El Tártaro, la prisión del fin del mundo
Mitos del fin del mundo
Tártaro fue divinidad primaria, padre de monstruosos seres y lugar que despertaba oscuros recelos.
Como espacio, el Tártaro fue una desmesurada prisión con infranqueables puertas que se hundía en el confín occidental del mundo clásico: un preludio de otras cárceles posteriores.
El Inframundo: el falso desaliento
Existen mitos que se solapan, superponen, encubren sus aristas hasta fusionarse en palimpsestos de ideas y relatos, conceptos y fábulas que entretejen vaporosos tejidos que no admiten la tensión de bastidor alguno. El Inframundo, el Tártaro y el Hades comparten imprecisas lindes, oscuras localizaciones y variopintas referencias, aunque responden a particularidades diferentes que van de la ambigua generalidad del primero, el lugar clásico de los muertos con el que se asocia al Hades y el Tártaro como prisión del fin del mundo, aunque cualquier reduccionismo es una forma de empobrecimiento.
El hispano Gayo Julio Higinio no solo fue responsable de la Biblioteca Palatina de Roma, sino el escritor que mejor supo describir el perfil de Tártaro, divinidad primaria, hijo de Gea y Éter y padre de toda una progenie de seres monstruosos relacionados con el extremo más occidental del mar por todos surcado. Concibió a una estirpe formada por Tifón, Equidna, Campe y una pléyade de Gigantes, seres desproporcionados y salvajes gobernados por Eurimedonte desde su morada en el más lejano oeste. Junto con los Cíclopes y los Lestrigones, eran considerados por Homero como un linaje autóctono erradicado por los dioses por culpa de una insolencia recurrente y autoritaria. La tríada fraterna formada por Tifón, Equidna y Campe formaba un inefable grupo de seres occidentales que rayaba el malditismo y que casi nadie pronunciaba en voz alta, ya que simbolizaban la más sutil concentración de crueldad. Los dos primeros concibieron a sendos iconos de guardianes de vespertinas puertas: Cerbero y Ortro; la tercera fue despiadada carcelera del legendario presidio.
Para la mitología helena, el Tártaro fue tanto una deidad como el espacio donde se asentaron sus dominios, cuya existencia procede del principio de los tiempos. Se consideraba como un pozo o inmensa sima de una profundidad proverbial que superaba incluso a la del Hades. Hesíodo, desoyendo el concepto de infinitud, llegó a escribir que si se llegara a precipitar un yunque de bronce desde el cielo, necesitaría la suma de nueve días para alcanzar la tierra y tardaría nueve días más en caer desde ahí al Tártaro. En La Ilíada se recoge la opinión coincidente de Zeus, quien consideraba que estaba tan por debajo del Hades como la Tierra lo estaba del cielo. Al ser un espacio profundo y alejado de la claridad solar estaba rodeado hasta por tres cajas de la noche que rodeaban un inmenso muro de bronce que lo envolvía y lo convertía en inexpugnable. Homero realizó una descripción de tan míticas profundidades, en un ejercicio de geografía imaginada del polo opuesto al locus amoenus: un dominio amurallado de sombras circunvalado por una oscura bóveda celeste, con un montículo en el centro y un pasillo de tierra por donde circulaban tenebrosas corrientes acuáticas. Tierra, cielo y agua se acompañaban en su inmensidad de una oscuridad omnipresente. El hecho de que cielo, mar, tierra y Tártaro compartían un territorio imaginado y temido, sugiere que emanaba de una fuente elemental común, cercana a lo que Aristóteles consideraba como un primer principio físico del que se acababan generando todos los demás. Platón pensaba que en la base del Tártaro se encontraba la corriente de agua más caudalosa del orbe, la circular del río Océano, identificada con la occidental del Atlántico. En La Eneida, Virgilio lo definió como un inmenso abismo que se sumergía en la oscuridad una distancia doble a la que recorre la mirada si alza los ojos hacia la etérea bóveda celestial del Olimpo.
El territorio definido por semas que lo caracterizaban como lóbrega y desmesurada prisión fue de los primeros tratados por la cosmogonía griega. No resulta descabellado considerar que la reclusión resulta incluso anterior al concepto de libertad.
Urano, el dios primero y primordial, el personificador del Cielo, descendiente directo del primitivo Caos y de Gea, que lo concibió de su propio ser “sin mediar grato comercio”; Urano, el primer representante de unos dioses pre-olímpicos, concibió con su madre y esposa a un heterogéneo y dispar conjunto de divinidades de lo más peculiar: Océano, Ceo, Crío, Hiperión, Jápeto, Tea, Rea, Temis, Mnemósine, Febe, Tetis y Crono formaron la larga nómina de la primera generación de Titanes, a los que se añadieron los Cíclopes y los tres Hecatónquiros: Coto, Giges y Briareo, los cuales crecieron fuertes, hermosos y altivos en el extremo occidental de un mar cuyo estrecho o puertas fueron nominadas por primera vez con el topónimo de este último. Si leemos la Biblioteca Mitológica, Apolodoro narra que Urano arrojó a sus primogénitos, los Cíclopes y los Hecatónquiros, a las profundidades del Tártaro, irritado por su fortaleza y buena disposición. Este cruel encierro despertó la compasión de su madre, Gea, quien comenzó a maldisponer al resto de sus hijos con su padre. Hesíodo, en su Teogonía, narra con especial detallismo cómo Cronos aceptó el encargo materno de castrar a su padre con una hoz que ella misma le proporcionó y con la que lo atacó cuando yacían juntos. De la sangre surgida brotaron los Gigantes, las Erinias y las Melias y de la espuma provocada por el lanzamiento de los genitales, Afrodita. Tras la castración, Urano maldijo a su hijo Crono, que lo sucedió y protagonizó una historia llena de recurrentes paralelismos. Tras derrotar a Urano, Crono volvió a encerrar en el Tártaro a sus hermanos los Hecatónquiros y los Cíclopes, a quienes temía y los dejó bajo la custodia de la terrorífica Campe. Temiendo la maldición de su padre, devoró a sus cinco primeros hijos: Deméter, Hera, Hades, Hestia y Poseidón. Al nacer Zeus, su madre le salvó la vida y tras hacerse hombre obligó a su padre a vomitar a sus hermanos y liberó del Tártaro a sus tíos los Hecatónquiros y los Cíclopes, que lo ayudaron en la Titanomaquia, el enfrentamiento entre Zeus y Cronos que concluyó con la victoria de la nueva generación de dioses: los Olímpicos que acabaron con los Titanes. El triunfante Zeus recluyó en el Tártaro al perdedor Crono y a un buen número de sus aliados titanes como Menecio, Jápeto o Arce y mandó que custodiaran sus puertas unos personajes bastante habituados al entorno: los Hecatónquiros. Otras divinidades conocieron las penalidades del encierro tartárico, como el monstruo Tifón, el titán Ofión o su esposa Eurínome, y allí penaron sus culpas delincuentes y asesinos de la más variada calaña y condición como el ladrón Sísifo, el asesino Ixión, el parricida Tántalo, el perjuro Pandareo o las cincuenta Danaides, acusadas de matar a sus respectivos esposos la noche de bodas.
El desmedido centro penitenciario donde tantas figuras míticas expiaron sus delitos, venganzas y traiciones estaba localizado en tierras de poniente. Homero lo situó en el extremo más occidental; un más allá subterráneo en el oeste más lejano, donde fluía el mar Océano, en el extremo opuesto al levante y la aurora, el sitio donde residían el ocaso y las tinieblas. Virgilio lo emplazó en la orilla más lejana, junto al Océano profundo, junto a los bosques sagrados de Perséfone, junto a elevados chopos y sauces que solo ofrecían fúnebres frutos. Era un lugar geográficamente antitético, pues allí coincidían el día y la noche, la última luz del sol y la oscuridad de un crepúsculo antesala de la claridad del alba, el espacio donde más cerca se encaraban la iluminación con la penumbra.
La aceptada localización de esta inveterada prisión del lejano oeste donde confluían el cielo, el mar y la tierra ha despertado una inevitable asociación incluso etimológica con Tartessos. Se ha identificado el río homónimo con uno de los que fluían por el mítico Tártaro en un intento de dar forma a un espacio informe, aunque en este caso la formalización ha tenido mucho de legendaria.
Entre los siglos XV y XIV a.C., las culturas orientales tuvieron conocimiento del vasto potencial estratégico y económico que encubría el territorio del Estrecho de Gibraltar y resultó de lo más previsible que las civilizaciones del Este realizaran un complejo y elaborado proceso de sistematización cosmológica y cosmogónica de un espacio apartado y extremo que fue perfilándose como lugar liminar, como puerta o paso entre dos mundos: el conocido y el desconocido, el de los vivos y el de los muertos, el humano y el sobrehumano. Desde los primeros viajes de Coleo de Samos a Tartessos, los griegos saturaron de referencias míticas un espacio al que dirigieron sus naves, sus miedos, sus afanes e intereses. El territorio se vio reafirmado por mitos inspirados en realidades, leyendas y paisajes autóctonos que sufrieron la transformación metafórica de una aculturación que tuvo mucho de didáctica y pragmática. Antes de que la perspectiva helena se desplazara hacia otras líneas costeras mediterráneas y se produjera un proceso de orientalización del sustrato mítico occidental, el distante apartamiento de un canal escoltado por altivos bloques de caliza abiertos a un océano inabarcable e inmenso, lo convirtió en término real a partir del que se gestó un imaginario fin del mundo donde no era descabellado ubicar hiperbólicos abismos e inalcanzables vacíos, el mejor de los perfiles para localizar apartadas prisiones donde cualquier intento de fuga resultaba imposible. Con su constante perseverancia, el ser humano ha seguido erigiendo mucho más reales tártaros en la californiana isla de Alcatraz, en la colombiana Gorgona, en la Isabela de las Galápagos, en la isla del Diablo de la Guayana o en la apartada y extrema Ushuaia, donde se instituyó durante décadas el muy tangible penal del fin del mundo en las apartadas soledades de la Isla Grande de la Tierra del Fuego.
Humus, cielo, llamas y agua, elementos fundamentales y antitéticos que conforman la vida, su desventura y sus conjuntos, prisiones reales o metafóricas que acompañan al ser humano desde antes incluso de una generalizada conciencia de libertad.
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