El Herakleion gaditano
Mitos del fin de un mundo
El Herakleion gaditano fue uno de los grandes santuarios históricos del Mediterráneo
Oráculo insigne, icono religioso, lugar de peregrinación, mercado y hasta bolsa de comercio, su emplazamiento sigue siendo objeto de discusión
La fundación de Gadir
El Herakleion gaditano es uno de los espacios míticos más evocados del territorio del Estrecho, donde han arraigado recurrentes episodios del imaginario occidental; sin embargo, una arqueología esquiva lo ha sumergido en un aura de incertidumbres de lo más sugerente.
Fue uno de los grandes santuarios históricos del Mediterráneo, equiparable al matriz de Melkart en Tiro, al celebérrimo templo de Jerusalén o los de Pafos y Erice dedicados a Afrodita. Su fundación se remonta a tiempos en que marinos tirios iniciaron la colonización hasta el extremo occidental del mar y su datación no es muy rigurosa. El geógrafo algecireño Pomponio Mela remontó su implantación a la Guerra de Troya, a 1186 a.C.; otros historiadores, como Veleyo Patérculo, la atrasaron ochenta años más. A pesar del legendario paso del apóstol Santiago un milenio después, sus intentos evangelizadores no debieron de ser muy fructíferos, ya que hay constancia de valor cultual relacionado con Hércules hasta bien entrado el siglo IV d.C., cuando Avieno refirió la práctica de la prostitución sagrada en momentos decadentes.
La localización exacta del santuario sigue siendo una cuestión irresuelta a pesar del tiempo, los afanes y los intentos. Hay que recurrir a fuentes clásicas como Estrabón, que lo ubicó en el archipiélago de las Gadeiras, sobre Kotinoussa, la isla alargada en cuya costa noroccidental se erigió la ciudad de Gadir. El santuario se alzaba en el extremo opuesto, donde la orilla se aproximaba más al continente, del que lo separaba un estrecho brazo de mar. La distancia entre el Herakleion y la urbe debía de ser considerable, unas doce millas, la práctica totalidad del territorio. Una longitud similar especificaba el “Itinerario Antonino” entre Gades y el templo, definido como lugar de parada o “mansio”, muy próximo a la vía Heraclea, que desde la bahía de Algeciras comunicaba con el paleoestuario del Guadalete. Pomponio Mela describió la prolongada y estrecha ínsula como un espacio separado del continente por un sinuoso canal salobre que semejaba un río. Del lado de tierra firme, la costa parecía trazada a cordel; del lado del mar formaba una curva, en cuyo extremo sur se alzaba el templo de Hércules Egipcio, célebre por sus fundadores, su antigüedad y sus riquezas.
Con todas estas referencias, se ubicó el Herakleion en el actual promontorio de Sancti Petri, separado de tierra firme por el caño homónimo. Sin embargo, no se han encontrado estructuras arqueológicas que confirmen esta suposición, solamente un gran número de figurillas masculinas de bronce que, a modo de exvotos y ofrendas, han sido extraídas de los fondos marinos que rodean el islote. Entre ellas destaca la representación de un Hércules corpulento y desnudo, con tres manzanas que remiten al episodio de las Hespérides. Se trata de una estatuilla de bronce elaborada a la cera con ojos de incrustaciones de plata y labios y pezones de láminas broncíneas. Datada en el siglo V a.C., posee una inscripción con las iniciales H(ercules)G(aditanum), interpretadas como marca de propiedad del santuario, demasiado acostumbrado a robos y expolios de sus míticas riquezas.
Las razones de su emplazamiento en el islote debieron de ser náuticas y estratégicas, ya que el caño homónimo era una vía de penetración a la bahía cuando las marejadas atlánticas dificultaban su acceso; era, además, lugar de aguada, debido a la existencia de pozos; sin embargo, los farallones y bajíos dificultaban el atraque, mucho más fácil en el cercano puerto de Gadir. A fecha de hoy, no existe una opinión unánime a la hora de ubicar el Herakleion en Sancti Petri. Hipótesis más recientes defienden lugares como el cercano cerro de los Mártires o la vecina punta del Boquerón como aquellos donde se erigiera el mítico espacio, aunque la esquiva arqueología siga velando su ubicación exacta. El perfil de la menguada ínsula de piedra ostionera y la dieciochesca fortificación que se recorta en atardeceres de postal son lo suficientemente evocadoras, tanto como los testimonios de su cuerpo de guardia que una temprana mañana de noviembre de 1755 contemplaron revelados restos y descubiertas estatuas durante una insólita bajamar poco antes de que el maremoto de Lisboa se estrellara contra sus sólidos muros.
Ante la ausencia de restos arqueológicos, todo lo que se sabe del antiguo Herakleion ha estado determinado por referencias escritas condicionadas por el valor mítico del espacio. Fuentes árabes destacaron una almenara o faro de cien codos de altura que servía de guía para la navegación en un espacio determinado por los bajíos, caños y marismas abiertas al océano. Otras señalaron que, como relevante lugar sacro, se alzaba en un espacio geográfico donde confluían diferentes lecturas derivadas de su multifuncionalidad: era referente náutico, templo y bosque sagrado, acopio de hierática madera controlada por la institución. Se conformaría como un recinto al aire libre alejado de la tópica imagen del templo griego. Frente a columnatas, peristilos, pronaos o triangulares frontones, el de Gadir era un espacio sagrado abierto, un recinto con altares para hacer sacrificios, pequeñas cámaras para guardar tesoros y poco más. Fueron muy renombrados sus dos pozos de agua dulce para abluciones rituales con régimen inverso a las mareas y la pareja de “stelai” que se alzaban a la entrada como las del templo fenicio de Melkart en Tiro, el de Jerusalén o el de Arad. Los pilares enmarcaban unas puertas donde se labraron representaciones iconográficas de los doce trabajos de Hércules. Albergaba árboles singulares, como un olivo sagrado ofrendado por Pigmalión con ramas de metales y frutos preciosos; altares donde estaban prendidas llamas perpetuas e incluso la tumba del dios al que estaba dedicado, pues se fomentó la leyenda de la muerte de Heracles en territorio hispano y la custodia de sus reliquias en su templo matriz. Al igual que en el de Jerusalén, estaba prohibida la entrada de las mujeres y los sacerdotes eran célibes. Durante la ejecución de los sacrificios, portaban vestidos de lana y usaban vendas de hilo de Pelusio en la cabeza; llevaban los pies descalzos y el cabello cortado.
Como la mayoría de los santuarios fenicios, el Herakleion poseía multiplicidad de funciones: cumplía el rol religioso de albergar las recopilaciones de los relatos mitológicos y litúrgicos, a través de los que se comprobaba el sincretismo producido entre Melkart, Heracles y Hércules. Tenía igualmente el valor de oráculo en relación con el paralelismo de su fundación con respecto al de Tiro; como en él, el sacrificio de un ave sirvió para cimentar las inestables rocas Ambrosianas, origen de las sincréticas “stelai” reconvertidas posteriormente en columnas. Como augurio, en él también se consultaban futuros más tangibles y concretos, se erigía como mediador en conflictos, favorecía la consolidación del poder político y era un lugar donde se firmaban tratados de paz, como el rubricado entre Baal, rey de Tiro y Asarhaddón, rey de Asiria. Era, por tanto, un espacio especialmente atractivo para la talasocracia del entorno. Fueron abundantes los personajes que peregrinaron al santuario gaditano en busca de respuestas: Caracalla hizo ajusticiar al procónsul de la Bética, Cecilio Emiliano, por consultar el oráculo del Herakleion. Allí Aníbal juró odio eterno a los romanos antes de entrar en batalla contra ellos; allí acudió un joven Julio César y se postró ante la estatua de Alejandro Magno antes de tener un sueño incestuoso, interpretado como el visto bueno para su imparable ascensión política; allí acudieron Fabio Máximo, hermano de Escipión, Silenos, Polibio, Artemidoro o Posidonio. Otras visitas renombradas fueron las de Varrón, quien trasladó su inmenso caudal hasta la vecina Gadir, hasta que Julio César ordenó poco después su restitución o Bogos de Mauritania, quien se acercó hasta el lugar con la aviesa intención de apoderarse de sus fastuosos tesoros, convirtiéndose en uno de los saqueadores de guante blanco de un templo considerado paradigma de riquezas. Con esta nómina de afamados peregrinos, al santuario gaditano no le faltaron renombrados devotos, entre los que destacaron emperadores como Nerón, quien ofreció sacrificios tras su victoria en Arcadia o Trajano y Adriano, quienes ordenaron acuñar monedas de oro con la imagen del Hércules Gaditano, el cual llegó a presidir el arco triunfal de Benevento flanqueado por el olivo de oro y sus frutos de esmeraldas.
Sin embargo, su valor más destacado era muy pragmático. Considerado de “facto” como un “Karum”, tenía función de mercado y bolsa de comercio, donde se controlaban los productos que luego se embarcaban: metales de las minas de Sierra Morena, productos agrícolas, ganaderos, salazones, aceite… eran controlados por los sacerdotes que tenían el monopolio de la exportación. Heracles protegía los pesos “Hercules Ponderum”, los intercambios y la calidad de las mercancías, a la vez que el santuario actuaba como banco donde se gestionaba la tesorería y se registraban las transacciones. Convertido en elemento legitimador de la colonización, en él se acuñaban monedas desde una posición neutral y segura. Los fenicios gaditanos depositaban allí sus fortunas y allí se almacenaban todos aquellos artículos con los que se negociaba, no solo con la metrópoli oriental, sino con las ciudades de lo que se ha venido en denominar el Círculo del Estrecho: Asido, Iulia Traducta, Baelo, Carteia, Malaka, Sexi, Abdera, Lixus, Kouass, Tingis, Tamuda o Rusadir, las cuales formaban una tupida red de relaciones comerciales herederas de la interconexión entre las orillas del canal desde tiempos anteriores a la historia.
El lugar donde se administraron fortunas y haciendas, donde acudieron emperadores y asaltantes, donde Santiago el Mayor intentó sin éxito resacralizar el principal destino de peregrinación del antiguo Mediterráneo, el islote adonde acudió Manuel de Falla en un vapor de proa alta en busca de inspiración para su “Atlántida” inconclusa, hoy solo es un apaisado telón de fondo donde se recortan atardeceres a la espera de que la arqueología deje de ser tan esquiva con un lugar donde solo brotan las palabras.
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