Tartessos: los mitos y la historia
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Existen palabras que despiertan en el subconsciente imágenes relacionadas con mitos iniciales. Tartessos es una de ellas. Su referente se ha cubierto de oleadas legendarias que han determinado el acercamiento histórico a las claves de su cultura. Cuando nombramos este sustantivo, un cúmulo hiperbólico de estadios primarios, desmedidas riquezas y paraísos perdidos trazan el perfil del pueblo que habitó el confín a poniente del mundo conocido.
En el acercamiento histórico a Tartessos hay más interrogantes que respuestas: mientras por un lado hay quien considera que se trataba de una población indígena arraigada en el suroeste peninsular desde al menos el 1.200 a. C., hay quien piensa que es el fruto de un proceso de aculturación de posteriores oleadas orientalizantes que ayudaron a conformar una cultura híbrida; por haber, hay quien defiende que se trata de mera ficción mítica. Su brusca desaparición a mediados del siglo VI a. C. no hizo sino añadir incertidumbres a una materia que necesita de rigurosas investigaciones para desprenderse del halo irreal que aún envuelve muchas de sus aristas.
Las referencias librescas a Tartessos son de lo más abundantes: en la Biblia se citan las naves de Tarsis en el Primer Libro de los Reyes, en el Libro de Ezequiel y en el de Jonás. Posteriores reseñas de Estesícoro, Anacreonte, Hecateo de Mileto, Heródoto, Éforo, Pausanias, Estrabón o, sobre todo, Avieno, forjaron la extendida idea de un reino occidental desmesuradamente rico que acabó convirtiéndose en destino de numerosas expediciones que desde el oriente mediterráneo se dirigieron hacia una tierra extrema que lo fue de promisión para muchas de estas culturas.
La extensión de los dominios tartésicos tuvo su epicentro en las actuales provincias de Cádiz, Huelva y Sevilla, desde donde se amplió a zonas limítrofes, como el sur de Portugal y el valle del Guadiana, donde se ubican alguno de los yacimientos mejor estudiados. Esta cultura se vertebraba alrededor de un legendario río identificado con el antiguo Betis, el Tinto, el Odiel o incluso el Barbate. En época tartésica, este era un territorio caracterizado por abundantes humedales, lagos, ríos y vías de comunicación que facilitaban el transporte de su principal riqueza: las explotaciones metalúrgicas provenientes de la Faja Pirítica Ibérica, cuyas minas de oro, plata, cobre, estaño, hierro y plomo se convirtieron en el motor de su boyante economía. El acarreo de estos bienes desde las minas del interior a las zonas costeras conformaron una marcada red de conexiones que tuvo en los metales su principal sentido.
La diversidad geográfica del espacio y la escasez de estudios científicos han provocado que diferentes hipótesis ubiquen el epicentro ciudadano de la cultura tartésica en lugares distintos, como la ría de Huelva, los contornos del antiguo Lacus Ligustinus, el entorno de Gadir, Doñana, el yacimiento de Asta Regia o las orillas de la desecada laguna de la Janda. Existen numerosos enclaves tartésicos más allá de las columnas que cerraban el Estrecho: en las Mesas de Asta, el Carambolo, Carmona, el Cerro Salomón, Tejada la Vieja, el Berrueco, Cancho Roano o el Turuñuelo. Estos dos, ubicados en la provincia de Badajoz, son los que están aportando más información científica a una cuestión aún preñada de paréntesis y puntos suspensivos.
Cancho Roano es un enclave ubicado en la comarca de la Serena, en la margen izquierda del Guadiana. En él se alza una compleja edificación cuyo significado despierta turbadores interrogantes. Rodeado de un pequeño foso cuadrangular, la presencia de altares ha hecho pensar en su condición de palacio-santuario o incluso templo dedicado a la prostitución sagrada en honor a Astarté como diosa de la fertilidad, con algunos paralelismos con edificios ubicados en Gadir o Cástulo. La construcción data de principios del siglo VII a. C. y su desolación tuvo poco de accidental. Se piensa que tres siglos más tarde fue voluntariamente devastada e incendiada en un autodestructivo ritual que incluyó el meticuloso tapiado de puertas y ventanas; eso explica el buen estado de conservación del interior, donde se han encontrado ánforas, molinos de piedra, vasijas de cerámica y metal, armas de hierro, recipientes de perfume, piezas de juegos, accesorios de caballería, y esculturas de bronce que permiten perfilar el modo de vida de sus habitantes. Más sorpresas está aportando el yacimiento de El Turuñuelo, un enclave del siglo V a. C., situado al oeste de Medellín, a orillas del Guadiana. Testimonio del final de Tartessos, se trata de una compleja estructura edificada a dos niveles enlazados por una insólita escalinata que comunicaba amplias estancias abovedadas y recónditos corredores. Debió de sufrir un final similar al de Cancho Roano, ya que se ha documentado un incendio intencionado con elementos propios de rituales como conchas apotropaicas y huesos encontrados en un suelo preservado también gracias al sellado de puertas y vanos. La presencia de una veintena de caballos y toros sacrificados plantea aún más interrogantes, que se han visto refrendadas con los recientes descubrimientos de cinco bustos de piedra que parecen deidades femeninas ostentosamente ataviadas con pendientes, arracadas y piezas de orfebrería parecidas a las encontradas en tesoros también tartésicos como el de la Aliseda o el Carambolo. Este hallazgo ha conmovido los balbuceantes soportes científicos que asociaban la cultura tartésica con divinidades aicónicas, representadas por animales, vegetales y piedras sagradas o betilos.
Muy poco sabemos de otros aspectos de esta cultura. Muy poco de su idioma, probablemente el más antiguo escrito en la península Ibérica. Apenas nada de su religión: apuntes de un panteón muy aculturizado, adaptado a otras civilizaciones orientales, que introdujeron el culto de dos grandes divinidades, la femenina Astarté y la masculina Baal o Melkart.
Su forma de gobierno era una monarquía y se regían por inmemoriales leyes escritas en tablas en bronce de las que nada sabemos. Sus reyes están cubiertos por los más sugerentes velos del mito. Gerión, su primer monarca legendario, su hijo Nórax, Gárgoris o su descendiente bastardo Habis, no poseen documentados ni contrastados correlatos reales. No sabemos si Argantonio, el longevo monarca que gobernaba territorios tan ricos cuya producción de plata se extendió a su antropónimo, fue un dirigente real o la suma de varios de ellos. La brusca desaparición de Tartessos tras la batalla de Alalia a mediados del siglo VI a.C., tampoco ha ayudado a que poseamos una lectura rigurosa de una cultura que permaneció como atractivo sustrato en la población que le sucedió en los ricos territorios ubicados al oeste de las columnas del Estrecho. Los Turdetanos fueron calificados por Estrabón como los más cultos de todos los pueblos iberos pre-romanos, ya que conocían la escritura, poseían crónicas históricas y poemas, además de conformar una sociedad marcadamente urbana y civilizada.
El hecho que sigue impregnando de lecturas legendarias a la poco investigada cultura tartésica es el mito de la Atlántida. Aunque existen teorías que ubican ese territorio en las orillas minoicas del Mediterráneo o incluso en emplazamientos mucho más occidentales, desde el siglo XVI se han repetido hipótesis que lo sitúan en la embocadura de poniente del Estrecho de Gibraltar, el lugar donde en tiempos protohistóricos la civilización tartésica era un referente. José Pellicer de Ossau, Fernández y González, Amador de los Ríos, Adolf Schulten, Fernando Sánchez Dragó, Marc André Gutscher o Richard Freund han postulado con mayor o menor rigor la teoría de relacionar el mito de la isla perdida con la civilización tartésica, cuya brusca desaparición y espacios comunes no han hecho sino abrir puertas a no pocas especulaciones que se han asentado en el imaginario colectivo con la firmeza de invisibles sustratos geológicos de los que no es fácil desprenderse.
Fue nada menos que Platón, en su Diálogo de Timeo y Critias, quien narró la historia de la Atlántida, una gran isla situada en el extremo del Mediterráneo que desapareció después de una violenta catástrofe natural sucedida tras la victoria de los atenienses sobre sus aguerridos habitantes. Según la versión griega, la ínsula debió de ser en sus orígenes un paraíso original, un Edén de Occidente preñado de recursos como feraces campos, abundantes bosques y ricas tierras que guardaban minerales míticos como el oricalco. En su centro se situó el hogar de Evenor, uno de sus primeros habitantes, el cual tuvo una hija, Clito. Poseidón, el dios del mar, al que le había correspondido la posesión de la isla, se desposó con ella y abrió tres anillos de aguas que rodearon la residencia donde concibieron diez hijos: el mayor, Atlas, dio nombre a la isla matriz y su hermano Gadiro al archipiélago de las Gadeiras, en la actual bahía de Cádiz. Durante generaciones de riqueza y bienestar sus habitantes fortificaron la ciudad, que sembraron de palacios y templos y la rodearon de muros, canales y fosos. Este largo periodo de bienestar concluyó cuando comenzaron a comportarse con una indisimulada soberbia y decididas ansias de dominación hasta que fueron derrotados por los atenienses; sin embargo, ello no fue obstáculo para que los dioses decidieran también castigar al enclave con un gran terremoto y una posterior inundación que lo borró de los mapas y lo convirtió en leyenda.
Probablemente, el interés de Platón al escribir el episodio de la Atlántida tuviera una motivación didáctico-moral, aunque tampoco pueden descartarse otras más tangibles. Los terremotos y tsunamis se han sucedido en nuestras costas entre el cabo Espartel y el de San Vicente. Los cataclismos geológicos que pudieron provocar la brecha del Estrecho, las leyendas orientales, griegas y árabes relacionadas con una geografía y una geología donde debieron de suceder hechos memorables, entrelazaron una sutil red de relaciones en las que lo legendario y lo fehaciente han tejido un cañamazo donde es difícil discernir la urdimbre real de la ficción. Definitivamente, hay ocasiones en que el mito le ha ganado la partida a la historia.
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