Alejandro Talavante, la izquierda sagrada del toreo
TOROS FERIA DE SAN ISIDRO
Después de tres temporadas en blanco, reaparece en la madrileña plaza de Las Ventas en una apuesta de matar o morir
La Feria Taurina de San Isidro, por la que pasarán todas las figuras, arranca este domingo
Media docena de chavales se agolpan encaramados a la pared de la plaza de tientas. Uno de ellos lleva gafas, aunque se las quita para torear. Son los “tapias”, aspirantes a toreros que van de tentadero en tentadero, esperando para poder pegar algunos muletazos después de que lo haya hecho el matador de turno. Esta tarde, la expectación es aún mayor. En la ganadería tarifeña de La Palmosilla está invitada una figura, Alejandro Talavante, pero aún no ha llegado.
Al igual que sucede en la plaza de toros, en un tentadero lo que más molesta es el viento, mucho más que la lluvia. Una ráfaga puede descomponer la muleta y dejar al torero a merced; con el riesgo añadido de que, en mitad del campo, no hay médicos ni enfermería. En Tarifa, el poniente ha soplado con fuerza durante todo el día. Sin embargo, a última hora, se están cumpliendo las previsiones del ganadero: las rachas van amainando a medida que disminuye la marea. Coincidiendo con la hora exacta de la bajamar, el coche de Alejandro Talavante aparca junto al cortijo blanco.
Nacido en Badajoz en 1987, se aficionó a ir a los toros de la mano de su abuelo materno. Una tarde, en el coso pacense de Pardaleras, un diestro le lanzó las dos orejas cuando daba la vuelta al ruedo. Se trataba de José Tomás. La fascinación que sintió aquel día Talavante fue tal que, en ese preciso momento, decidió hacerse torero. Siendo ya alumno destacado de la Escuela Taurina de Badajoz, volvió a coincidir con el ídolo, frente a frente. Cuál sería su sorpresa cuando José Tomás se acercó a él para regalarle una muleta y un capote. "Maestro, el día que confirme la alternativa en Madrid, lo haré toreando con este capote”. Y así sucedió. La tarde del 9 de abril de 2007, el joven extremeño, en un derroche de entrega, quietud y ambición, salió a hombros de La Monumental de Las Ventas. No son pocos los aficionados que sueñan hoy con encontrar en un mismo cartel a José Tomás y a Talavante, pero la respuesta del de Badajoz es tajante: “Aún no ha llegado el momento”.
Mientras que en el interior del cortijo Talavante se viste de corto -calzona gris y camisa azul, prescindiendo del chaleco y el fajín-, el propietario de la ganadería, José Núñez Cervera, cuaderno de notas en mano, se acomoda en un palco, mientras que su hijo Javier ocupa su lugar tras un burladero de la plaza de tientas con una videocámara donde registrará todo el tentadero. Lucía, hermana de Javier, trepa hasta un tendido. Sólo se escucha el canto de un cuco y las pisadas sordas del caballo de picar sobre la arena de la plaza del tientas más al sur del continente. Antiguamente, se tardaba un día a pie para llegar hasta aquí desde el municipio de Tarifa. Por eso la gente, cuando emprendía el camino, decía que se iba “a la China”. Y así ganó su nombre esta preciosa finca de 500 hectáreas donde pastan los toros y las vacas de La Palmosilla: La China. Por fin, todo está preparado y los ganaderos dan la orden de que descerrajen al primer eral de la tarde.
Un tentadero de machos consiste en someter a los toros más jóvenes, de alrededor de dos años, a una prueba muy parecida a la lidia en la plaza, con la salvedad de que no se banderillean ni estoquean. Tras ser probados en el caballo y la muleta, el ganadero decide si los aprueba como sementales o los envía al matadero. Se trata de un examen fundamental, pues decide el devenir de la ganadería y marca la personalidad que el ganadero desea darle a su vacada. Para Javier Núñez, el objetivo es claro: busca un animal que se entregue en la medida en que lo haga el torero. Esta tarde, va a probar a los hijos del semental Cacareo.
Está Talavante seco, enfibrado, amanoletado, moreno de campo. Bajo la camisa remangada, asoma un tatuaje en el antebrazo izquierdo. Dicen los taurinos que ésa es la mano de los billetes, la que marca la diferencia. La misma mano que le ha permitido salir a hombros de las principales plazas del mundo. A finales de la temporada de 2018, tras torear en la Feria de Zaragoza, anunció inesperadamente su retirada de los ruedos por tiempo indefinido, conmocionando al orbe taurino. Aquel mismo año había abierto, por quinta vez en su trayectoria, la Puerta Grande de Las Ventas, consagrándose como figura indiscutible del toreo. “Dios se le aparece al hambriento en forma de comida”, declaró justo antes de que la turba lo cogiera en volandas rumbo a la madrileña calle de Alcalá. Nadie entendía su marcha. En los mentideros del invierno se comentó que Talavante se había enfrentado al sistema, exigiendo aumentar su caché a pesar de las advertencias de los grandes oligarcas del sector y que estos se lo estaban haciendo pagar. Otros decían, sencillamente, que había perdido la ilusión. Los motivos reales nunca trascendieron, como tampoco los de su regreso. Un poema de César González-Ruano empieza con estos versos: "Fue o no fue y eso no se sabrá nunca. Pasó o se quiso que pasara y eso no se sabrá nunca”. Algo así sucedió con el adiós del extremeño.
Las temporadas de 2019 y 2020 las pasó en blanco, trabajando en su ganadería, mientras que en 2021 hizo un único paseíllo en la Feria de Arles, una pequeña ciudad de la provenza francesa inmortalizada por Van Gogh. Tras quedarse fuera de Sevilla en 2022, su más que esperada vuelta a los ruedos españoles tendrá lugar el próximo 13 de mayo en Las Ventas, en la Corrida de la Cultura, donde lidiará tres toros de Jandilla en un mano a mano con Juan Ortega. Tras el regreso, en un nuevo intento por demostrar su mando en plaza dentro del escalafón actual, Talavante se ha anunciado hasta en cuatro tardes durante la madrileña Feria de San Isidro: además del cartel ya descrito, estoqueará los encierros de Garcigrande, Victoriano del Río y Adolfo Martín en una apuesta sin término medio: matar o morir. La mano izquierda más sagrada del toreo vuelve a lo grande.
No parece casualidad que Talavante reaparezca en la llamada Corrida de la Cultura. Amigo de músicos y pintores como Vicente Amigo, Andrés Calamaro o Mikel Urmeneta, llegó a regalarle un capote a Woody Allen cuando éste tocaba en el neoyorkino Hotel Carlyle. Sin embargo, reconoce que le quedan muchos libros por conocer y que le habría gustado ser un lector voraz como fue su padre. Por su aspecto, Talavante parece el protagonista de una película de expresionismo alemán. Lleva de forma perenne un guante negro en la mano izquierda: empezó a usarlo por una lesión que sufrió en el ruedo y, con el tiempo, se ha convertido en una de sus señas de identidad, al igual que los toros picassianos que lleva tatuados en varios puntos del brazo. En la oreja izquierda, a veces brilla un pendiente.
Cuando, tras dos vacas de prueba, en la plaza de La China salta al ruedo un eral castaño de nombre Gamusino, se hace la magia. Talavante torea desencajado, los brazos lánguidos, el mentón hundido en el pecho, vertical la figura, las muñecas de goma, exquisito temple. A ratos, caótico, casi desmadejado. Sin embargo, todo en él resulta armonioso, ajustado, encadenado, bello, igual que un instrumento perfectamente afinado. Al contemplarle bajo las nubes grises que empiezan a rondar sobre el cortijo gaditano, resulta difícil no recordar los mejores años de José Tomás, pero con un toque mayor de inspiración, genialidad e intuición. Una tanda de naturales a compás, el de pecho a pies juntos y el broche mirando al cielo plomizo pone la plaza de tientas boca abajo. Un incendio. Y el castaño Gamusino que no deja de embestir alegre, noble y humillado. Los ganaderos están eufóricos. “Si torea así en Madrid, corta un rabo”, vuela el comentario de burladero en burladero. En otro golpe de imaginación, el torero encadena un epílogo de trincherillas, una mezcla de ayudado y trincherazo y, finalmente, un cambio de mano carísimo que nadie espera. Un “olé” ronco, de garganta seca, truena sobre el silencio del campo. Talavante sonríe tímido. “Me encanta”, murmura, señalando a Gamusino. Parece feliz. Una felicidad que desconcierta, casi infantil.
Talavante, torero de valor férreo, también lleva en el cuerpo unas pocas cornadas; la última en 2017, en Las Ventas, cuando al entrar a matar un toro le atravesó el muslo. En 2014, en Baza, también al estoquear, se seccionó varios tendones de la mano izquierda, lo que le produjo llevar el guante negro como protección. Y cuando empezaba, un novillo le rompió el brazo derecho en siete puntos. Peajes del oficio. Los toreros llevan las cornadas como medallas internas. Rara vez hablan sobre ellas, pero las lucen íntimamente con dolor y orgullo porque les recuerdan lo que son, lo que representan: el arquetipo del héroe clásico, mitad humanos, mitad divinos.
Pasa el tiempo, el toreo y apenas queda ya luz natural sobre La China y sus contornos. Talavante deja que un “tapia” exprima las últimas embestidas del eral mientras él aprovecha para fumarse un cigarrillo. Está roto y exhausto. “Con su permiso”, solicita el chico que se descuelga ágil por la pared. El ganadero acepta y explica en voz baja: “Hay que darle la oportunidad a estos chavales. Nunca se sabe quién de ellos terminará siendo figura del toreo”. Sobra decir que Gamusino se ha ganado el derecho a vivir en libertad y a padrear en los inmensos cercados de La China, privilegio del que sólo goza el ganado bravo. La gente en el cortijo continúa comentando la faena de Talavante. “¿Tú sabes cómo se mecen las olas del mar llegando ya a la orilla? Así ha toreado éste hoy”. El torero, mientras tanto, ajeno a todo, apura una calada mientras observa cómo el eral es conducido de nuevo hasta los corrales.
Gamusino, tan fuerte y lustroso, tiene algo de animal mitológico. Por todos es conocido el arte de Hércules para burlar y capturar toros. Quizás por ello, Euristeo le encargó asesinar a Gerión, rey de Tartessos, y robarle sus famosos astados retintos que pastaban en la desembocadura del Guadalquivir. Hércules, eficaz como de costumbre, cumplió con su cometido; sin embargo, más ducho en asuntos bélicos que cabestreros, perdió por el camino parte de la manada cuando intentaba llevársela como ofrenda a Euristeo. Cuenta la leyenda que, tras avatares diversos, algunos toros del fallecido Gerión quedaron en el Campo de Gibraltar. Tal vez, el castaño Gamusino sea descendiente de aquel hato de Hércules. Y quién sabe también si por las venas de Talavante no corre algo de dios clásico.
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