Poseidón, el dios que perdió la tierra

Mitos del fin de un mundo

Poseidón fue en sus inicios un dios terrestre

Posteriormente, la talasocracia griega lo convirtió en un dios marino que debió añorar los momentos en que fue dueño y señor de la Atlántida

Atlántida, el mito desbordado

Poseidón, el dios que perdió la tierra.
Poseidón, el dios que perdió la tierra. / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

29 de febrero 2024 - 02:00

Poseidón es un mito poliédrico, complejo, sincrético, con una larga trayectoria iniciada en metalíferas edades hasta alcanzar olimpos que modelaron sobre su ancho torso, sus ensortijadas barbas y su virulento carácter un interesado y no bien avenido proceso de aculturación por parte de Grecia.

En tablillas de barro se han conservado unas inscripciones en lineal B que muestran el culto a esta divinidad en la región Micénica desde finales de la Edad del Bronce. En la orilla norte de Creta, junto al reconstruido palacio de Cnosos, unas marcas silábicas han revelado el culto a un dios cuya etimología atestigua sus intrincados orígenes. Posis entronca con la raíz de “señor” y la última sílaba lo relaciona con “tierra”. Estas referencias muestran la advocación originaria de una figura que tuvo en el elemento terrestre su primera razón de ser. Cómo llegó su culto hasta las costas cretenses es una de las interrogantes que su figura plantea, aunque resulta un lugar común considerar que su figura es de las más antiguas del panteón mediterráneo.

Como divinidad ctónica, originariamente se asociaba a la fuerza telúrica de dos animales: el toro y el caballo. Verdadero despotes hippon, poseía el vigor, la firmeza y la fértil virilidad de los cuadrúpedos que fueron venerados en su honor y en su nombre. Era una deidad terrestre, además de su principal turbador, capaz de provocar temibles terremotos con el sordo retumbar de sus poderosas pezuñas. En sus sacrificios se inmolaban toros, similares a los representados pintados al fresco en la planta superior del muro oriental del edificio de Cnosos, en paneles de estuco que representan con azules cretenses vistosas escenas de taurocatapsia; toros como el del mítico laberinto habitado por Minotauro, cuya existencia debió mucho a Poseidón, quien hizo traer un hermoso astado blanco ante el monarca Minos con el objeto de ser sacrificado en su nombre. Tras negarse a hacerlo, el dios hizo despertar en Pasifae, esposa del rey, una irreprimible atracción hacia el animal que concluyó con el nacimiento del temible monstruo, origen de otras leyendas minoicas.

Los tiempos en que los pueblos helenos se dedicaron exclusivamente al cultivo de la tierra fueron cambiando por otros en los que tuvieron que surcar los inseguros mares; para ello debieron vencer miedos atávicos. La nueva talasocracia griega reconvirtió la antigua advocación terrestre en otra con jurisdicciones marinas a quien encomendarse ante arriesgadas navegaciones. Para ello se recurrió a Poseidón, un dios foráneo pero con carácter; meteco pero decidido y se inició un proceso de apropiación cultural de su figura digno del mejor manual de adaptación a los nuevos tiempos. Sin sutileza alguna, formó parte del panteón heleno como nieto de Urano y Gea e hijo de Crono y Rea, quien tuvo que padecer la obsesión infanticida de su cónyuge. Hermano de Zeus, Hera, Hades, Hestia y Deméter, participó en la coalición fraternal contra los dioses de las generaciones anteriores, el bando de los Titanes, formado por los hijos de Urano. Ayudados por los Hecatónquiros y los Cíclopes, los vástagos de Crono libraron la Titanomaquia en los legendarios bosques tartésicos, al otro lado de las columnas que cerraban por el oeste un mar que ya por entonces comenzaba a ser surcado. Tras conseguir la victoria, Zeus se erigió en líder de la nueva generación de dioses y tomó dos decisiones: encerrar a los perdedores en el vecino y occidental Tártaro, cuyos infranqueables muros de bronce habían sido erigidos por Poseidón y realizar un reparto del poder divino sobre la tierra. Según las crónicas de Homero, Zeus se reservó el dominio de los cielos, con su oportuno valor supervisor; asignó para Hades la morada de los difuntos y para Poseidón la soberanía sobre unos mares tan necesarios para la expansión griega.

Poseidón, el dios que perdió la tierra.
Poseidón, el dios que perdió la tierra. / Enrique Martínez

Tras producirse esta distribución de roles, tuvieron que adaptarse los atributos y símbolos con los que se había construido su imagen icónica. Asociado a caballos de origen terrestre, no perdió en absoluto la relación con ellos, aunque tuvieron que acomodarse al nuevo medio: sus crines fueron mudadas por blancas coronas de espuma y sus extremidades se adecuaron al medio acuático en forma de híbridas colas e imposibles herraduras de mar.

El cambio de advocación no debió de ser bien asumido por Poseidón en un ejercicio de rebeldía del personaje por parte de manipuladores autores entre bambalinas míticas. No debió de aceptar de buen grado el cambio de papeles y, como dueño de los abiertos e inquietantes espacios marinos, nunca dejó de reivindicar sus antiguos dominios terrestres. Mantuvo a los caballos como iconos referenciales, le complacía el sacrificio de toros cuando se botaban nuevas embarcaciones y, perseverante, se postuló como dios protector de ciudades griegas. Para ello, entró en competencia con otros dioses helenos y siempre vio malogrado su envite: frente a Zeus, perdió Argos y Egina; frente a Helio, Corinto; frente a Dionisos, Naxos; frente a Apolo, Delfos. La más lacerante manifestación de fracaso fue su tentativa por ganarse el favor de la polis por excelencia, Atenas. En presencia del monarca Cécrope, el dios hincó su tridente en tierra ateniense, donde brotó un lago, pero de agua salada, acorde con su advocación. Su competidora, Atenea, ofreció a la ciudad un olivo, con lo que ganó su favor. El resentimiento de la deidad marina se encrespó: inundó buena parte del Ática, se enfrentó a su capital y ejecutó a Erecteo, sucesor de Cécrope. A pesar de todo, más por temor que por devoción sincera, se mantuvo su culto junto a respetados árboles de aceite.

Como primitiva divinidad terrestre, Poseidón mantuvo un aura de atrayente virilidad que lo convirtió en una promiscua figura del panteón olímpico. Esposo de Anfítride, que huyó de él tras haberla raptado, su historial de relaciones alcanzó cifras tan hiperbólicas como desmesuradas. Casi un centenar de figuras femeninas compartieron forzados abusos o voluntarias coyundas. Acompañantes que variaron desde la todopoderosa Gea, la sensual Afrodita o mitos cercanos al Estrecho como Calírroe, Clito o Medusa. Con tal cantidad de amantes, su prole resultó de lo más numerosa, pero en ella abundaron seres monstruosos, deformes, que subrayaron su carácter de perdedor. El dios fertilizante y germinador concibió una sarta desmembrada de repulsivos descendientes.

Poseidón, el dios que perdió la tierra.
Poseidón, el dios que perdió la tierra. / Enrique Martínez

Aunque era capaz de favorecer las singladuras favorables, su ira llegó a convertirse en proverbial, tan desmesurada como los miedos que atenazaban a todos aquellos que debían cruzar una superficie tan cambiante como insegura. Se convirtió en brazo ejecutor de la cólera de otros dioses, como Zeus, que le encargó un gran diluvio universal en el que solo podían salvarse los más nobles seres humanos. Acabaron siendo Deucalión y Pirra, en una enésima variante de apocalípticos génesis.

Fue señor de una tierra y luego de un mar que tuvieron algo de ajenos, donde voluntades superiores se servían de su benignidad o su enfado y siempre planeó sobre su rostro encrespado, su cabello ondulante y su mirada marmórea el recuerdo del único territorio que llegó a ser suyo, donde gestó una civilización y donde se le veneraba como dios omnipotente: la Atlántida.

Al otro lado de las columnas que cerraban por poniente el Mediterráneo se encontraba un territorio mítico descrito por Platón con la minuciosidad de las inconfesables excusas. Una isla vasta y ubérrima, donde abundaban frutales, elefantes, metales, toros y espigas; un Edén virginal ubicado en tierras del oeste fue el espacio donde Poseidón, al principio de los tiempos, ejerció como verdadero esposo, amo y señor de un terreno que simbolizó la suma de cualidades de los míticos espacios de legendarias edades doradas. Allí se desposó con Clito; allí engendró a cinco parejas de herederos que honraron su nombre con el valor de las primeras estirpes sagradas; allí fue considerado como divinidad antigua, previo a posteriores olimpos y sincréticos cultos; allí se erigió un templo a él dedicado cubierto de oro y plata, marfil y oricalco; allí se sacrificaron astados en su nombre, reducidos con garrotes y cuerdas en un ensayo de precoz tauromaquia; allí se instauró una cultura mítica y primigenia antes de que se organizaran expediciones marítimas en busca de lo que no tenían, que bien pudieron arribar hasta las costas de Creta, donde en las paredes de sus reconstruidos palacios se conservan frescos de toros que podrían haber llegado hasta allí desde atlánticos pagos gracias a emigraciones míticas procedentes de las costas suroccidentales; allí se gestó un poderoso ejército que intimidó a lejanas miradas; allí evolucionó una sociedad que olvidó sus orígenes, agostó sus preceptos morales y cayó en un proceso disoluto según la perspectiva platónica; allí se produjo la más dantesca intervención de la cólera divina y allí cubrió el olvido los marcados perfiles de la leyenda.

Cuando Zeus decidió castigar la degeneración ética y social de los atlantes, lo hizo con un cataclismo que duró solamente un día y una noche. Un devastador terremoto asoló la isla y un maremoto sin medida la cubrió por los siglos de los siglos. Todo lo hizo el dios supremo sin contar con su hermano, la divinidad a quien le había encargado el dominio del mar y aquel que con su ira avivaba los temblores terrestres. Poseidón pudo experimentar cómo el territorio del que se sentía esposo y dueño acabó siendo arrasado sin contar con él y con la utilización de sus propias armas. La desaparición de la Atlántida fue confirmación suprema de su fracaso, el del señor de la tierra que perdió la suya sin remisión ni indulgencia alguna. Quizás por ello nunca quiso abandonar sus caballos para cabalgar sobre praderas imposibles de agua y sal, de honduras invisibles y superficies cambiantes donde mostraba una ira provocada por la más aniquiladora de las pérdidas: la de los orígenes y la de los propios nombres.

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