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Ishtar: el mito de las conchas y las estrellas

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Ishtar: el mito de las conchas y las estrellas. / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

25 de noviembre 2023 - 02:00

Gilbert Durand consideraba que había leyendas que trascendían lo concreto y se acercaban a lo universal. A ellas han recurrido diferentes sociedades por encima de paralelos y meridianos y han ofrecido perfiles coincidentes a pesar de las diferencias geográficas y culturales. El mito de la tierra es de los más relevantes. En todas las civilizaciones que surgieron al este del Mediterráneo ha destacado la figura femenina de una deidad asociada al elemento terrestre que, en contraposición a los aéreos ámbitos celestiales, poseía cualidades de lo más tangibles, llenas de referencias a la fertilidad, la procreación y los ciclos vitales de los seres humanos, cuyos hitos se vertebran sobre el nacimiento, la reproducción y la muerte.

En el amplio perímetro comprendido entre las costas orientales del Mediterráneo y el golfo Pérsico se solaparon una serie de legendarias mujeres con una emparentada polionomasia que sugería una genética semejante. Sus valores, atributos y actitudes mostraban igualmente orígenes paralelos, aunque acabaron desarrollando particularidades según las coordenadas espaciales y cultuales. Sucesivos velos cubrieron realidades que tenían mucho en común. Quizás demasiado. Entre el Tigris y las ciudades fenicias abundaron rituales a mitos muy similares: los cananeos a Ashera-Astarté, la esposa del dios supremo El y arquetipo de la diosa madre. Un sentido parecido poseía Inanna para los sumerios, Ishtar para los acadios, asirios y babilónicos, Esther-Astarot para los israelitas, Isis para los egipcios, Afrodita para los griegos o Tanit en las más meridionales tierras de Cartago.

Astarté es la asimilación fenicia-cananea del mito maternal y terrestre. Situada en la cúspide del panteón semítico gracias a su privilegiado matrimonio con El, representaba el culto a la naturaleza, a la vida, a la fertilidad, al amor y a los placeres carnales y amplió su valor hasta convertirse en diosa de la guerra. Solía representarse desnuda acompañada de un león. Madre de todos los dioses, poseía el componente telúrico de una tierra caracterizada por la ambivalencia de dar y quitar la existencia; así, se instituyó en el mito que englobaba la vida y la muerte. Para simbolizar su deriva sexual, se solía representar con flores de loto, que se usaban con finalidades poco ortodoxas. Se cocían sus rizomas en alcohol con el objeto de extraer alcaloides que provocaban vívidos sueños que, junto con el uso del opio, excitaban el deseo sexual de unos fieles que sentían por esta diosa la atracción de las fuerzas más telúricas. Se recoge en numerosas fuentes la existencia de una prostitución sagrada en su honor que se extendió hasta el entorno occidental peninsular, donde llegó de la mano de la colonización fenicia hasta convertirse en la diosa más icónica de la cultura ibérica tras asimilarse a deidades indígenas de similares valores. Enclaves tartésicos como Cástulo o Cancho Roano fueron escenario de rituales no exentos de violencia y transgresiones sexuales de marcado primitivismo. A la par, su devoción se extendió por las costas mediterráneas con la generosa amplitud de las mareas más familiares. Solía asociarse también con un tronco de árbol clavado en el patio de los templos, lo que despertó el hábito de recoger leña para prender fuego, cocinar tortas sacramentales con su figura, quemar incienso o hacer libaciones en su honor. Su devoción menguó a la par que fue ganando peso el monoteísmo judaico, que consideraba su culto como manifestación de la más perseguida idolatría.

Ishtar, el mito de las conchas y las estrellas.

Un buen número de coincidencias se establecen entre las figuras de Ishtar e Inanna. La primera fue la diosa babilónica del amor, la belleza, la vida y la fertilidad. Tradicionalmente se identificó con Semíramis, que concibió a Tammuz después de haber fallecido su esposo Nemrod. El nacimiento de su hijo en pleno solsticio de invierno ha sido considerado como el origen pre-cristiano de la Navidad, consecuencia de la sacralización de una fiesta caracterizada por los excesos de la diosa mesopotámica protectora de las prostitutas y de los amoríos extramatrimoniales. También se asociaba al planeta Venus, por lo que su emblema era una estrella de ocho puntas, a la que se le solía sumar un león como símbolo de la fuerza que compartía con Astarté.

Inanna era la deidad sumeria de la fecundidad y del amor y su culto se asociaba a ritos sexuales de lo más heterodoxos. Como protectora de Uruk se representaba con otra estrella de ocho puntas, el león y las recurrentes y alucinatorias flores de loto. En su ciudad plantó y vio crecer un soberbio ejemplar de Huluppu, el primer árbol mítico del que se tiene constancia, que muchos han visto como el origen del bíblico del bien y del mal. El del templo de la diosa sufrió la presencia de tres seres que lo amenazaron: una serpiente, un ave y la demoníaca figura de Lilith; todos ellos fueron reducidos por Gilgamesh, quien, con su madera, no hizo fuego en su honor, sino un trono regio para una mujer que acabó siendo portadora de su desgracia al negarse el rey a aceptar sus posteriores requerimientos sexuales.

Ishtar, el mito de las conchas y las estrellas.

Con oportunas variantes, esta figura y la de Ishtar protagonizaron una leyenda que las puso en relación con el mito de Occidente. Muestra relevante de la literatura sumeria es el poema que narra el viaje que llevó a la divinidad hasta los infiernos, escrito en cuneiforme y grabado sobre tablilla de barro entre el 3000 y 1900 a. C. La travesía de esta mujer hacia el oeste tuvo mucho de iniciática y en ella se muestran sus ansias de poder. En el Inframundo dominaba su hermana Ereshkigal y con la llegada a su vedado territorio refrendó la omnipotencia de su dominio. Según otras versiones, el desplazamiento hasta los confines occidentales se realizó para conseguir el secreto de la inmortalidad. En ambos casos, el mito femenino oriental se dirigió hacia donde el sol se ponía en un arriesgado viaje del que nadie podía retornar. Adornada con sus mejores prendas y joyas, se encaminó hasta los avernos acompañada del fiel visir Ninshubur a quien dejó a sus puertas. Allí se encontró con su guardián, Neti, quien comunicó a Ereshkigal la presencia de su hermana. Visiblemente contrariada, la instó a traspasar el umbral prohibido y a franquear las siete puertas del abismo, para lo que tuvo que pagar sendos peajes. En la primera fue despojada de la corona de la llanura; en la segunda, de las cuentas de lapislázuli; luego, de la doble hilera de collares; a continuación, de su mágico pectoral; en la quinta puerta tuvo que dejar el aro de oro de su muñeca y en la sexta la vara de medir. Por último, al traspasar la séptima puerta tuvo que dejar su túnica para presentarse desnuda y humillada ante su hermana. Esta desnudez por etapas ha inspirado un largo corolario cultural y hay quien ve aquí el origen de la danza de los siete velos que pervivió hasta escenas como la protagonizada por la bíblica Salomé, y alcanzó el cénit del erotismo más heterodoxo en la obra homónima de Oscar Wilde, que la censura británica prohibió representar en Londres hasta 40 años después de haber sido escrita.

Tras presentarse sin ropajes ante Ereshkigal, la diosa del amor, la fecundidad y el sexo, fue rodeada por los jueces del inframundo que dictaron sentencia en su contra y su misma hermana la ejecutó colgando su cadáver de un arpón. Su fallecimiento provocó en los reinos del este el cese de la reproducción humana y animal, por lo que Nishubur solicitó la ayuda de Enki para resucitar a su hija. Tras esparcir conchas con valor de amuleto por el suelo y rociar con ellas el agua de la vida, la diosa acabó recobrándola, aunque aún debió superar la prueba más difícil: efectuar la salida prohibida desde el abismo. Para ello, tuvo que dejar a alguien en su lugar y eligió a su esposo Dumuzid, el único que no había guardado luto por ella. Tras pedir ayuda al dios Sol, el marido acabó compartiendo con su hermana Geshtinanna su estancia en el inframundo, sentándose las bases del mito estacional de variada proyección posterior como Siyawash o Perséfone.

Ishtar, el mito de las conchas y las estrellas.

En el poema aparecen las mágicas conchas apotropaicas, un elemento asociado a este mito y muy utilizadas en el lugar que habitamos. Las valvas marinas eran empleadas por la cultura tartésica para cubrir los suelos de lugares de culto, como puede observarse en Castro Marim, algunos cabezos de Huelva, el Carambolo Alto, el Castillo de Doña Blanca o el cercano yacimiento de los Castillejos de Alcorrín. Hay conchas labradas en piezas pétreas de una de las tumbas de la necrópolis de los Algarbes, del mismo modo que hay conchas esculpidas en una estela cilíndrica que se conserva en la ermita de los Santos Mártires de Medina Sidonia, antaño conocida como de Santiago del Camino, el santo jacobeo destino de una peregrinación hoy multitudinaria cuyo icono retoma el talismán o venera.

Relación con las vías de comunicación posee también la estrella, otro atributo con el que desde los primeros tiempos se ha representado a esta deidad, que la lleva sugerida en su propio nombre. La estrella de Astarté o Ishtar es la misma que sirvió como guía en caminos y viajes. También al Estrecho, destino ineludible de tantos arriesgados desplazamientos; aquí, donde Alfonso X recogió en sus Cantigas el valor referencial de la estrella; aquí, donde el monarca Sabio fundó, en el siglo XIII, la orden militar de Santa María de España o de la Estrella con objeto de conquistar los puertos de la orilla norte del Canal; aquí, donde topónimos como el castillo de Torrestrella tienen cerca al astro que forma la clave de la bóveda de la Torrejosa; aquí, donde una urdimbre de recurrencias bordean la antigua Trocha que desde la Bahía llevaba hasta Medina, la innominada Medina de una estrella que sobrevive solo en su escudo; aquí, donde acababa un mundo que fue referente y reto, destino y meta por los siglos de los siglos sin ningún amén, pero con muchos luceros.

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