Pegaso: las alas de la imaginación

Mitos del fin de un mundo

A diferencia de su hermano Crisaor, Pegaso abandonó pronto su tierra natal de occidente

Protegido por Zeus, se relacionó con la imaginación creadora y la sublimación civilizadora griega

Crisaor: el Adán de Tartessos

La mirada de Medusa

Gerión: los orígenes míticos de Tartessos

Pegaso: las alas de la imaginación.
Pegaso: las alas de la imaginación. / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

04 de enero 2024 - 02:00

En los intrincados recovecos de los mitos, hay episodios cuya sanguinolenta fecundidad ha trascendido las lecturas más ortodoxas. Cuando Perseo, a instancias de Atenea, decapitó a Medusa en su lóbrega morada a las puertas del Inframundo, provocó un dual alumbramiento que tuvo muy poco de canónico. De la chorreante y viva cabeza surgió una pareja de descendientes que desempeñaron el rol antitético de los mitos originarios del confín que cerraba por el oeste el mar por todos conocido y por todos anhelado.

Del cuello de la Gorgona cayeron al caliginoso lecho de su gruta dos seres: el coloso Crisaor, siempre relacionado con su territorio natal y su hermano Pegaso, que bien pronto rompió amarras con los pagos occidentales. Una figura tan singular como Medusa concibió dos herederos que compartieron peculiaridades de lo más diferentes. Frente al gigantismo retraído, melancólico y cruel de Crisaor, Pegaso se convirtió en paradigma del ser metamórfico cuya animalización entroncaba con asociaciones simbólicas de lo más primitivas. Como caballo alado, emparenta con mitos orientales proto-hititas de las primeras civilizaciones que poblaron Anatolia y representaban unas figuras relacionadas con las primigenias divinidades de las tormentas.

En el imaginario colectivo, los équidos han poseído una muy reputada consideración y una lectura benigna asociada al poder y a los desplazamientos. Desde su primitiva domesticación en las llanuras del altiplano caucásico, estos animales se extendieron por el entorno mediterráneo y tuvieron un espacio de lo más idóneo en las planicies del suroeste peninsular, donde fueron considerados como verdaderos referentes para la cultura tartésica. Los ejemplares que aún pastan por los vastos espacios del bajo Guadalquivir son herederos de aquellos sacrificados en el yacimiento del Turuñuelo siguiendo oscuros rituales aún desconocidos. Si a la nobleza, porte, prestancia y velocidad del caballo se le añaden atributos alados, el mito resultante no puede resultar más positivo, configurándose un ser legendario donde se aúnan las mejores cualidades terrestres y aéreas, como sucedió con el hijo de Medusa, que se asociaba, además, a un tercer componente. La etimología de su nombre lo ha relacionado con lo fluido, el manantial de las fuentes del océano donde tuvo lugar su nacimiento. Este vínculo no solo entronca con maternas cualidades, sino que lo convierte en un mito poliédrico, próximo a la suma de tres elementos: la tierra, el cielo y el agua.

Pegaso: las alas de la imaginación.
Pegaso: las alas de la imaginación. / Enrique Martínez

A diferencia de su hermano Crisaor, que permaneció en las profundidades de Occidente acompañado del cuerpo de su madre y los continuos llantos de sus tías, Pegaso abandonó pronto el territorio donde el mar se nutría y aprovechó su condición alada para iniciar una existencia plagada de viajes que tuvieron mucho de iniciáticos y de ascensiones más que metafóricas.

El joven Pegaso fue creciendo a la par que su reputación de tímido e indomable. Con un carácter retraído, solitario, surcaba espacios celestes con el candor de los seres virginales y con la independencia de quien no conoció ataduras. Se fue forjando la leyenda de criatura inteligente, culta, y de nobles cualidades morales. Se extendió la opinión de que solo permitía cabalgar sobre su lomo a personas igualmente nobles, ya que huía de extendidas altanerías, habituales dobleces y recurrentes ansias de poder. Sus intereses se decantaron al cultivo de la imaginación como principal fuente inspiradora y se convirtió en un mito relacionado con el punto de partida del arte. Solía frecuentar las cumbres del monte Helicón, que no era una montaña cualquiera, sino el lugar donde habitaban las musas. Ellas lo tenían en gran estima, ya que Pegaso, de una coz, haciendo honor a su condición acuática, había hecho surgir de la tierra la Hipocrene o Fuente del Caballo, el manantial donde bebían las divinidades inspiradoras de las artes. En aquellas tangibles cimas beocias, entre la llanura de Tebas y las cumbres del monte Olimpo, habitaban las míticas Calíope y Clío, Erató y Euterque, Urania y Melpómene, Polimnia, Talía y Terpsícore. Las musas clásicas de la poesía épica y la historia, la lírica y la música, la astronomía y la tragedia, la poesía sacra, la comedia y la danza eran seres que habitaban junto al nacimiento de elevados manantiales convertidos en metáforas de la inspiración artística. Allí eran cortejadas y adoradas por poetas, músicos, astrónomos y dramaturgos, que esperaban ansiosos su codiciosa arribada para que les susurraran las ideas, pensamientos y motivos que los mortales consideraban el soplo originario del arte.

Hasta la Hipocrene acudió Belerofonte en busca de Pegaso, pero no fue allí donde lo encontró, sino en el manantial de Pirene y a partir de entonces conformaron uno de los grupos míticos más representados. Todas las palabras tienen su particular ADN y el de Belerofonte no es precisamente amable. En su antropónimo subyace el de asesino de Belero, un tirano que, según otras versiones, fue su mismo hermano. A causa de ello, padeció una larga penitencia parecida a la experimentada por Hércules por similares motivos. Tuvo que exiliarse hasta la corte del rey Preto en Tirinto, donde mostró su noble condición y el carácter involuntario de su crimen, pero sufrió las insinuaciones de la reina Estenebea, la cual, despechada, lo acusó de querer violarla. Preto, sabedor de la buena condición del huésped, no se atrevió a ejecutarlo, sino que lo envió hasta su suegro, Yobates, con una carta donde ordenaba su inmediata muerte. Una vez en Licia, el padre de Estenebea comprobó la bondad del invitado y, a pesar del contenido de la misiva, no se atrevió a ejecutarlo directamente, sino que planeó un mortal encargo: liquidar a un perverso monstruo femenino. Quimera, emparentada con Pegaso, era hija de Tifón y la horripilante Equidna. De su unión con Ortro, ser despiadado también relacionado con Occidente, nacieron la Esfinge, criatura asociada a la destrucción, los enigmas y la mala suerte y el león de Nemea, el poderoso animal que tuvo que aniquilar Hércules en otro de sus trabajos. La espeluznante e híbrida Quimera, con cuerpo de cabra, cola de serpiente y tres cabezas polimorfas, se asociaba a la destrucción física y a la frustración metafórica de aquello que la imaginación propone como real no siéndolo. Para luchar contra ella Belerofonte buscó a Pegaso y consiguió domarlo gracias a la oportuna intervención de la omnipresente Atenea, que le proporcionó una brida de oro con cualidades mágicas. La lucha del jinete y del caballo adquirió tintes épicos y se saldó con una victoria que fue la primera de una serie de retos con los que Yobates quiso seguir poniendo a prueba a Belerofonte, enfrentándolo a los Sólimos, las Amazonas e incluso a su propio ejército. La superación de todos estos lances consolidó la imagen de pareja indestructible; la astucia de un caballo y de un jinete que redimió sus culpas, aunque su creciente soberbia lo empujó a equipararse a los propios dioses. Impelido por este afán, Belerofonte, a lomos de Pegaso, se dirigió hasta las cimas del Olimpo para retar al mismísimo Zeus, el cual, con un simple tábano acabó con las desmedidas ambiciones humanas del caballero. Al picar al animal, provocó su brusca agitación y la caída del jinete, que acabó precipitándose al vacío de los mortales.

Pegaso: las alas de la imaginación.
Pegaso: las alas de la imaginación. / Enrique Martínez

La suerte de Pegaso fue bien distinta. El líder del panteón heleno, consciente de su noble condición, le permitió su arribada al Olimpo y su ascensión hasta el hogar de los dioses, donde mandó construir para él un establo al lado de la morada de los rayos, con los que se relacionaba a los caballos alados desde época protohitita. Tras su muerte, Zeus le otorgó un elevado reconocimiento y lo convirtió en la constelación celestial que aún hoy lleva su nombre.

Pegaso fue un ser de naturaleza mágica; inteligente, bondadoso y a la vez, salvaje. La única criatura no divina a quien se le permitió la ascensión, efectuada por sus propios medios, hasta las supremas elevaciones donde habitaban los dioses. Un animal híbrido con atributos terrestres, aéreos, pero también acuáticos, donde se encontraban sus orígenes etimológicos, pero también donde Homero consideraba que estaba el origen de la vida, el principio material del todo, fruto de su capacidad de mutación y adaptación. Fue un mito celestial, relacionado con la imaginación sublime de los ángeles, pero también con la fluida liquidez de los manantiales desde donde brotaba la inspiración de las musas. Gracias a Pegaso, paradigma de la imaginación creadora y figura mítica que acabó siendo propiedad de los dioses, Belerofonte logró vencer a Quimera, emblema de la mentira y la falsedad. Con Pegaso, los caballos, los toros y los telurismos primigenios de su antepasado oceánico Poseidón alcanzaron un grado de elevada sofisticación olímpica. El équido tan abundante en las pinturas rupestres del suroeste peninsular, el animal que pastaba en los prados tartésicos, el cuadrúpedo sacrificado en los ritos del Turuñuelo dejó de ser un primitivo elemento indígena hasta experimentar un intencionado proceso de sublimación civilizadora a manos de la teogonía griega, en parte por separarse pronto de sus orígenes. A pesar de ellos se ha convertido en mito del buen salvaje con un carácter multiforme y la perspectiva clásica lo ha acabado relacionando con los aspectos más espirituales de la inspiración y del arte.

No solo Cervantes equiparó su tangible y desmitificada creación burlesca de Clavileño con el Pegaso de Belerofonte, el Bucéfalo de Alejandro Magno, el Brilladoro de Orlando Furioso o el Ballarte de Reinaldos de Montalbán. No solo Federico García Lorca, en un poema de juventud dedicado a Antonio Machado, llegó a identificarse como un Pegaso sin alas, un segundo Adán, un caballo castrado cargado de cadenas. También Urania, la musa de la Astronomía, ha podido contemplar la premiada constelación ahí arriba, entre Piscis y Andrómeda, adonde hoy solamente llegan los nombres sin vuelos, élitros y apenas imaginación.

stats