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Mesopotamia: los mitos y la geografía

MITOS DEL FIN DE UN MUNDO

En Mesopotamia se gestó un imaginario oriental que llegó hasta Occidente

Gilgamesh fue el primer mito que se atrevió a traspasar las lejanas fronteras del oeste

El mito del occidente

Los mitos como pre-texto

Mesopotamia: los mitos y la geografía. / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

11 de noviembre 2023 - 00:00

Mesopotamia es un territorio con la vastedad de los tiempos antiguos y con el poso cultural de los primeros relatos que tuvieron en los mitos su inspiración y su pretexto.

El territorio por donde discurren los cauces paralelos del Éufrates y el Tigris es amplio, extremadamente amplio, a la vez que llano, extremadamente llano. Conforma una inmensa planicie cerrada al norte por los montes Tauro y al este por la cadena de los Zagros. Las abundantes lluvias sobre estas cabeceras alimentan el caudal de unos ríos que atraviesan un territorio lindante al sur con el golfo Pérsico y al oeste con el inmenso desierto arábigo. Las tierras que atraviesan las dos cuencas son páramos yermos convertidos en fértiles gracias a sus aguas en un lugar donde las únicas elevaciones son las imaginarias. Aquí surgieron tempranas civilizaciones que tuvieron en el barro y en el limo de las antiguas marismas el sustento de aportaciones de lo más innovadoras. Con arcilla se elaboraron cilindros y tablillas, pero también ladrillos que sirvieron para levantar ciudades con el carácter precursor de las primeras veces. Topónimos como Ur, Uruk, Lagash, Nippur, Nimrud o Babilonia poseen la capacidad evocadora de los primeros libros de historia en las aulas lluviosas de la infancia que se asoman con el sigilo de los embozados a las trastiendas de nuestra memoria. Hace más de cinco mil años, los achaparrados sumerios de barbas rizadas fundaron una sarta de urbes donde se produjeron las primeras evidencias de una cultura que al este del mediterráneo comenzó a dar forma a un imaginario oriental que llegó hasta los extremos occidentales.

Es imprescindible para entender la historia conocer la geografía, el espacio físico donde surge cada civilización. En las interminables llanuras donde el Tigris y el Éufrates acercan sus riberas, sus pobladores se sintieron atraídos por un ansia de elevación que persiguieron con fructífera insistencia. Directamente relacionados con interpretaciones religiosas y míticas, los zigurats son elementos identificadores de la cultura mesopotámica. Antecesores de las pirámides, son estructuras que se remontan a la época sumeria. La palabra deriva del lexema acadio zaqaru, que significa “estar en lo alto” y eran espacios religiosos que buscaban acercarse a un cielo que en las interminables llanuras mesopotámicas, parecía estar aún más alto. Responden al símbolo atávico de la elevación como elemento positivo y en ellos laten significados que fueron luego compartidos por pirámides, obeliscos, estelas o columnas. Estas últimas se convirtieron en hitos que caracterizaron espacios especialmente significativos, como el extremo occidental del mundo donde habitamos. Construcción común para sumerios, babilonios y asirios, los zigurats suelen considerarse no tanto lugares de culto o ceremonias sino la morada misma de los dioses, lo cual no resulta extraño en un territorio de tan vastas planicies. Ante la ausencia de montañas de referencia cercanas, la civilización fluvial mesopotámica se vio impelida a construir artificialmente esos promontorios. A falta de Olimpos, Sinaís, Ararats o Tabores, los sumerios construyeron con arcilla y adobe colosales estructuras donde pudieran morar las divinidades protectoras de cada urbe. Hoy se muestran desgastadas por el tiempo, en forma de cerros erosionados, lamidos hitos de ciudades cubiertas por el desierto y capas de olvido. Algunas de estas construcciones llegaron a alcanzar categoría mítica, como la renombrada y efímera torre de Babel, que acabó siendo asimilada por culturas y religiones posteriores como pretexto de interesadas lecturas e interpretaciones morales. Otras dieron pie a la configuración de leyendas autóctonas que tuvieron una sugerente relación con el fin del mundo.

Mesopotamia: Los mitos y la geografía

En las proximidades del Éufrates, con quien estaba comunicada a través de una ingeniosa red de canales, se alzaba la ciudad de Uruk, que alcanzó sus momentos de mayor gloria hace unos cinco mil años. Ubicada en el tramo bajo del Éufrates, en un lugar donde sus meandros se confundían con el Tigris; sobre una antigua marisma que acabó colmatando el paleoestuario de los dos ríos antes de desaguar en un golfo Pérsico de atmósfera anfibia, Uruk disputaba en su edad dorada la supremacía mesopotámica con las vecinas Ur y Lagash. Hoy, un desierto plano preñado de antrópicos oteros enmascara un territorio donde se prodigaron los comienzos. Aparentes elevaciones sin aristas son restos del soberbio zigurat donde habitó Inanna, diosa de un amor marcadamente sexual y protectora de una urbe por ella marcada. Un cartel turístico escrito en inglés anuncia entre desolados páramos que el viajero arriba al enclave donde además nació la escritura y donde aparecieron los primeros textos de la historia sobre placas de arcilla. En ellas se marcaron los primeros apuntes contables y en ellas se grabaron con anónimos punzones las doce tablillas que conforman los versos iniciales de la épica legendaria en los primeros estadios de la cultura: el Poema de Gilgamesh.

Gilgamesh es una figura mítica que se corresponde con un monarca de origen divino de la ciudad estado de Uruk a quien se le atribuyen destacados logros entre oscuras sombras, lo que ha contribuido a perfilar un personaje plagado de matices que superan el más insustancial de los maniqueísmos. Hijo de la diosa Ninsun y del sacerdote Lillah, fue legendario rey de Uruk a principios del tercer milenio antes de Cristo. A él se le atribuye la decisión de levantar las murallas de la ciudad, colosal obra ciclópea, formada por soberbios muros y más de ochocientas torres circulares que defendían a sus habitantes; sin embargo, a pesar del alto grado de seguridad del que disfrutaban, se lamentaban del carácter fiero de un gobernante que sufrió la cólera de los dioses hasta ser convertido en un mito poliédrico, muestra de un personaje redondo cuyas contradicciones y fragilidades despiertan interés para lecturas contemporáneas. Lo que sabemos de él nos ha llegado a través del poema homónimo, que esboza la visión literaria de un mito poliédrico en tiempos en que los héroes han consumado su descrédito.

En el poema se muestra como un personaje que parte de las premisas más canónicas de la literatura heroica: de genética divina, se describe como una figura sobrehumana de hiperbólico tamaño y proverbial longevidad. Sin embargo, desde las primeras tablillas del texto afloran datos contradictorios. El título original resulta significativo: Aquel que vio las profundidades no sólo alude al carácter excepcional del protagonista, sino su aproximación a estados límite no siempre cómodos, que se asocian a territorios desde los que se accedía a lejanos inframundos. En los primeros estadios de la obra el protagonista se muestra con una actitud de poderosa seguridad rayana con la irreverencia. Desde su estatus dominante transgredió comportamientos sexuales, lo que conllevó el rechazo de los dioses. Su libertinaje fue el detonante para que Ninhursag creara a Enkidu, un hombre semisalvaje con el que acabó enfrentándose. Sin embargo, tras unas cruentas disputas iniciales, la relación entre ambos se trocó en una amistad que unió sus vidas. A partir de entonces, el poema narra el viaje iniciático que ambos realizaron por territorios boscosos situados en las lindes occidentales de Mesopotamia, junto a las cordilleras del Líbano. Tras rechazar las insinuaciones sexuales de Inanna, a quien estaba dedicado el zigurat y el patronazgo de Uruk, la diosa, presa de cólera, le envió el Toro del Cielo para vengarlo. El monarca acabó venciéndolo, lo que provocó la ira de los dioses y la muerte de su amigo Endiku. Eso sumió a Gilgamesh en el más profundo de los abatimientos. Es entonces cuando inició un nuevo viaje que trascendió lo iniciático y alcanzó lo ontológico.

Con la soledad del que lo ha perdido todo, abandonó su reino y su civilización y se encaminó hacia el oeste, por donde el sol viajaba cada noche, en dirección al final de la tierra, al territorio extremo de occidente que en absoluto se describe como un sitio inhóspito, sino como un lugar maravilloso, lleno de árboles cuyas hojas eran joyas. Para arribar a este fin del mundo debió cruzar el océano extremo y consiguió la ayuda del barquero Urshanabi. Demasiadas referencias familiares. En el mítico confín encontró a quien buscaba: Utnapishtim, superviviente del diluvio causado por el dios Enlil y responsable de la conservación de la vida al guardar en un arca semillas y animales de todas de las especies. Gilgamesh consideraba a Utnapishtim como un símbolo del triunfo sobre la muerte y le pidió las claves de la inmortalidad para hacer retornar a Endiku; sin embargo, la respuesta no pudo ser más desalentadora, ya que le confirmó la cualidad divina de lo eterno, a la que no podían aspirar ni siquiera seres míticos como quien dio título al poema. Movido por la conmiseración, le explicó cómo hacerse con la planta de la eterna juventud, que el rey babilónico extrajo de las profundidades del océano occidental; sin embargo, tras su regreso a Uruk, la planta fue devorada por una serpiente, lo que lo abocó a un nuevo fracaso. La leyenda concluye de forma circular: la descripción de la ciudad y sus murallas resultan el único motivo de orgullo de un héroe que regresó muy diferente a como había partido. No solo superó pruebas y se adentró en lo prohibido, sino que dejó el lastre de su arbitrariedad, lujuria y fiereza.

Mesopotamia: Los mitos y la geografía

El monarca mesopotámico aporta rasgos perdurables: de proporciones hercúleas, utilizó otras estrategias para conseguir sus fines. Como Heracles, realizó un peligroso viaje hasta los confines de Occidente; sin embargo, posee una riqueza de matices hoy valorados. En escritura cuneiforme se describe una amistad venerable y trágica, hasta el punto de que Gilgamesh pudo ser llorando el hortelano de madrugadoras elegías en estercoladas tierras. De él se ha resaltado igualmente la libertad sexual, la asunción del fracaso y la búsqueda de lo inalcanzable en forma de míticos viajes a extremos occidentales que desde estos balbuceos literarios han formado parte de la brújula de mitos posteriores.

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