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Martín Yáñez, alcaide de las atarazanas de Algeciras en 1360

Estampas de la historia del Campo de Gibraltar

Un terrible suceso provocó que dejase de servir a Pedro I 'El Cruel' para pasarse a las filas de Enrique de Trastámara

Abderrahmán III mandó reconstruir las viejas atarazanas algecireñas tras hacerse con la ciudad

Embarcaciones castellanas medievales según el pintor Rafael Monleón (Museo Naval de Madrid).

En el mes de mayo del año 914 el todavía emir de Córdoba Abderrahmán III se dirigió a Algeciras, importante ciudad portuaria que se hallaba en poder de los partidarios de Omar ben Hafsún, rebelde que desde hacía más de cuarenta años estaba enfrentado a los emires cordobeses con el propósito de crear un Estado independiente en las sierras del sur con capital de la fortaleza de Bobastro, cerca de la actual población de Ardales.

Sin embargo, después de algunos reveses sufrido en el campo de batalla que habían favorecido al insurrecto de Bobastro, en la primavera del 914 el emir omeya estaba decidido a acabar definitivamente con Omar ben Hafsún o, al menos, a quitarle la ciudad y el puerto de Algeciras que los hafsuníes utilizaban como cabeza de puente en sus relaciones con los mortales enemigos de los omeyas: los fatimíes del norte de África, por donde les llegaba propaganda ideológica, armas y vituallas a los rebeldes.

El 1 de junio, Abderrahmán III entró en la ciudad sin que sus moradores, conocedores del poderoso ejército que traía consigo para ponerles cerco, opusieran ninguna resistencia. Le abrieron las puertas de Algeciras y se entregaron a los cordobeses después de haberse rendido y solicitado su perdón. Refiere la crónica de Ibn Hayyán, que el emir mandó a sus tropas para que se apoderaran de las embarcaciones de los rebeldes que estaban surtas en la rada. Cuando estuvieron en la orilla, mandó que las quemaran. El incendio fue visto por los rebeldes de Castalla (Castellar), Fayy Wasim (Gaucín) y Sas (Casares). Los gobernadores de estas villas fortificadas, al contemplar la destrucción de los navíos y temiendo que Abderramán hiciera lo mismo con sus castillos, se inclinaron a la obediencia y enviaron parlamentarios para rendir pleitesía al emir vencedor.

Una vez sometida la ciudad y sustituido su gobernador por un funcionario de su entera confianza, Abderrahmán III mandó que se instalara en el puerto una parte de la flota para que patrullara las aguas del Estrecho y ordenó que un arquitecto se encargara de reconstruir las viejas atarazanas que se hallaban situadas en la parte baja de la ciudad, en la orilla izquierda del río de la Miel. El emir puso en ella a calafates, cordeleros, herreros y carpinteros de ribera para que labraran barcos de guerra. El compilador al-Himyarí asegura que en Algeciras había un astillero para la construcción naval que fue edificado para sus flotas por el emir de los creyentes Abderramán ben Muhammad. Lo hizo construir sólidamente y rodear de muros elevados. Según el historiador norteafricano Ibn Jaldún, en el año 915 el emir en persona se presentó en Algeciras para revisar los nuevos barcos que se estaban construyendo. Otras fuentes refieren que, un año después de haber tomado el título de califa, en el 929, el ejercito omeya embarcó en el puerto de Algeciras en los cien barcos que había mandado construir Abderramán III, cruzando el Estrecho para tomar Ceuta y, en menos de un año, apoderarse de todo el Magreb occidental, llegando hasta la ciudad de Siyilmesa, en las linderos del desierto.

Desaparecido el califato de Córdoba, cuando en el año 1035, los hammudíes, establecieron el reino taifa de Algeciras, transformaron las atarazanas, abandonadas desde hacía varias décadas, en su palacio, porque el alcázar de la ciudad, residencia del gobernador omeya, había sido arrasado por los bereberes en el año 1011. Escribe Ibn Idari, que después de saquear la ciudad e incendiar el alcázar, su jefe, Sulaymán, ordenó juntar a los prisioneros en las atarazanas, aunque después los dejó libres. Pensaba el primer rey taifa de Algeciras, Muhammad ben al-Qasim, que el viejo arsenal, rodeado de fuertes murallas, era un lugar seguro para instalarse pues, en caso de que fuera cercada la ciudad (como sucedió en el año 1055) o hubiera algún levantamiento de la población, podría escapar por vía marítima. De nuevo es mencionado el arsenal algecireño medio siglo más tarde, en las conocidas como "memorias" de ‘bd Allah, el último rey zirí de Granada. Este soberano refiere que, cuando en 1086, los almorávides desembarcaron en Algeciras lo hicieron en las atarazanas. En el siglo XII este arsenal continuaba en uso de acuerdo con el testimonio del geógrafo ceutí al-Idrisi, que hace referencia a las atarazanas cuando dice que (Algeciras) tiene tres puertas y un arsenal situado en el interior de la villa..., es un lugar donde se construyen navíos.

En el año 1285, el sultán meriní Abu Yusuf Ya‘qub, ante el temor de que los castellanos pudieran cortar las comunicaciones entre sus posesiones de la orilla norte del Estrecho (Algeciras, Gibraltar y Tarifa) y las de la ribera sur (Ceuta y Tánger), mandó construir barcos de guerra en las atarazanas de los puertos que estaban bajo su soberanía, entre ellos el de Algeciras. Una nueva referencia a las atarazanas algecireñas la hallamos en la obra de Abu ‘Abd Alláh Muhammad as-Safra. Este cirujano granadino llegó por mar, herido en una pierna, al puerto de Algeciras unos años antes de que la ciudad fuera sitiada por el rey de Castilla Alfonso XI en el verano de 1342, desembarcando "en el arsenal de la ciudad". Una vez tomada Algeciras por los castellanos en el año 1344, las atarazanas continuaron en funcionamiento, pues sabemos que el concejo de la ciudad estaba obligado a mantener en sus arsenales y a sus expensas "dos galeras para la flota del rey".

Tras la reconquista de la ciudad por los musulmanes granadinos en 1369, es posible que las atarazanas volvieran a ser utilizadas por los nazaríes como base para su escuadra. Lo cierto es que el viejo edificio sería destruido con el resto de la ciudad en torno al año 1379, quedando solo en pie la puerta por donde entraban las embarcaciones, conocida, a principios del siglo XX, como el "Ojo del Muelle".

En el año 1360 tomó posesión del cargo de alcaide de las atarazanas algecireñas el caballero Martín Yáñez, que era señor de Chiclana. A poco de haber sido nombrado, aconteció un grave y desagradable suceso en las proximidades del arsenal que daba buena muestra de que el sobrenombre que sus opositores trastamaristas dieron al rey Pedro I de "Cruel", estaba, al menos en parte, justificado.

Con el propósito de acabar con la vida del caballero Gómez Carrillo, cuya familia, que era partidaria de Enrique de Trastámara, se hallaba exiliada en Aragón y, recelando el rey don Pedro que el mencionado Carrillo, que hasta la fecha había sido un leal vasallo suyo, tramaba traicionarlo, urdió un plan que consistía en ofrecerle la gobernación de Algeciras que la tenía Garci Fernández Manrique.

—Mi leal vasallo Gómez Carrillo, para remunerar los leales servicios que me has prestado en la pasada guerra con Aragón, he decidido nombrarte gobernador de la ciudad de Algeciras en sustitución del caballero Fernández Manrique —le dijo alevosa y pérfidamente el rey al crédulo Carrillo.

—He de aceptar el cargo que me ofrecéis, señor, no sólo por la lealtad que os debo, sino porque, estando esa ciudad en tierra de frontera, siempre expuesta a ser tomada por los musulmanes granadinos o de la otra orilla, no he de dar mejor servicio a vuestra majestad que gobernar y defender Algeciras.

—Embarca en la galera que he mandando armar en el Arenal de Sevilla y parte presto para el Estrecho —le ordenó el rey Pedro I.

Lo que no sabía el confiado Gómez Carrillo era que Esteban de Matrera, el cómitre de la galera real, había recibido órdenes muy precisas y secretas de que el relevante pasajero no llegara con vida a la ciudad que el monarca le había prometido gobernar.

Cuando, dos días más tarde, al alba, embocaba la galera de Esteban de Matrera la bahía y se podía ver desde el puente de la embarcación el gran arco de entrada a las atarazanas de Algeciras, citó a Carrillo en el compartimento de popa del barco, destinado a estancia del cómitre.

—Gómez Carrillo —le dijo—. He de cumplir la orden de nuestro señor el rey, aunque no me proporcione ningún placer.

Y haciendo un gesto previamente acordado, dos sayones que estaban ocultos detrás de un mamparo saltaron sobre el desapercibido caballero y lo apresaron mientras Esteban de Matrera sacaba su daga de la funda y lo degollaba allí mismo sin que el desdichado Carrillo tuviera tiempo de saber qué era lo que le estaba sucediendo.

Una vez que hubo atracado la galera en el arsenal algecireño, los sayones bajaron el cuerpo sin vida del caballero castellano, que fue entregado a Martín Yáñez. Este lo mandó enterrar en el cementerio que se había habilitado en el patio de la antigua mezquita y, desde 1344, iglesia catedral de Santa María de la Palma. Esteban de Matrera embarcó de nuevo y partió hacia Sevilla para dar la noticia al vengativo y desconfiado rey de que su mandato había sido cumplido.

Este terrible suceso fue determinante para que Martín Yáñez, que no quería servir a un monarca tan cruel y vengativo, abandonara al rey don Pedro I, dejara el cargo de alcaide de las atarazanas de Algeciras y se pasara a las filas de don Enrique de Trastámara, el que sería rey de Castilla y León pasados ocho años, cuando diera muerte a su hermanastro el rey ante los muros del castillo de Montiel.

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