Ortro: el guardián en la sombra
Mitos del fin de un mundo
Ortro llevaba en su antropónimo su entronque con el occidente mediterráneo
Su derrota fue de la mano de la de los mitos autóctonos, que se vieron colonizados por una nueva teogonía
Euritión: el mayoral tartésico
Pegaso: las alas de la imaginación
Va para dos centurias que el arqueólogo Antonio Bonucci descubrió, en el vestíbulo de la Casa del Poeta Trágico de Pompeya, un mosaico donde se representaba un perro en actitud amenazadora sobre teselas blancas y negras. Orejas enhiestas, aguerridas patas, erizado pelo, pronunciado hocico, marcada dentadura… toda una suma de feroces advertencias a los foráneos, a quienes se les advertía con la leyenda Cave Canem: un aviso de los dueños a posibles intrusos, pero también un amuleto de protección frente a los males exteriores.
En la mitología clásica había dos perros que cumplían con la más compleja de las perfecciones este dual presupuesto: Ortro y Cerbero, canes hermanos, aunque experimentaron diferentes destinos.
Ortro llevaba en su antropónimo la conexión con la linde occidental mediterránea. Relacionado con el sustantivo griego Orzos, que significaba “ocaso”, no solo fue pariente de Cerbero, sino que formó parte de una compleja estirpe de monstruosos seres asociados al lugar extremo donde finalizaba la seguridad del mundo conocido y se abrían los mundos prohibidos que no era muy aconsejable pisar.
En mitología ha sido habitual la presencia de animales dotados de lecturas simbólicas. Águilas, toros, bueyes, cisnes, dieron forma a actitudes y complejos, ansias y frustraciones con las que el ser humano intentó dar sentido a las propias. Los perros también han formado parte del constructo cultural erigido a partir de coordenadas míticas en civilizaciones bien diferentes. Se ha considerado una de las primeras alimañas domesticadas por el hombre, capaz de domeñar los fieros instintos del lobo en una manifestación del triunfo del intelecto humano sobre las fuerzas primitivas de una bestia que se convirtió en icono de la lealtad, fidelidad, compañía y amistad; sin embargo, no siempre ha poseído esta lectura. Xolotl, el dios azteca de la muerte, se describía como un monstruo con cuerpo de perro y cabeza humana; Anubis, la divinidad egipcia representada con testa de chacal salvaje, era el guardián de las tumbas y se asociaba con la muerte y con el más allá. El cementerio canino de Ashkelon manifestaba la función sagrada que estos animales poseían para la cultura filistea, mientras que para el zoroastrismo eran unos seres dotados de virtudes espirituales. En el imaginario colectivo heleno se relacionaron con Hécate, una titánide con tres cabezas. Una de ellas se representaba con un perro que custodiaba los umbrales, tránsitos y puntos liminares con lo desconocido y lo salvaje. El escandinavo Garm era un perro encargado de guardar la puerta de la morada de Hela, la diosa encargada de los muertos que fallecían por enfermedad o vejez e iban a nórdicos infiernos. En Mesoamérica, estaban considerados como seres nocturnos que distinguían los caminos en la oscuridad y podían ver a los espíritus; además, acompañaban las almas de los amos hasta el inframundo. En la cultura ibérica peninsular existen referencias a estos animales desde el Paleolítico Medio y Superior. En yacimientos cercanos a las costas mediterráneas se han encontrado restos de cuones, lo que ha hecho considerar la existencia de los perros como animales de caza, de pastoreo, pero también como guardianes que se relacionaban con lugares de culto como los enterramientos. En no pocas necrópolis están presentes como custodios de las tumbas.
A lo largo del espacio y del tiempo, de los años y las leguas, de la geografía y de la antropología, los perros se han asociado a una sagaz visión capaz de discernir entre las sombras y la oscuridad a la par que se han considerado como guías espirituales y físicos e incluso como guardianes de espacios vedados. Defensores del corazón de sus amos, en palabras de Lord Byron, han sido capaces de desempeñar el rol de celadores y vigías, protectores y centinelas, expertos en avisar y poner en guardia, aunque sus ladridos hayan despertado la más inveterada de las inquietudes, como en el inconstante sueño de don Alejo, el personaje creado por José Donoso, al que sumieron en constantes desvelos los nocturnos aullidos que envolvían las sombrías viñas cercanas.
No era un viñedo lo que custodiaba Ortro, sino un ganado de reses retintas en tierras de lentiscares, lagunas, campiña y albariza. Junto con su hermano Cerbero, formaron parte de una oscura y occidental estirpe, aunque su proyección posterior ha sido tan diferente que ha roto cualquier lazo gemelar. Fueron hijos de Equidna y Tifón. La madre, hija de Calírroe, otra figura femenina relacionada con las tierras de poniente, fue hermana de Gerión, el primer monarca tartésico. Retenida Equidna en tenebrosos subsuelos, era considerada como una temible ninfa, inmortal y exenta de vejez, que acabó yaciendo con otro abominable ser: Tifón, un pavoroso monstruo alado. Hijo de la terrenal Gea y de Tártaro, cuyo dominio se extendía por los cavernosos universos interiores del ocaso, era una desmedida criatura cuya hiperbólica estatura alcanzaba las estrellas. Todo en él despertaba el más atávico de los temores: su mirada ígnea, el fuego que vomitaba por su boca, las cabezas de dragón que tenía por dedos y las serpientes que tenía por piernas. Con el movimiento de sus enormes alas era capaz de provocar huracanes y despertar terremotos y desde su nacimiento atemorizó a hombres y dioses hasta su muerte, cuando el mismísimo Zeus tuvo que sepultarlo en las entrañas del monte Etna. Si la figura de Equidna abría algunos resquicios a la atracción, como su seductora mirada, la de Tifón fue un compendio de caracteres negativos, que dibujaban un personaje plano, con un manifiesto maniqueísmo escorado a la maldad más absoluta.
Con un árbol genealógico así, es fácil pensar que sus descendientes heredaran de sus padres rasgos que los convertían en seres que despertaban ancestrales temores y desapegos. A través de una compleja red de adulterios e incestos, Cerbero y Ortro se relacionaron con otras criaturas capaces de generar atávicas inquietudes, como la Esfinge, la Quimera, el León de Nemea, la Hidra de Lerna, Ladón, el Águila de Prometeo, la Cerda de Cromión o el Dragón de la Cólquida: todo un catálogo de seres monstruosos que perturbaban sueños e inquietaban despertares.
Cerbero y Ortro fueron de la mano en los primeros estadios de sus teogónicos pasos. Considerados por algunos como criaturas duales, Ortro ha desempeñado el rol de doble de su hermano. El aspecto temible de ambos tenía en este rasgos colosales. Aunque de dimensiones más recatadas que las de Cerbero, tenía un tamaño también desmesurado y apenas debilidades. Bifronte, sus dos cabezas doblaban sus posibilidades de vigilancia y de la agresividad que le otorgaban sus fieras mandíbulas. Sus grandes hiladas de dientes tenían la finura del cristal más afilado y la dureza del hueso más incorruptible. Todo en él era una suma de fortaleza, con unas temibles garras hasta donde transmitía la imperturbable fuerza de su mirada. Estaba considerado como el ser mitológico de los cielos pálidos precursores de la noche y habitó, junto con su hermano, en los territorios occidentales donde se ponía el sol y donde se acercaban los continentes en el lugar donde se acababa el mar por todos conocido.
Con estas cualidades, los dos parientes fueron destinados a cumplir el rol de vigías de estratégicos enclaves en las proximidades del canal del fin del mundo. Si Cerbero era el guardián de las puertas del Hades, el primer dueño de Ortro fue el titán Atlas, quien posteriormente lo entregó al tartésico monarca Gerión, el cual lo nombró guardián de su numerosa, productiva y reputada cabaña de ganado retinto bajo la experta tutela del mayoral Euritión. Era tal la fama de estas reses que Euristeo, deseoso de poseerlas, encargó a Heracles que las robara, constituyendo tal hazaña el eje temático de su décimo trabajo. Tras navegar a lo largo de todo el Mediterráneo y cruzar el Estrecho que oportunamente marcó con sendos hitos, se dirigió a través de fragosas cordilleras, profundos valles, densos bosques, ríos, lagunas, lajas y antiguas sendas orilladas de pictóricos abrigos y horadadas crestas hasta un territorio de amplias dehesas donde pastaba el rebaño a las puertas de la occidental isla de Eritia. Su llegada no pasó desapercibida para el perro guardián, que no dudó en atacar con la mayor fiereza al extranjero Heracles e intentó impedir el robo del autóctono ganado. La fuerza y la maza del coloso heleno dieron muerte al perro que defendía su territorio y sus riquezas y lo hizo con tal bravura que Quinto de Esmirna refirió que la figura del guardián Ortro, del mayoral Euritión y del rey Gerión, en conmemoración de la hazaña, acabaron inmortalizados en sendas representaciones grabadas en el escudo de Eurípilo, hijo de Heracles.
Poco después, el héroe griego retornó al extremo occidental del mundo conocido y se las vio con Cerbero, a quien también acabó venciendo; sin embargo, en oposición a su hermano, el guardián de las puertas del Hades se ha mantenido vivo en la memoria colectiva de generaciones y generaciones, a diferencia de Ortro, cuyo nombre y cuya figura se han cubierto por sucesivas capas de olvido. Aunque realizaron la misma función y tuvieron un similar desenlace, la pervivencia de uno contrasta con la difuminación del otro. El guardián del Hades acabó siendo adoptado por la mitología griega que lo relacionó no solo con Heracles sino con otras figuras como Psique y Orfeo; por el contrario, Ortro no custodiaba espacios reconocidos por la teogonía olímpica, sino un ganado que era emblema de riqueza de un pueblo apartado que terminó siendo absorbido por la civilización helena. Frente al mítico y reconocido Hades, Gerión fue monarca de un pueblo autóctono cuya riqueza iba de la mano de su ganado. Su derrota hizo aflorar el olvido de su perro guardián, cuyas cualidades y nombre no aparecen ni en las teselas de los mosaicos de la Casa del Poeta Trágico de Pompeya.
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