humedades en el techo, respaldos vencidos, paredes de un gris desvaído, no las de un anterior rojo vivo. Los ojos de niño miraban con asombro los frisos de estuco multicolor que enmarcaban el escenario; los trampantojos de semicirculares palcos del muro frontal; los curvos pretiles del lejano anfiteatro; las curvas balconadas desde las que nos asomábamos al patio de butacas; las soberbias molduras que elevaban el techo hasta convertirlo en un cielo raso y alto, donde se posaba una inmensa estrella de escayola hacia la que se dirigían nuestras miradas antes que a la opaca pantalla. Sus rayos formaban profundos surcos de remates curvos donde se ocultaban neones que alumbraban un espacio de cine con atmósfera de película neoyorkina de entreguerras.
Dijeron que el terremoto de 1969 afectó a su estructura y cada vez que entrábamos mirábamos hacia arriba buscando signos de decrepitud que no encontrábamos.
Sobrevivió a temblores y humedades, admiraciones y recelos, pero no a reformas posteriores que acabaron con palcos y pretiles, balcones y trampantojos. La estrella acabó abatida por la piqueta sin dejar más rastro que el de estas imágenes y las fugaces sensaciones que nos despierta el recuerdo.
2. El vestíbulo de Algeciras
Atardecer tardío de mayo. Se habían encendido ya todas las luces cuando Miguel Ángel Del Águila subió los peldaños de ladrillos rojos. Era el primer año de la democracia cuando el fotógrafo entró en el vestíbulo del Florida y, desde los primeros tramos de las escaleras que subían hasta el anfiteatro, tomó esta imagen con cierta perspectiva de los asistentes al evento que debía estar a punto de comenzar.
Muchos rostros familiares esperan en el foyer donde en los prolegómenos y en los descansos de las representaciones los ciudadanos hablaban, veían y eran vistos. En este espacio el teatro siempre cumplió la función social de relaciones que tiene desde tiempos primigenios; por esa razón, la imagen es toda una estampa de unos años de cambios e ilusiones, de esperanzas corpóreas y de algún que otro sueño roto.
Sobre el suelo de azulejo hidráulico de tonos ocres, entre cuadrados concéntricos y ceniceros de cristal, deambulan zapatos de tacón bajo, medias de entretiempo, pantalones de tergal, trajes sastre, corbatas de Cardona y chaquetas, muchas chaquetas: de alpaca gris, de blanco lino, de oscuro terciopelo. Laca y gomina; cuidados bigotes y barbillas rasuradas; sonrisas francas, miradas perdidas, guiños cómplices, aunque nadie se percata del anuncio que acompaña a los fotogramas de Perfume de mujer, donde destaca el forzado escorzo de un Vittorio Gassman con sonrisa de cartel de cine, como las que se pintaban en los enormes letreros de lienzo que coronaban las puertas de entrada de tantos otros vestíbulos.
3. Cinema Paradiso
Corría noviembre de 1987 cuando el fotógrafo realizó un reportaje completo del antiguo cine. Plateas, palcos, anfiteatro, escenario, patio de butacas fueron captados por un objetivo que llegó a penetrar en el lugar más importante y menos visitado: la sala de proyección, el ojo que permite verlo todo y a quien casi nadie mira.
Sobre impolutas paredes y fregados suelos de sobrios azulejos, dos viejas luxor, con el cañón ligeramente inclinado hacia las ventanillas, se convierten por vez primera en objetos de interés entre fusibles, plomillos, tuercas y ruedas detenidas. A la derecha, de espaldas a la pantalla, la silla donde pasaba horas la persona encargada de la proyección, que acababa memorizando diálogos y silencios; monólogos y pausas. Distinguía las escenas por la fuerza de la luz y era experto en doblajes, bandas sonoras y besos censurados.
Vio morir en Venecia, cabarets berlineses, padrinos sicilianos, niñas poseídas, presos en cárceles turcas, cazadores en el círculo polar, tiburones asesinos, crónicas fellinianas, conductores de taxis, octavos pasajeros, jesucristos superestrellas, gorilas en Nueva York, gánsteres de guante blanco y colosos en llamas. Hubo más de un Alfredo en las cabinas de proyección y más de un Totó seducido por las imágenes proyectadas, aunque no se cruzara ningún Giuseppe Tornatore en sus vidas ni Ennio Morricone compusiera una banda sonora para ellas.
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