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Melkart, el dios de la ciudad

Mitos del fin de un mundo

Melkart es una divinidad que lleva en su nombre la relación con la ciudad de Tiro, de la que fue sumo protector

Inicialmente fue considerado dios de la agricultura; con el tiempo desempeñó el papel de divinidad protectora de la navegación, el comercio y el proceso colonizador de su pueblo

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Melkart, el dios de la ciudad
Melkart, el dios de la ciudad / Enrique Martínez Andrés
José Juan Yborra

21 de marzo 2024 - 02:00

Los mitos fenicios forman un complejo mosaico donde faltan teselas, muchas teselas y donde muchas de ellas han perdido pigmentación y han terminado enredando formas, cubriendo perfiles y creando un intrincado proceso de intersecciones, solapamientos e influencias que muchos han denominado sincretismo. Las advocaciones se confunden hasta formar revestidos palimpsestos de aturdidas taraceas que tuvieron un origen urbano, como la cultura que los gestó.

En la antigua Canaán, las divinidades se asociaban a las ciudades costeras. Resueltamente independientes, cada una de estas urbes tenía como seña de identidad el culto a una deidad, aunque fuera fruto de un asumido mestizaje. En Biblos se veneraba a Baalat, en Ugarit a El, en Sidón a Astarté y en Tiro a Melkart. En este último se fusionaron caracteres de otras divinidades hasta conformar un perfil poliédrico, con multiplicidad de caras y lecturas, lo que permitió una pervivencia en el tiempo de lo más fecunda. Su nombre está formado por el lexema Kart, asociado a la raíz que significaba “ciudad”: el “dios de la ciudad” no lo era de otra que Tiro. A ella se asoció desde sus primeros estadios y a ella se fue adaptando en su evolución posterior con la pragmática flexibilidad de los matrimonios de conveniencia.

La primera localización de Tiro se ubicó sobre un escarpe de calcarenita próximo a la antigua línea de costa, rodeado de menguadas planicies. En lo que hoy son cuadriculados naranjales, hace unos cinco mil años había campos de trigo y cebada, con lo que se aseguraba la manutención básica de una población que tenía instaladas sus raíces en tierra firme. El primitivo asentamiento optó por dar veneración a Melkart, una variante del primigenio Baal, al que los cananeos rendían culto desde la Edad del Hierro. Era la deidad del principio masculino de la vegetación, que se complementaba con la figura de Astarté, símbolo de la fecundidad.

Melkart, el dios de la ciudad
Melkart, el dios de la ciudad / Enrique Martínez Andrés

En una primera lectura, Melkart era una divinidad solar, asociada a los cambios de ciclos de los que dependía la agricultura. Dios de los sembrados, las estaciones, los periodos de lluvia y las sequías, se relacionaba con las labores agrícolas, el campo, la vegetación, la fecundidad y las fases que conformaban unos ciclos relacionados con los tópicos del nacimiento, crecimiento, madurez, sazón y muerte hasta volver a renacer. Era una figura relacionada con el óbito, pero también con la resurrección. Se consideraba que su fallecimiento era producido por un fuego purificador, instrumento simbólico del doloroso recorrido hasta un nuevo revivir.

Melkart fue una deidad que experimentó el tránsito desde la muerte a la resurrección en un viaje asociado a los más primigenios ciclos naturales, aunque no por ello ha dejado de convertirse en un relevante precedente religioso. Mito asociado a la égersis, su renacimiento físico se celebraba en la primitiva Tiro con unas fiestas que tenían mucho de Adonías y de culto a un dios que hizo de la consumación el estadio antecesor de la vida. Con los últimos fríos del invierno, en febrero se veneraba su fallecimiento con una hoguera que tenía mucho de sagrada y de candelaria purificadora. Tras el óbito se celebraba su retorno, impulsado por su hierogamia sagrada con Astarté. La celebración marcaba el calendario festivo de una ciudad donde aún se vivía mirando al cielo. La relevancia social de esta ceremonia en la urbe era tal que el rey de Tiro era quien representaba el papel de Melkart y la sacerdotisa principal el de la diosa consorte. Con estas celebraciones, el dios fenicio trascendió el rol de divinidad asociada a los ciclos naturales agrícolas y se vinculaba a un sol que tenía en el ocaso la clave de su simbólico renacer. En Occidente el crepúsculo es el fin que barrunta el principio y la omega trasciende los puntos finales. Partir para volver.

Los templos donde se honraba al dios de la ciudad tuvieron un temprano origen. El primero erigido en la antigua Tiro tenía cinco mil años de antigüedad. En el siglo X a.C. el rey Hiram I normalizó su culto como forma de acentuar la independencia de la urbe frente a otras cercanas y potenció unos rituales donde la observación de los solsticios, los altares helioscópicos y la orientación canónica determinaban unos espacios sagrados cuya cabecera miraba siempre al este y los pies al oeste, hacia un mar donde también se dirigieron las miradas humanas.

Las llanuras costeras eran insuficientes para mantener a una población que crecía con la progresión de los comienzos imparables. Frente a una tierra exigua, los habitantes de Tiro tomaron en consideración un mar ancho y ajeno que quisieron hacer suyo. Desarrollaron técnicas de navegación con las que instauraron un comercio que fue la esencia de su cultura. Poco de atrayente podían producir sus campos; fue el mar quien les proporcionó el múrex, el tinte con el que la ciudad se convirtió en principal motor del comercio fenicio en el Mediterráneo. La identificación de Melkart como divinidad de la pujante comunidad llegó al extremo de asociarse con su providencial tintura. Este fue el origen de la leyenda que narraba un cotidiano paseo del dios por la costa acompañado de su perro y de la ninfa Tiro. Al morder el animal la concha de un caracol marino, su boca quedó teñida de un tono púrpura del que quedó prendada la joven, quien advirtió al dios que no sería suya hasta que no le ofreciera una túnica de ese color. Espoleado por el deseo, Melkart reunió una buena cantidad de ejemplares de caracolas con las que tintó la primera prenda con un pigmento conocido luego como púrpura de Tiro y con el que la ciudad lideró las transacciones marítimas.

Para estas nuevas dedicaciones, era necesario trasladar el emplazamiento urbano a otro lugar. Una isla cercana reunía todos los requisitos para establecer una ciudad portuaria con adecuada ubicación. El perímetro se circundó con una sólida muralla que defendía también sus dos dársenas: una abierta al norte para el tráfico con Sidón y otra al sur, desde donde partían las embarcaciones con destino a los puertos egipcios. Comunicadas con un canal interior, la nueva Tiro se perfiló como el perfecto punto de partida de expediciones que se fueron atreviendo con destinos cada vez más occidentales y lejanos. La población, concentrada en menos de sesenta hectáreas, estaba dominada por el templo de Melkart que se abría al mercado, el palacio y la plaza. Tuvo un crecimiento tan rápido que necesitó buscar nuevos horizontes expansivos, que vieron en el oeste sus nuevas tierras de promisión.

Entonces se produjo un nuevo proceso de adaptación de la deidad a los destinos de la ciudad a la que estaba encomendada. De dios de la agricultura y de los ciclos anuales se convirtió en una divinidad marina protectora de la navegación y del proceso colonizador en el que se embarcó la urbe. Mantuvo su condición de mito solar, aunque se adaptó a su nuevo rol, siguiendo metafóricamente cada día a la esquiva Astarté hasta que la encontraba en algún lugar del extremo occidental del mar ahora surcado. Allí, en las lindes de poniente de un espacio desconocido y ansiado, rico y atrayente; allí, en las puertas de un mar donde tenía lugar el ocaso, se produjo el desposorio de los dioses en un juego de antítesis, muertes y resurrecciones que tenía mucho de familiar. Representado a menudo como cabalgando un hipocampo, se le atribuía la civilización de las tribus salvajes que habitaban en las costas lejanas del oeste, la fundación de las posesiones fenicias y la introducción de la ley y el orden en nuevo estatus colonial. De guía y protector de los viajes y exploraciones marítimas pasó pronto a ser el valedor de las relaciones comerciales establecidas en estos desplazamientos. Su nombre se invocaba en los juramentos que sancionaban las transacciones y era habitual erigir un templo dedicado a él como benefactor de los comerciantes tirios en cada nuevo asentamiento fenicio.

Melkart, el dios de la ciudad
Melkart, el dios de la ciudad / Enrique Martínez Andrés

El Mediterráneo, que fue conocido con el nombre de la ciudad que lo dominó por vez primera, se fue poblando de santuarios que no eran solamente establecimientos sagrados, sino que tenían el intencionado pragmatismo de certificar el sello de la ciudad matriz en territorios recién hollados. El extremo occidental del mar se fue poblando de lugares sagrados para la civilización que surgió de la urbe protegida por su dios: referentes geográficos como Cartago Nova, Ebussum, Lixus, el cabo de San Vicente -el punto más occidental del mundo conocido y lugar sagrado donde estaba prohibido pernoctar-, Calpe -el hito donde se iniciaba el tránsito del mítico y peligroso estrecho- o Gadir, en cuyas inmediaciones se levantó el templo más importante del dios oriental en estos lares occidentales. Un templo en el que Estrabón describió dos pilares de bronce de más de ocho codos de alto que simbolizaban las estelas del Canal. Un templo que fue lugar de culto y de peregrinación interesada. Un templo adonde acudió Aníbal para jurar odio eterno a los romanos o adonde se acercó un joven Julio César para mostrar entregada admiración al Gran Alejandro.

Tanto Aníbal como Julio César se apoyaron en la figura de Melkart antes de iniciar unos cometidos de expansionismo militar y político adobados con la confesable intención de los buenos gobernantes que quieren mostrar su faceta civilizadora. El dios de la ciudad fue el referente oriental que se desplazó hasta el oeste para dejar en sus confines la impronta cultural con la que se tiñeron sucesivos procesos de colonización. Tanto la deidad fenicia como el Heracles griego o el Hércules romano se fundieron en una misma divinidad donde lo sincrético fue la mejor excusa para confundir la oportunidad y el oportunismo.

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