Hades y Perséfone: Occidente como destino
Mitos del fin de un mundo
Fue necesario inventar un mundo de los muertos para poder entender mejor el mundo de los vivos. Y se inventó lejos, muy lejos, donde se ponía el sol
Hades fue el principal guardián de su reino y se agenció la compañía de Perséfone, deidad de ida y vuelta con más de una ida y más de una vuelta
El Tártaro, la prisión del fin del mundo
Occidente fue en la antigüedad sinónimo de un omnipresente destino. Los griegos saturaron de significado y mitos la región extrema de poniente, lugar de residencia de figuras icónicas como Atlas, Gerión, Briareo; otras monstruosas como Equidna, Medusa, Ortro, Cerbero; otros fueron dioses primordiales como Océano y su esposa Tetis, personificación de todas las aguas del mundo, cuya hiperbólica descendencia estuvo formada por las tres mil ninfas fluviales, las tres mil Oceánides y las Néfelas, o deidades de las nubes. Pero también fue desde época inmemorial el lugar donde se ubicaba el Hades: la tenebrosa, oscura, apartada y occidental región subterránea adonde se debían dirigir los muertos, el fin y el destino de cualquier existencia.
Cuando los griegos continentales tuvieron que embarcarse en un mar temido pero imprescindible para expansiones y comercios, incorporaron a su tradición mítica leyendas y apuntes que permanecían agazapadas desde un pasado remoto que tuvo sus orígenes en los Siglos Oscuros y en el isleño periodo Micénico, cuando a las costas cretenses llegaron las primeras referencias de un topos occidental que despertaba una sucesión de antitéticos pálpitos: la hiperbólica lejanía iba de la mano de vastas superficies oceánicas donde no había control ni medida; brumas inacabables, piélagos inacabables, ocasos inacabables; el escenario simbólico donde ubicar un más allá apartado y tétrico, donde trasterrar el tema tabú por excelencia, el de la muerte. Sin embargo, era también un lugar fértil preñado de riquezas: caudalosos cauces, frondosos bosques, feraces tierras, pesca abundante, ganado abundante y, sobre todo, un subsuelo generoso en metales, que convirtió para muchos en irreprimible el viaje a un territorio donde la vida y la muerte se daban la mano como en ningún otro.
Al principio, el extremo occidental del Mediterráneo apenas fue hollado por expediciones orientales. Allí Homero situó al Hades a cuenta del largo viaje de Odiseo, que sentó las bases literarias del viaje transgresor por excelencia, el que traspasó las lindes del más allá para establecer imposibles diálogos con los difuntos, como los que Eneas entabló con la despechada Dido o con el paternal Anquises sin necesidad de más mediums que los aportados por el utillaje libresco.
Fue necesario inventar un mundo de los muertos para poder entender mejor el mundo de los vivos. Y se inventó lejos, muy lejos: donde el sol se ponía más allá de todos los meridianos conocidos, en un lugar donde la vida y la muerte se solapaban y que era preciso domeñar.
Hades fue el primogénito de Cronos y Rea, cónyuges de preclaro linaje pertenecientes a una primera generación de dioses que no llegaron a conocer las mieles del Olimpo. Infanticida compulsivo, Cronos devoró a todos sus hijos nada más nacer, hasta que la astucia de Rea logró salvar al menor, Zeus, que se vengó del padre, obligándolo a regurgitar a todos sus hermanos, quienes formaron frente común ante sus antepasados en la Titanomaquia. Tras su victoria, los tres varones se sortearon la pingüe herencia. No se trató de un reparto equitativo, ya que Zeus se reservó el dominio de los cielos dejando para Poseidón el de los mares y para Hades el subsuelo y el Inframundo. Este último no debió de aceptar de buen grado el reparto, ya que las condiciones no eran precisamente apetecibles. El territorio sobre el que debía reinar provocaba generalizados desapegos. Como jefe supremo del espacio adonde eran desterrados los muertos, su función era impedir su salida, así como la entrada de cualquier individuo vivo a deshora.
La suerte lo convirtió en guarda del lugar adonde desembocaban los pasos de todos los humanos, un lugar tan tabú como su nombre. Aides significaba en griego clásico “el que no es visible”, oculto, incorpóreo, inmaterial y apartado como la muerte misma. Su figura y su nombre se vieron envueltos por capas de supersticiones que camuflaron su antropónimo con eufemismos como Polidegmon, “el hospitalario” o Euboleos, “el que da sabios consejos”, en todo un ejercicio de temerosas circunvalaciones. También era conocido como Plouton, “el rico”, pues en las profundas cavidades subterráneas yacían codiciadas vetas de metal que convertían en atrayentes el lóbrego subsuelo, una ultratumba preñada de riqueza.
Además de un casco que le proporcionaba la invisibilidad más oportuna en acciones comprometidas, poseía toda una sarta de atributos que conformaron un icono de lo más lúgubre: disponía de un carro oscuro, tirado por cuatro yeguas negras inmortales; portaba las llaves del Hades y las escasas representaciones artísticas que se realizaron de él en solitario lo muestran hierático y serio, sentado sobre un trono de ébano y acompañado de Cerbero, fiel custodio de su reino. De edad madura, espesa barba, agitada cabellera y acentuada adustez, su figura transmitía severidad y fortaleza tras capas de oscuridad: negras caballerías, negros carros, negros cipreses acentuaban el simbolismo tétrico del monarca de las sombras.
Sin ser la divinidad de la muerte -asociada a Tánatos en la mitología helena- su dominio sobre el reino de los difuntos hizo de él una figura fúnebre, luctuosa y siniestra que enmascaró un natural justo, una proverbial imparcialidad borrada casi por interesados velos. De carácter más pasivo que malvado, cumplió con su papel de estricto vigilante de las puertas de un territorio que fue denominado con su nombre. No intervenía directamente hasta que alguien traspasaba el umbral transgrediendo normas que tenían el rigor de lo inviolable. Ejerció el rol del funcionario eficaz e inflexible e impidió pasos indebidos. Su furor adquiría carácter mítico cuando se producía alguna transgresión en el tránsito. De hecho, las excepciones tuvieron un carácter de verdadera singularidad, pues solamente héroes como Heracles, Odiseo, Orfeo, Teseo o Eneas se atrevieron con el Inframundo en viajes de ultratumba que tuvieron mucho de literarios, desde Homero a Virgilio o de Dante a Lope pasando por Fénelon.
Estos viajeros dialogaron con los muertos y describieron la geografía mítica de un Hades sobre el que reinaba quien le dio nombre. Tras atravesar los Campos de Asfódelos y llegar a un Érebo donde se encontraban los antitéticos lagos Lete y Mnemósine, se arribaba al palacio del primogénito de Cronos, donde se sentaban los jueces del Inframundo: Minos, Radamantis y Éaco. Atendiendo al veredicto, los muertos regresaban a los Asfódelos si no eran virtuosos ni malvados, descendían al Tártaro a penar sus culpas o se instalaban en el Elisio a gozar de su bondad.
Primera barrera infranqueable de Occidente, la ubicación del Hades en el entorno del Estrecho viene sugerida por topónimos como la sierra de Fates, enclaves como Valdeinfierno, lagunas hoy desecadas o ganados de reses retintas que el dios tenía pastando en las inmediaciones de la isla de Eritia, vigilado por Menetes, otro legendario mayoral que avisó a Gerión del robo que maquinaba Heracles a otra ganadería vecina de las dehesas de poniente.
A pesar de sus proverbiales riquezas, Hades estaba condenado a la soledad con mayúsculas del vigilante, al destierro del monarca a un lugar intraspasable. En la lóbrega antesala de la muerte era difícil relacionarse con los vivos. Afrodita se apiadó de él y envió a Eros para que le avivara el deseo amoroso. A través de una grieta pudo adivinar la figura de su sobrina Perséfone, hija de Zeus y Deméter, diosa de la agricultura e icono del ciclo vivificador de la vida y de la muerte. La joven doncella recogía flores junto a algunas ninfas en un prado de lo más ameno cuando Hades la raptó y la condujo a sus dominios subterráneos. Deméter, al echar en falta a su hija, pasó de la preocupación a la cólera cuando fue informada por Helios de su estancia en tan desasistidos aposentos. Su enfado alcanzó estadios míticos y su desesperación de madre agraviada la llevó a descuidar su aspecto y funciones. Sus cabellos se desgreñaron y los campos se agostaron; la tierra se volvió tan improductiva que el propio Zeus, alarmado, intentó mediar en el conflicto.
Las versiones difieren acerca de lo sucedido bajo tierra: unas defienden la tesis de que Perséfone se vio obligada a aceptar los requerimientos de Hades, mientras que otras consideran que aceptó de buen grado un ofrecimiento de matrimonio que la convertiría en señora, reina y dueña del Inframundo. Cuando Hermes acudió en su rescate, Perséfone había probado los frutos de la granada, por lo que se vio atada al reino subterráneo; ante esta tesitura, Zeus optó por una solución salomónica: la joven pasaría seis meses con su madre en el mundo de los vivos y otros seis con Hades en el de los muertos, con lo que se configuró la lectura mítica de las dos grandes estaciones climáticas mediterráneas, caracterizadas por dos ciclos: uno de germinación y sazón veraniega y otro de agostamiento e infertilidad invernal.
Perséfone es diosa de orígenes antiguos, casi neolíticos, retomados por la civilización minoica. Es una divinidad llena de contrastes: frágil doncella en el reino de los vivos y férrea reina en el de los muertos, donde se apiadó de Orfeo, Protesilao y Psique; su relación con Deméter, diosa de la vida, las convirtió en epicentro de los oscuros e inquietantes Misterios Eleusinos, ritos iniciáticos donde la vida y la muerte eran algo más que términos antitéticos. Fue una mujer que traspasó barreras prohibidas y tuvo en sus manos el poder de la transformación y la regeneración. Representada por Bernini o Luca Giordano como joven atractiva en manos de un omnipotente y raptor Hades, también fue reflejada en el Pínax de Locros como paritaria consorte de un opulento y bien avenido matrimonio regido con eficiencia.
Tanto Hades como Perséfone llegaron a Occidente obligados y tuvieron en Occidente su común destino, aunque la ambivalente diosa pudo regresar a sus orígenes para reiniciar un camino recurrente de ida y vuelta, metáfora pura de la existencia humana.
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