El Inframundo: el falso desaliento
Mitos del fin de un mundo
En las culturas mediterráneas, el occidente se ha relacionado con el mundo de los muertos
Lugar de draconianas prohibiciones, se convirtió en espacio atrayente donde transgredir normas y aferrarse a la vida
Hesíodo, el poeta de los dioses
'Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate'. Este verso: “Abandonad toda esperanza, aquellos que entran aquí” cerraba contundente el texto que coronaba la lóbrega puerta del Infierno cuando Dante se decidió a atravesarla acompañado de Virgilio en los primeros compases de La Divina Comedia. Dos poetas sin más compañía que la amistad ni más recursos que la palabra decidieron cruzar un umbral siempre maldito por los siglos de los siglos. Esta leyenda, que bien podía haber rematado la entrada de otros inframundos más cercanos como el de Mauthausen es santo y seña del más aniquilador de los desalientos, de una frontera extrema entre la luz y la oscuridad, que el ser humano ha tenido presente durante centurias. Cuando el escritor toscano dejó a sus espaldas claridades apenas recordadas, atravesó el quicio que lo llevó a las puertas de círculos infernales donde se extendían bosques de suicidas, desiertos donde llovía fuego y llanuras de hielo donde los traidores veían cómo sus impías lágrimas cortaban unas pupilas que habían contemplado sartas de crueldades.
Esta linde entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre la luz y la oscuridad ha formado parte del imaginario colectivo desde el principio de los tiempos como juego de antítesis que ha dibujado el tablero en el que se disponen las piezas de muchas vidas. Dante lo atravesó en el inicio de un particular viaje iniciático que en la práctica totalidad de culturas posee un punto final que tiene mucho de geográfico y cosmogónico. El recorrido diario del sol, símbolo de la luz desde el orto al ocaso, ha convertido su puesta en el lugar donde se ha localizado la oscuridad, la muerte, la aniquilación, un mundo por debajo, un mundo al revés, la vuelta de todo un mundo.
Los antiguos egipcios rendían culto a Ra, divinidad solar que cada anochecer arribaba en barca al Inframundo o Duat, donde era recibido por Osiris, señor de los Occidentales, que era como se conocía a los fallecidos. Amentit fue otra diosa vinculada a las necrópolis erigidas a poniente del Nilo, espacio donde se acogía a los difuntos. Conocida como la Diosa del Oeste, habitaba en un frondoso árbol al borde del desierto y siempre dirigía la mirada hacia la puesta de sol, donde se localizaba la entrada al lugar por donde el dios solar iniciaba cada día su viaje de retorno desde el crepúsculo. Vivía donde el astro se ponía y donde se ubicaba la entrada del Inframundo, ya que su labor era ofrecer alimentos y bebida a los recién fallecidos antes de iniciar su viaje eterno.
En la cultura babilónica, el Inframundo estuvo localizado desde mediados del segundo milenio a.C. en el extremo occidental. En Ugarit, inmersa en el ciclo baálico, se tenían bien presentes dos montañas que se alzaban en los límites de la tierra. Potenciada su condición de puertas, se ubicaban en un mítico poniente, el punto donde se ocultaba el sol. Planicies desmedidas y montañas imaginadas de tan lejanas tuvo que atravesar Gilgamesh para conjurar la muerte de su amigo Endiku y se desplazó hasta extremos occidentales en otro viaje sin fin por donde el sol se ponía cada noche hasta llegar al final, a un lugar límite y maravilloso, lleno de árboles cargados de alhajas. Desde allí cruzó el último mar hasta encontrarse con Utnapishi, superviviente de míticos diluvios, tras desatender la ayuda de dos gigantes de piedra a modo de estelas, únicas criaturas capaces de cruzar las aguas de la muerte, aguas intocables donde los reflejos confundían y las formas se invertían. Tuvo que utilizar más de un centenar de remos para alcanzar un apartado destino donde no consiguió la ansiada inmortalidad perseguida y regresó con la fugaz recompensa de una efímera planta acuática.
Al Inframundo occidental viajaron Inanna e Ishtar en busca de anhelos imposibles, pues en occidente tenían los fenicios metas y destinos que dieron sentido a sus vidas y haciendas. Para los semitas, el estrecho de Gibraltar era puerta y umbral, acceso desde donde se vislumbraba un mar amenazador pero opulento, donde comenzaba un desconocido universo: otra forma de entender el Inframundo, que desde milenios ha atraído a la par que ha despertado el más inveterado de los temores. Por eso, la figura de Melkart se convirtió en paradigma de navegante y civilizador. Se piensa que los grandes templos atlánticos a él advocados fueron metafóricos hitos finales del mundo de los vivos. Tanto Lixus como Gadir eran frontera y lugar sagrado, donde el dios fenicio ejercía el rol colonizador, lenitivo y controlador de un paso con tantas estrategias.
Los griegos fueron los que les dieron la forma clásica a este espacio liminar. Homero situó en la Odisea el Inframundo más allá del horizonte occidental, en las “orillas del Océano profundo”, desde donde estaban cercanos los dominios del Hades. Fernando Sánchez Dragó llegó a considerar el poema épico como todo un libro de los muertos donde un simple mortal se convirtió en superviviente de tempestades, burlador de cíclopes, vencedor de lestrigones y protagonista de un viaje iniciático en el que a lo largo de siete años descendió a los infiernos, resistió la llamada de la carne y regresó a su punto de partida convertido en un ser mítico, superior y justiciero. Todo un ejemplo de superación de peligros, vencimiento de calamidades, renuncias, sacrificios, laberintos superados y muertes metafóricas para luego resucitar en el paradigma de la más imitada de las iniciaciones. Sin embargo, fue Hesíodo quien mejor describió la geografía del Inframundo, lugar de la muerte pero también del inicio de la vida. En su particular génesis, el escritor beocio consideró que, a partir del Caos, surgieron en los estadios iniciales la Tierra, el Deseo y el propio Inframundo. Ubicado al final de la tierra de anchos caminos, se dibujó como un espacio tenebroso, dominio del Érebo y de la negra Noche, conjunción caótica que personificaba la oscuridad y las sombras que acabaron habitando en todos los rincones y agujeros del mundo. Las densas nieblas y la lóbrega negrura del grafito rodearon los bordes que enmarcaban la existencia y se extendieron por las sombrías capas subterráneas. Era un lugar caracterizado por unas puertas antitéticamente brillantes, con hieráticos umbrales de bronce asentados sobre telúricas raíces sin fin. Al otro lado del penumbroso Caos habitaban Titanes y Hecatónquiros, como los hermanos Briareo, Coto y Giges, aliados de Zeus, que ocupaban una inmensa mansión en las fuentes del océano occidental, de la que no podían salir, ya que otra divinidad de occidente, Poseidón, la dotó de infranqueables puertas broncíneas y la rodeó de altos muros que la convirtieron en inexpugnable. Se trata de la descripción de un lugar donde habitaban personajes aliados en condiciones de cautiverio y rodeados de un espacio dantesco: una tierra parda, un nebuloso tártaro y un yermo mar que hasta los dioses aborrecían; todo otro cúmulo de antítesis.
Para la perspectiva helena, el Inframundo era un lugar oscuro, tenebroso, subterráneo, el espacio opuesto a elevadas claridades del Olimpo. Ausente de luz y forma, allí reinaba la confusión y el olvido sin orden, forma o determinación alguna. Se acabó convirtiendo en el término general para referirse al reino de los muertos. Para el imaginario griego, tras el fallecimiento, la psique o esencia del individuo se separaba del cuerpo y era transportada hasta allí. En las referencias homéricas, los fallecidos se agrupaban indiscriminadamente y soportaban una post-existencia sombría, aunque a partir de Platón se inició un proceso de separación atendiendo a sus cualidades morales en vida. Ubicado en la periferia del mundo, cerca de los confines del Océano, era el espacio sin retorno donde acababan las almas de los difuntos, insustanciales, vagando sin determinación alguna.
La relación del Inframundo con el extremo occidental del mar y con los umbrales del Océano ignoto se mantuvo en siglos posteriores. El apóstol Santiago, verdadero semidiós de la mitología hispano-cristiana, fue torturado en Jerusalén, aunque su cadáver acabó transportado en otro mítico viaje sin retorno hasta las proximidades de Iria Flavia, donde dio origen a nuevas peregrinaciones aún vigentes hacia la puesta de sol tras campos de estrellas.
La embocadura del Estrecho no ha perdido el carácter de espacio liminar, última frontera, lugar relacionado con atávicos inframundos que permanecen larvados y con asentadas raíces que el tiempo ahonda y profundiza. Para los navegantes antiguos era espacio final, más allá del cual se extendía una ignota extensión líquida, inacabable e inabarcable. Surgieron nombres como Mar de Afuera, Mar Exterior, Mar Grande, que despertaron ancestrales terrores oceánicos como los que recogió Rufo Festo Avieno, el primero en describir con meticulosidad de poeta las costas del sur de Hispania. El temor a la ausencia de vientos, la espesura y quietud de las aguas, paralizadoras algas, bajíos de la costa y fieras y monstruos marinos dibujaron un sarta pavorosa de peligros como el aterrador pulpo gigante de Carteia, descrito por Plinio, siguiendo las observaciones de Lúculo, procónsul de la Bética.
Territorio donde la toponimia muestra larvados avisos del inframundo occidental que aflora sutiles boqueadas desde la garganta de Valdeinfierno o la sierra de Fates, cuyas consonantes no son capaces de borrar el origen etimológico del dios olímpico que dominaba subterráneos recovecos relacionados con ríos leteos y lagunas estigias. Espacio de viajes unidireccionales siempre de ida, donde la vuelta estaba prohibida por severas leyes que el ser humano siempre ha tenido como reto burlar, desde las almas quevedescas capaces de vivir amores constantes más allá de la muerte a otros poetas como Dante quien, después de descender al infierno acompañado de Virgilio y traspasar el aviso donde se obligaba a abandonar toda esperanza, fue capaz de transgredir normas, superar sus nueve círculos concéntricos, los siete del purgatorio y los nueve del paraíso hasta alcanzar con la amada Beatriz L'amor qhe move el sole e l'altre stelle. Regreso a la brillante luz del último cielo que mueve el sol y el resto de estrellas en un eterno retorno como el de Perseo, Orfeo, Hércules o Ulises, pues la vida se empeña constantemente en volver.
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