Tariq y el Conde don Julián (I)

ESTAMPAS DE LA HISTORIA DEL CAMPO DE GIBRALTAR

El 17 de abril del año 711 el general musulmán emprendió su travesía por el Estrecho para iniciar una nueva era de conquista en la Hispania visigoda

El gobernador de Ceuta facilitó el paso de las cuatro primeras naves

Vista de Gibraltar a finales del siglo XVIII (Grabado al agua fuerte por Jean-Jerome Baugean).
Vista de Gibraltar a finales del siglo XVIII (Grabado al agua fuerte por Jean-Jerome Baugean).

Desde el año 624, cuando el rey visigodo Suintila logró expulsar a los últimos contingentes bizantinos de Spania, hasta la irrupción de los árabes y sirios en el Magreb Occidental, a principios del siglo VIII, son muy escasas las noticias que poseemos de lo acontecido en la zona del Estrecho. La recuperación por los visigodos del territorio que luego ocuparía la cora de al-Yazira al-Jadrá y de Ceuta y su comarca, es un hecho avalado por la moderna investigación, aunque los vestigios materiales de ese período sean aún muy escasos. Una lápida sepulcral de un tal Faviano, conservada en la iglesia de San Mateo de Tarifa, que falleció en el año 636; la ermita de los Santos Mártires de Medina Sidonia, consagrada en el año 630, y la lucerna de bronce hallada en San Pablo de Buceite, datada en el siglo VI, son algunos de los parcos testimonios de época visigoda encontrados, hasta ahora, en la zona de referencia.

En el año 709 las tropas musulmanas, mandadas por Musa ben Nuzayr, gobernador de la provincia de Ifriqiya, con capital en Kairuán (en la actual Túnez) llegan a los entornos de Ceuta. El gobernador visigodo de la ciudad (algunos lo consideran bereber o bizantino), el Conde don Julián, contrario al rey don Rodrigo y aliado de los hijos del fallecido rey Witiza que aspiraban a ocupar el trono de Toledo, se entrevistó con Musa y acordó facilitar el paso del Estrecho en sus barcos a las tropas invasores del general Tariq ben Ziyad, a la sazón gobernador de la vecina Tánger.

Las puertas del reino visigodo de Hispania estaban expeditas a los deseos expansionista de Musa ben Nuzayr y del califa de Damasco.

Las cuatro naves del Conde don Julián se hallaban fondeadas a muy escasa distancia de la orilla, con las velas arriadas y plegadas sobre las vergas, y las pasarelas de tablas tendidas entre la borda y la tierra firme para posibilitar el embarque de la tropa, la impedimenta y los caballos. El mar estaba en calma y el suave balanceo de los bajeles no impedía que las tablazones permanecieran fijadas y seguras sobre los caperoles de la embarcación.

No lejos de la ribera se hallaba la muralla septentrional de Ceuta con la puerta de la fortaleza que miraba al Estrecho. Por ella surgía un gran número de soldados, mulas cargadas con fardos y carros colmados de vituallas que se habían estado almacenando en los últimos meses en la ciudad. Tariq, en tanto que se congregaban los guerreros llegados desde Tánger en la explanada que se extendía entre la muralla y el mar, había permanecido en el antiguo enclave bizantino acogido por el Conde don Julián en su alcázar.

Durante doce días estuvieron llegando vituallas, armas, caballos, acémilas y soldados en un número que superaba los mil setecientos guerreros, la mayor parte de ellos bereberes de la guarnición de Tánger y de las cabilas que habitaban los montes y valles próximos, escasamente islamizados, aunque muy belicosos y sedientos de botín. Además, formaban parte de la expedición unos cuarenta árabes y medio centenar de esclavos negros que, aún siendo malos soldados, eran muy útiles en la guerra por el temor supersticioso que provocaba el color de su piel entre los adversarios.

Desde el adarve de la muralla, Tariq y el Conde don Julián supervisaban las operaciones de embarque de las tropas.

"El viento nos es favorable", indicó el Conde, contemplando las nubecillas que se estaban formando en las alturas de la montaña de los Monos y que presagiaban que la dirección e intensidad del viento del sudeste se mantendría sin variación, al menos durante los siguientes dos o tres días. "Si las labores de concentración de tropas y el embarque de bestias y armas continúan sin contratiempos, al atardecer podremos levar anclas y partir".

Tariq, ensimismado con la contemplación de las nubes de polvo que levantaba al aproximarse a la playa la caballería, parecía no haber oído al gobernador de Ceuta. Al cabo de unos instantes, el bereber respondió:

"No me preocupa el viento, amigo Julián, que en esta época del año no es una amenaza seria, sino la elección del lugar de desembarco en la otra orilla. Mis espías me han informado de que los cristianos tienen tropas apostadas en la bahía de Calpe y recelan de nuestras intenciones".

"Es ése, sin duda, motivo de preocupación", apostilló el ceutí.

El Conde contemplaba las hileras de soldados dirigiéndose hacia las pasarelas de embarque y a otros grupos de guerreros bereberes sentados en la arena de la playa esperando la orden de sus jefes para subir a bordo. En la ribera, los caballos y las acémilas, resoplando y nerviosos, chapoteaban con sus cascos en el agua, negándose a embarcar.

"¿Habéis recibido la orden del gobernador de Ifríqiya para poder partir", preguntó don Julián, a sabiendas de que otra de las preocupaciones de su aliado musulmán era que no contaba con la autorización expresa de Musa para emprender la incierta campaña de Hispania.

El gobernador de Tánger guardó silencio durante unos instantes y luego, mirando con fingida resignación los ojos del cristiano, dijo:

"No ha llegado carta alguna de Musa. Quizá unos saltadores de caminos hayan matado al correo que la traía. Pero esa contingencia no impedirá que pasemos con las tropas a la otra orilla".

Entretanto, los arráeces de las naves habían dado por concluido el embarque de la primera partida de caballos y de la impedimenta. Ya sólo restaba que Tariq decidiera qué batallones serían los primeros en cruzar el mar y en qué orden se trasladarían las tropas restantes en los días siguientes. El jefe de la expedición hizo una señal al Conde y ambos abandonaron el adarve de la muralla y descendieron hasta el patio de armas donde les esperaban los capitanes de los diversos escuadrones de bereberes y los guerreros árabes que iban a acompañarlo en la expedición. Con voz solemne y tono imperativo Tariq les comunicó las órdenes que debían cumplir cuando, aquel atardecer, él hubiera partido con las primeras tropas en los barcos del ceutí.

Tariq vestía para la ocasión sus mejores indumentarias militares, consistentes en un jubón acolchado que le cubría el torso sobre el que portaba una loriga de anillos de acero al estilo de los cristianos de Oriente. La cabeza la llevaba protegida con un casco cónico de bronce rodeado de un turbante negro cuyos extremos le caían sobre la espalda. Un tahalí de seda con bordaduras y refuerzos de plata, del que colgaba una espada corta y curva con empuñadura dorada, le cruzaba el pecho.

El Conde don Julián, por el contrario, vestía de manera más sencilla, aunque fuera gobernador de Ceuta y lo acompañara como aliado en la campaña de Hispania. Su indumentaria constaba tan sólo de un jubón largo, ceñido a la cintura por un cinturón de piel de becerro sin adornar, capa corta y casco de cuero con refuerzos de metal. Una espada larga, de las que acostumbraban a portar los miembros de la nobleza toledana, era el arma que pendía de su tahalí.

El sol se había ocultado cuando Tariq, desde la playa y acompañado del Conde, dio la orden de levar anclas y que el primero de los barcos mercantes, convertido en navío de guerra, con su contingente de soldados y la caballería se alejara de la costa y surcara el mar con destino al litoral español. Lo mismo hicieron las otras tres embarcaciones, partiendo el protegido de Musa y su aliado cristiano en la última de ellas.

Desde un otero que sobresalía en medio del arenal, un ulema viejo y barbudo había rezado la oración del ocaso y deseado suerte a los expedicionarios en nombre del califa de Damasco, recordándoles que hacían aquella guerra justa para la expansión del Islam.

Anochecía aquel 17 de abril del año 711, fecha que sería recordada por las venideras generaciones como el día de la Conquista, aunque en aquellos tensos momentos ni Tariq ni el Conde don Julián lo sabían, como tampoco sospechaban las innumerables desgracias y los padecimientos sin cuento que a ambos les tenía reservado el veleidoso destino.

La travesía fue tranquila. Las aguas del Estrecho se rizaban por efecto del persistente viento del sudeste, pero en ningún momento se alzaron olas que pudieran poner en peligro la navegación. Pasaron varias horas y los barcos surcaban el mar en silencio y con gran dificultad para poder divisarse unos a otros, puesto que Tariq había prohibido que se encendiera cualquier tipo de luminaria en el transcurso de la travesía y la luna, que apenas había comenzado a elevarse por encima del horizonte del mar, se había ocultado detrás de un cúmulo de negros nubarrones.

En lontananza se divisaba la grisácea y pétrea silueta del peñón al que se dirigían los expedicionarios.

stats